**El infierno culinario: la guerra con mi suegra**
Mi vida en un pequeño pueblo junto al río Tajo se ha convertido en una pesadilla interminable debido a mi suegra, que me considera una pésima ama de casa. Sus constantes críticas sobre cómo cocino me llevan al borde de la desesperación. Cada visita suya es un nuevo escándalo, un nuevo reproche que mina mis fuerzas. Estoy harta de aguantar, y mi rabia amenaza con estallar, arruinando la frágil paz de nuestra familia.
Mi suegra, Doña Carmen, no para de repetir que no sé cocinar. Le saca de quicio que yo prepare comida para varios días. “¿Acaso mi hijo tiene que comer lo mismo tres días seguidos? ¿Es que no puedes cocinar algo fresco cada día?”, dice con desdén. Doña Carmen fue cocinera profesional, y sus platos son obras de arte. Yo, en cambio, no disfruto cocinando. Para mí, lo importante es que la comida sea sencilla, comestible y no me robe mucho tiempo. Si cumple eso, estoy contenta.
Entre semana preparo platos corrientes: cocido, sopa, patatas con carne, pasta. Mi marido, Javier, nunca se queja—a él le va bien. Pero los fines de semana, él se pone el delantal y se lanza a crear manjares exquisitos. Le lleva media jornada, y luego me toca a mí fregar montañas de platos, limpiar la cocina y el suelo, que Javier siempre termina embadurnando. No me molesta su afición, pero después del trabajo no tengo energía para hazañas culinarias diarias. Javier lo entiende, pero su madre, no.
Cada visita suya es un examen. Abre la nevera, arruga la nariz y suelta: “¿Otra vez sopa de ayer? ¿Tan difícil es descongelar carne por la mañana y cocinar algo fresco al llegar? ¡No lleva tanto tiempo!” Dicho así, parece fácil, pero tras una jornada en la oficina, solo pienso en tirarme en el sofá y cerrar los ojos. Javier me comprende y no exige platos recién hechos cada día, pero Doña Carmen se niega a ponerse en mi lugar.
Hace poco nació nuestro hijo, Lucas. La vida se volvió más dura. El niño apenas duerme, y yo arrastro los pies como un espectro. A veces ni siquiera tengo tiempo de cocinar, y Javier acaba preparando croquetas congeladas. Cuando mi suegra ve en la nevera macarrones del día anterior o jamón cocido, estalla: “¡Mi hijo acabará con una úlcera por culpa de esta comida! Aunque él no diga nada para no disgustarte”. Sus palabras son un cuchillo clavado. ¿Para qué viene? ¿Solo para humillarme y destrozarme los nervios?
Nunca me ha ofrecido ayuda, aunque ve cómo estoy derrotada. Hace poco, a Lucas le empezaron a salir los dientes, y pasé semanas en vela, meciéndolo en brazos. Uno de esos días llegó Doña Carmen. Sin llamar, fue directa a la nevera, abrió la olla con lentejas y las olió. “¿Cuántos días llevan estas lentejas aquí?”, preguntó con asco. “No sé, las hizo Javier”, respondí agotada. “¡Claro! ¿Qué más le queda para no morirse de hambre? —gritó—. Él se mata a trabajar para mantenerte, y tú en casa sin ser capaz de hacer una comida decente. ¡Mi marido jamás cocinó en su vida!”
Sentí cómo me hervía la sangre. Sus palabras eran injustas, golpeaban donde más dolía. Era mala madre, mala esposa, pésima ama de casa. Las lágrimas asomaron, pero me contuve. Esa noche le puse un ultimátum a Javier: “O consigues que tu madre venga menos y deje de armarme escándalos, o no le abro más la puerta. ¡No puedo más!” Mi voz temblaba; temía perder los estribos y decirle algo a mi suegra que jamás podría perdonar.
Cada noche, mientras reposa el silencio, repito en mi cabeza sus reproches. Recuerdo cómo, al principio, intentaba complacerla, cómo sonreía cuando criticaba mis guisos. Pero su desprecio solo creció. Siento que estoy al borde del abismo. Si Javier no me defiende, nuestro matrimonio podría acabarse. No quiero guerra con Doña Carmen, pero ya no soporto sus ataques. Ojalá escuche a su hijo y deje de atormentarme. De lo contrario, no respondo de mí—la rabia acumulada durante años podría estallar, y entonces no habrá vuelta atrás.
Mientras contemplo a Lucas dormido en su cuna, pienso: ¿por qué a mí? Quise ser buena esposa, buena madre, pero mi suegra ha convertido mi vida en un campo de batalla. Sus palabras hieren como puñales, y cada visita es otro golpe. Sueño con el día en que deje de entrometerse, pero temo que nunca llegue. ¿Aguantaré? ¿O mi matrimonio y mi paciencia se romperán como un hilo fino bajo su eterno descontento?
**Lección aprendida:** A veces, el respeto no se gana con sumisión, sino con límites claros. Y por mucho que duela, hay que defender el propio espacio—o otros lo harán pedazos por ti.