Banco para dos
La escarcha ya había desaparecido, pero la tierra en el parque seguía oscura y húmeda, y en los senderos quedaban vetas de arena. Eulalia Casado avanzaba despacio, sujetando la bolsa de la compra, y miraba con atención donde pisaba. Hacía años que la costumbre la obligaba a memorizar cada bache, cada piedra minúscula. No era precavida por naturaleza: era que, tras la fractura de muñeca de hacía tres inviernos, el miedo a caerse se le instaló en el pecho y no la abandonaba.
Vivía sola en un piso de dos habitaciones a pie de calle, que antes bullía de voces, olores a guiso y portazos. Ahora el silencio lo ocupaba todo. El televisor murmuraba de fondo, pero ella era consciente de que muchas veces no escuchaba nada; sólo seguía con la mirada los titulares que cruzaban la pantalla. Su hijo la llamaba por videollamada los domingosapresurado, entre tareas, pero igualmente llamaba. Y su nieto asomaba en la cámara, la saludaba y le enseñaba cualquier muñeco. A Eulalia le alegraba verlos, pero, al colgar, sentía cómo la casa se llenaba otra vez de un aire detenido y denso.
Su vida era rutina. Por la mañana, estiramientos, las pastillas, un tazón de gachas. Luego, una caminata corta hasta el parque para desperezar la sangre, como siempre decía el médico de cabecera. A mediodía, la comida, las noticias, a veces un crucigrama. Por la tarde, un capítulo de novela y las agujas de tejer. Nada extraordinario, pero ella repetía a su vecina de escalera que ese orden era el secreto para mantenerse a flote.
Ese día soplaba un viento frío, pero seco. Eulalia alcanzó su banco junto al parque infantil y se sentó en la orilla con cuidado. Dejó la bolsa a su lado y se aseguró de que la cremallera estuviese cerrada. Dos niños chapoteaban en los charcos cerca, enfundados en sus abrigos de colores; sus madres charlaban entre risas, indiferentes al resto del mundo. Eulalia decidió que se quedaría un rato antes de regresar a casa.
Desde el lado opuesto del parque, camino de la parada de autobús, andaba despacio Agustín Torres. Él también contaba los pasos. Hasta el quioscosetenta y tres. Hasta el ambulatoriociento veinte. A esta paradanoventa y cinco. Era más fácil contar que pensar que al llegar a su piso no lo esperaba nadie.
Antes trabajaba de ajustador en una fábrica, viajaba a congresos, discutía con capataces, reía y fumaba con los compañeros en la rampa. Ahora la fábrica llevaba años cerrada y cada vez veía a menos compañeros; unos se habían ido con sus hijos, otros ya estaban en el cementerio. Su hijo vivía en Barcelona y sólo venía tres días al año, siempre apurado. Su hija residía en el barrio vecino, pero con sus dos críos y la hipoteca, tenía la cabeza en otro sitio. Yo no me enfado, se repetía. Pero algunas noches, tumbado, con la luz azul del pasillo y el radiador sonando bajo la ventana, prestaba oído por si el cerrojo crujía.
Ese día salió por pan y para pasarse por farmacia, a ver si encontraba sus pastillas para la tensión. El médico le había advertido que era mejor no tentar a la suerte. En el bolsillo llevaba la lista de la compra, escrita con letra de imprenta. Las manos le temblaban cuando sacó el papel para revisar lo que faltaba.
Llegó a la parada y el autobús justo se había ido. Quedaban ya solo Eulalia y su banco. Ella miraba el parque, no la acera. Por un instante, Agustín dudó: no le agradaba quedarse parado, le dolía la espalda, pero tampoco quería sentarse junto a una desconocida, por si acaso resultaba incómodo. Sin embargo, el viento apretaba y cedió.
¿Le molesta si me siento? preguntó, inclinándose hacia adelante.
Ella se giró. Tenía unos ojos claros, con pliegues finos en las esquinas.
Por supuesto, siéntese contestó, apartando la bolsa un pelín.
Agustín se sentó con cautela, apoyándose en el banco. Silencio. Un coche pasó, dejando tras de sí olor a diésel.
Los autobuses van como les da, ¿eh? aventuró él, por romper el hielo. En cuanto te distraes, se han ido.
Exacto asintió Eulalia. Ayer media hora esperando. Menos mal que no llovía.
La observó mejor. No le sonaba de nada el rostro, pero el barrio había crecido y traía siempre gente nueva, edificios recién entregados.
¿Vive por aquí cerca? preguntó con tacto.
Allí, cruzando la avenida señaló un bloque de pisos de cinco plantas. Primer portal, junto al ultramarinos. ¿Y usted?
Detrás del parque, en la torre. No está lejos.
De nuevo silencio. Eulalia pensó que una charla de parada era lo habitual: un par de frases y cada uno sigue su camino. Pero el hombre le parecía cansado y un poco perdido, pese a que intentaba erguirse.
¿Viene de la farmacia? dijo, mirando la bolsa con logo rojiblanco.
Sí, a por los medicamentos levantó la bolsa. Esta tensión que no da tregua. ¿Y usted?
Al mercado, y porque tocaba moverse un poco, si no acabas anclada en casa.
Le costó sacar la última palabra. Casa sonó demasiado vacío de pronto.
El autobús asomó por la esquina. Los que esperaban se agruparon en la acera. Agustín se levantó, dudando.
Por cierto, Agustín dijo, venciendo cierta timidez. Torres.
Eulalia Casado respondió, imitando el gesto. Encantada.
Entraron al autobús, pero la marea de gente los empujó a extremos opuestos. Eulalia se agarró a la barra, notando cómo el vehículo brincaba. En un momento, localizó la mirada de Agustín entre las cabezas; él asintió y ella le devolvió el gesto.
A los pocos días, volvieron a coincidir en el parque. Eulalia, en su banco, vio a Agustín acercándose con bastón. Antes no usaba bastón; prefería prevenir, dedujo.
Vaya, vecina de parada bromeó al acercarse. ¿Le hago compañía?
Por supuesto y una chispa de alegría se encendió en ella.
Él se acomodó, el bastón entre ambos.
Aquí se está bien dijo mirando alrededor. Árboles, niños jugando en casa las paredes se cierran.
¿Vive solo? preguntó ella con delicadeza.
Solo asintió. Mi mujer falleció hace siete años. Los hijos por sus lados. ¿Y usted?
También respondió. Mi marido murió hace mucho. Mi hijo con su familia en Alicante, llaman pero
Encogió los hombros. Él entendió.
Las llamadas están bien dijo. Pero por la noche el teléfono calla.
Esas palabras la abrigaron de manera inesperada. Siguieron hablando del calor, del precio del pan, de que otra vez cambiaron al médico de cabecera. Se fueron, pero al día siguiente, por algún motivo, ambos eligieron coincidir de nuevo.
Así empezaron sus encuentros. Primero en el banco, luego en la parada, después frente al ambulatorio o la tienda. Eulalia descubrió que modificaba sus horarios para coincidir con él: ponía las gachas más rápido o, si hacía falta, se demoraba un rato.
De camino al ambulatorio comentaban los análisis, se aliaban contra la cita online que ella no lograba comprender.
Tiene que hacerlo por la web, señora le explicó una recepcionista joven. Desde internet.
¿Internet? A mí con mi móvil de teclas ya me sobra refunfuñaba Eulalia saliendo al pasillo.
Agustín reía y murmuraba.
Si quiere, le ayudo le ofreció un día. Mis hijos me dieron un cacharro de esos. En casa lo miramos juntos.
Al principio rehusó, pero terminó aceptando. Se sentaban fuera del ambulatorio y él, entrecerrando los ojos, buscaba la página. A veces se confundía y farfullaba. Eulalia se reía, su risa fluía sincera, contagiosa.
Mire, aquí: selecciona médico y la hora. Sólo hay que recordar la contraseña.
Eso la apunto. Tengo libreta replicó con seguridad.
Otra tarde, ella le ayudó con el pago de recibos. Agustín traía una montaña de facturas, las extendía en la mesa y suspiraba.
Antes era más simple: ibas a la caja, pagabas. Ahora que si códigos, que si barras. Es para volverse loco.
Veamos: esta es de la luz, esta del agua Lo importante, no mezclar decía Eulalia mientras organizaban.
Se sentaban en la cocina, sumando y restando. Ella sacaba mermelada de moras y él, rosquillas. Miraban por la ventana a los nietos del barrio dando vueltas en bici. Eulalia se sorprendía del placer de verle ordenar los papeles y pedir su consejo, de escucharle discutir de vez en cuando.
No hace falta que lo hagas por mí protestó él cuando sugirió ir al cajero, que él nunca se aclaraba. Espérate, que tampoco soy un crío.
No pago por usted, hombre replicó. Usted me lo da y yo, si puedo ayudar, ayudo. No se ponga digno.
Él se ruborizaba, pero lo aceptaba. Algo extraño se le movía por dentro: mezcla incómoda de gratitud y vergüenza. Odiaba sentir que debía favores.
Ocasionalmente discutían. A media voz, pero con cierto resquemor. Un día, al salir del súper, comentaron sobre los hijos.
Mi hijo me dice: Papá, vende el piso y vente con nosotros. ¿Para qué sigues solo ahí?. Pero van apretados. ¿Y yo que hago, plantarme en el sofá? Es que aquí está mi vida.
El mío también insiste, Mamá, ven, tienes tu cuarto. Casa grande. Yo lo pienso Pero aquí está la tumba de mi Paco, las amigas…
Allí sería usted invisible. Todos cansados, chiquillos, cole Allí uno sobra. Lo he visto mil veces.
¿Y aquí? preguntó Eulalia con una serenidad que inquietaba. Aquí también…
Él calló, se sintió herido. Como si ella se lo dijera a él mismo. La rabia le iba subiendo.
Bueno, lo siento masculló secamente. Pensé que éramos
Se le atragantó la palabra amigos. A esas edades parecía enorme.
No hablaba de usted dijo ella, suave, adivinando su malestar. Hablaba en general. A veces pienso que, si me fuera, todo esto acabaría. Da miedo.
Él asintió. El resto del camino no cruzaron palabra. Se despidieron al portal; él, seco, echado para adentro. Por la noche, tumbado, no podía dejar de pensar en la torpeza de aquel final.
Pasaron días sin verse. El tiempo se torció y cayó una lluvia fría. Aun así, Eulalia mantenía su rutina matinal. No quería aceptar que le preocupaba no encontrarse a Agustín, pero la inquietud se le iba anclando en el pecho.
Al cuarto día, regresando a casa, encontró una nota en su buzón. Era un papel garabateado: Para Eulalia Casado. Estoy en el hospital. Agustín T. Ni número, ni sala, ni nada más.
Le temblaron las manos. Dejó la bolsa en la entrada, se sentó de golpe a mirar el papel. Mil preguntas: ¿Un infarto? ¿Quién le ayudó? ¿Por qué nadie avisó?
Recordó que, alguna vez, Agustín mencionó la cardiología del hospital de distrito. Buscó el teléfono en una libretita, marcó. Tras minutos de desvíos y esperas, una voz cansada le dio el número de la habitación y le autorizó la visita.
Eulalia odiaba los hospitales, el olor a suero y lejía le revolvía el estómago. Pero al día siguiente, a la hora exacta, estaba en la puerta. Había comprado manzanas y galletas, aunque dudaba si debía llevar dulces.
Había tres camas por habitación. Junto a la ventana, un hombre anciano; junto a la puerta, un chaval con brazo vendado. Agustín estaba en la del medio, recostado con el Marca abierto. Cuando la vio, por un momento pareció perdido, después sonrió, aliviado.
Eulalia dijo, bajando el periódico. ¿Cómo me ha encontrado?
Atando cabos respondió, dejando la bolsa en la mesilla. ¿Cómo está?
El corazón suspiró él. Me dio un susto de noche. Estoy aquí unos días.
Ella lo examinó: la tez más pálida, ojeras marcadas, pero en la mirada seguía el brillo cálido de siempre.
¿Y los hijos? preguntó.
Mi hija vino, me trajo un táper. Al chico no quiero preocuparlo.
Lo decía en un tono contenido. Añadió:
Mi hija preguntó por usted. Quién era la señora que dejó nota. Yo le dije que era una vecina que me echa una mano.
Un pinchazo incómodo recorrió a Eulalia. Vecina que ayudaqué seco, pensó. Se sentó junto a la cama.
Pues eso soy dijo, esforzándose por sonar neutra. Ayudo en lo que puedo.
Él la miró, arrepentido de su torpeza.
No quise decirlo así se apresuró. Mi hija se puso a investigar. Si le digo que es una amiga, empieza: Papá, a tu edad. Piensan que ya estamos locos, por aquí solos.
No somos veinteañeros, pero seguimos siendo personas replicó con sorna ella.
Él asintió. El otro paciente giró la cabeza, fingiendo dormir.
¿Sabe de qué tengo miedo? susurró Agustín. No a la muerte. Sino a que me pase algo y nadie lo sepa. Estar tirado sin que nadie avise. Los hijos lejos Y entonces me vino usted a la cabeza. Y sentí paz.
A Eulalia se le anudó el llanto en la garganta. Miró hacia la ventana, un vaso con una flor mustia en el alféizar.
A mí también me asusta. Pero hago como que no. Cuando llega la noche, cuento las pastillas y me da la risa sola.
No es risa dijo él. Yo hago igual.
Se miraron. Sonrieron.
En ese momento entró una mujer de mediana edadojos como Agustín, la barbilla de familia.
Papá, dijo dejando el táper. Te he traído sopa. ¿Y esta señora?
Miró a Eulalia con curiosidad, sin hostilidad.
Eulalia Casado dijo Agustín con calma. Una buena amiga. Me ayuda con las cuentas y la web.
Encantada saludó la hija. Gracias por cuidarlo. Es muy tozudo y no acepta ayuda de nadie.
Un placer respondió Eulalia. Sólo paseamos de vez en cuando.
La hija asintió, aunque no acabó de entender. Se quedó sacando cosas del bolso. Eulalia se sintió de más y se despidió.
Volveré dijo en la puerta.
Claro. Si no es molestia.
Ninguna y salió.
En casa, recapituló lo oído. Buena amiga sonaba sencillo, pero quizá era lo adecuado. En su edad, no hacían falta palabras grandes. Lo importante era que él pensó en ella al asustarse.
Agustín permaneció en el hospital por dos semanas. Eulalia lo visitaba en días alternos, traía fruta, periódicos, calcetines. A veces charlaban, a veces compartían el silencio, escuchando los carros de los celadores. Recordaban la juventud, historias del taller, de la escuela, del pueblotodo eso ya lejano.
La hija de Agustín se fue acostumbrando a ella. Un día la acompañó al ascensor y murmuró:
Gracias. Trabajo y no puedo venir siempre. Pero sé que mi padre agradece tener alguien con quien hablar. Eso sí, si pasa algo importante, avíseme.
No soy de acaparar nada contestó Eulalia. Cada uno a lo suyo. Ayudo si puedo, y nada más.
Dieron el alta a Agustín a finales de abril. El médico fue tajante: más paseo, menos preocupación, y las pastillas. La hija lo llevó hasta casa, ayudó con la compra. Al día siguiente, Agustín, bastón en ristre, salió hacia el parque.
Eulalia ya estaba en el banco. Se levantó al verle.
¿Cómo está?
Vivo sonrió, que ya es mucho.
Se sentaron juntos, escuchando el ruido del barrio. Entonces él dijo:
He pensado mucho en el hospital. No quiero serle una carga. Me gusta verla pero no quiero que lo haga por deber.
¿Qué deber tengo yo? suspiró ella. Salir, ir al súper, ver novelas. No exagere.
Aun así… no quiero que sienta que me tiene que cuidar. No soy un niño.
Ella lo miró fijo.
¿Cree que yo quiero ser carga? Todos lo tememos. Por eso nos valemos solos. Pero le diré algo: podemos quedarnos metidos en casa, solos, por miedo a molestar. O podemos pactar. No prometer imposibles, sólo estar cerca lo que se pueda.
Él reflexionó.
¿Cómo sería eso?
Por ejemplo: no me llame por tonterías en mitad de la noche. Yo no soy urgencias. Pero si necesita ir al ambulatorio y le da apuro ir solo, avíseme. Para papeleo, cuente conmigo. Si le da pereza comprar, vaya usted mismo; no soy repartidora.
Él rió.
Durito.
Sincero corrigió ella. De usted también espero lo mismo. Si me encuentro mal, puedo llamarle. Pero no le exigiré nada imposible. Tiene su familia. Yo, la mía.
Él asintió, aliviado.
Entonces, quedamos así: nos ayudamos, sin convertirnos en enfermeros del otro.
Eso es sonrió ella.
Desde entonces, su amistad fue tranquila y constante. Seguían viéndose en el parque, yendo juntos al médico, merendando. Ambos sabían ya dónde estaba la línea.
Cuando a Eulalia se le rompió el grifo, llamó por teléfono.
¿Podría mirarlo? Me da miedo que se inunde todo.
Lo miro, pero si es serio llamamos al fontanero. Ya no estoy para gatear bajo el fregadero.
Fue, comprobó y llamaron juntos al técnico. Mientras esperaban, tomaban café. Él contaba cómo antes desmontaba cualquier aparato y ahora las manos le temblaban. Eulalia pensaba que envejecer no era solo enfermar, sino también admitir el momento de pedir ayuda.
Iban juntos al mercado a veces. El bullicio, las voces de los tenderos, las discusiones por el precio de la patata o el pollo. Volvían cargados, refunfuñando por lo caro que estaba todo, sabiendo que sin ese paseo el día sería mucho más vacío.
Los hijos manifestaban su recelo de distintas formas. El de Eulalia preguntó un día:
Mamá, últimamente nombras mucho a un tal Agustín. ¿Quién es?
Un vecino. Damos paseos, me ayuda con el móvil, yo con las facturas.
Bueno, cuida con los dineros y los papeles le advirtió.
Ella se echó a reír.
Yo ya no tengo edad para líos. Sé muy bien lo que hago.
La hija de Agustín también lo azuzaba de vez en cuando.
Papá, tampoco abuses de la confianza con la vecina. Recuerda que ella tiene vida propia.
Tenemos un acuerdo le respondía. No nos utilizamos para nada.
¿Qué acuerdo?
Uno de los nuestros, de viejos.
El verano se coló sin hacer ruido. Los árboles del parque ya estaban colmados de hojas, los bancos se llenaban. Madres jóvenes, adolescentes con cascos, jubilados como ellos. Pero Eulalia y Agustín habían hecho suyo un banco fijo, como si así pusieran orden al caos.
Una tarde, sentados mientras los niños jugaban al balón y el aroma a césped subía del suelo, Agustín dejó el bastón recostado.
¿Sabe una cosa? antes pensaba que la vejez era el final: se acababa el trabajo, los amigos, el amor. Solo quedaban pastillas y televisión. Ahora veo que algunas cosas sí pueden empezar, a nuestra manera.
¿Se refiere a nosotros? preguntó Eulalia, con media sonrisa.
También asintió él. No sé cómo llamarlo. Compañerismo, una especie de alianza en la rutina A su lado no se siente tanto el miedo.
Eulalia miró sus manos, las venas marcadas, la piel surcada. Miró las suyas propias. No eran tan diferentes.
A mí me pasa igual admitió. Cada noche, antes de dormir, pensaba si mañana no despierto, ¿quién lo notará? Ahora sé que, como mínimo, una persona lo haría.
Él río bajito.
No solo lo notaría dijo. Revolvería el edificio.
Eso está bien.
Se quedaron un rato más, luego se levantaron. Caminaban en paralelo, cada cual por su lado del camino, hasta cruzarse.
¿Mañana al ambulatorio? preguntó él.
Sí, me toca análisis. ¿Me acompaña?
Claro. Pero solo hasta la puerta. Si no, le doy la lata y me echan.
Ella sonrió.
Hecho.
Se separaron. Eulalia subió las escaleras, abrió su casa silenciosa, dejó la compra, encendió la tetera. Mientras bullía el agua, se asomó a la ventana.
Abajo, Agustín peleaba con la cerradura del portal. De pronto alzó la cabeza, sintió su mirada y la saludó con la mano. Ella también correspondió.
La tetera silbó. Preparó el té, rebanó pan. Puso a su lado la toquilla y la acarició de paso. Sintió que en aquel silencio había algo distinto: no era una soledad sorda, sino un silencio habitado. Al otro lado del patio, entre paredes y vidas, había alguien que mañana esperaría con ella en el ambulatorio, charlaría en el banco, y preguntaría cómo estaba de verdad.
La vejez seguiría allí: dolían los huesos, había que acordarse de las pastillas, los precios subían… Pero ahora había un apoyo pequeño y firme. No un milagro, ni un rescate. Simplemente, un banco compartido, donde parapetarse juntos, respirar hondo y volver a ponerse en pie, cada cual con su paso, pero codo a codo.







