Banco para Dos La nieve ya se había derretido, pero la tierra del parque seguía oscura y húmeda, y en los senderos quedaban finas líneas de arena. Natividad Jiménez caminaba despacio, sujetando la bolsa de la compra, y miraba al suelo. Hacía tiempo que se había acostumbrado a advertir cada bache, cada piedrecilla bajo sus pies. No por miedo excesivo, sino porque tras una fractura de brazo, tres años atrás, el temor a caer se había instalado en su pecho y no terminaba de irse. Vivía sola en un piso bajo de dos habitaciones, donde antaño resonaban voces, olores de comida y portazos. Ahora todo era silencio. El televisor sonaba de fondo, pero a menudo se descubría mirando la pantalla sin atender realmente, solo siguiendo el rótulo que pasaba en la parte baja. Su hijo la llamaba por videollamada los domingos —con prisa, entre una cosa y otra—, pero llamaba al fin y al cabo. Su nieto asomaba en la pantalla, le saludaba con la mano, le enseñaba algún juguete. Ella se alegraba, pero al terminar la llamada, el aire de la casa volvía a estar detenido, infinito. Tenía su rutina. Mañana: gimnasia, pastillas, gachas. Después, breve paseo hasta el parque y de vuelta, “para mover la sangre”, como le recomendaba la doctora del centro de salud. Luego, labores, las noticias, quizá un crucigrama. Por la tarde, una serie y algo de ganchillo. Nada extraordinario, pero le mantenía en pie, como solía contarle a su vecina en el rellano. Hoy hacía viento seco, pero frío. Natividad llegó a su banco junto a la zona infantil y se sentó con cuidado en el borde. Dejó la bolsa a su lado y comprobó el cierre. No lejos, dos pequeños en buzos de colores jugaban, mientras sus madres charlaban distraídas sin mirar alrededor. Ella pensó que se sentaría un rato y luego, a casa. En el otro extremo del parque, camino de la parada, avanzaba paso a paso Esteban Pérez. Él también contaba los pasos. Hasta el quiosco, setenta y tres. Hasta el ambulatorio, ciento veinte. Hasta la parada del bus, noventa y cinco. Contar era mejor que pensar en que no le esperaba nadie en casa. Había sido ajustador en una fábrica, viajaba por trabajo, discutía con encargados, reía y fumaba con los compañeros en las pausas. La fábrica cerró hace años, y cada vez veía menos a los viejos amigos: unos se habían ido con hijos, otros estaban ya bajo tierra. Su hijo vivía en otra ciudad, venía una vez al año, tres días, y sin parar. Su hija estaba en otro barrio, ocupada con sus niños y la hipoteca. No se sentía ofendido —eso se decía a sí mismo— pero, a veces, las noches de radiadores y ventanas oscuras, se sorprendía escuchando, por si chirriaba la puerta. Esa mañana había salido por pan, y de paso, a por pastillas para la tensión. Mejor prevenir, le había dicho el médico. Llevaba la lista, escrita en letras grandes, en el bolsillo. Le temblaban un poco los dedos al sacarla para revisar que no olvidaba nada. Al llegar a la parada vio cómo el bus acababa de irse. La gente se dispersaba y en el banco quedó sentada una mujer, abrigo gris claro y gorro azul de lana. Miraba hacia el parque, no hacia la calle. Dudó. No le gustaba quedarse de pie, le dolía la cadera. El banco estaba a medias libre, pero le daba cosa sentarse junto a una desconocida —vete tú a saber qué pensará la gente—. Pero el viento calaba y al final se decidió. —¿Le importa si me siento? —preguntó, inclinándose un poco. La mujer giró la cabeza. Tenía ojos claros, arrugados suavemente en las comisuras. —Claro, siéntese, —respondió ella, apartando la bolsa. Se sentó, apoyando bien las manos en el banco. Guardaron silencio. Un coche pasó, dejando olor a gasolina. —Los autobuses hoy van cuando quieren, —comentó él al fin, rompiendo el silencio—. Te despistas un momento y ya no están. —Pues sí —asintió ella—. Ayer estuve media hora esperando, menos mal que no llovía. Él la miró con más atención. No le sonaba su cara, pero el barrio tenía mucha gente nueva; habían levantado más edificios. —¿Vive cerca de aquí? —preguntó con cautela. —Allí, cruzando la avenida, —contestó ella señalando los bloques de cinco plantas—. El primer portal, junto al supermercado. ¿Y usted? —Detrás del parque, en el bloque grande de nueve pisos, —dijo él—. También cerca. Volvieron a callar. Natividad pensaba que hablar de paso en la parada era lo normal: un par de frases y cada uno por su lado. Pero el hombre le parecía cansado, un poco perdido, aunque ponía empeño en estar erguido. —¿Va al ambulatorio? —preguntó, señalando la bolsa con el logo de la farmacia. —Sí, fui a por medicinas —levantó la bolsa—. Tengo la tensión revuelta. ¿Y usted? —Al súper, —contestó—. Cosillas. Y por andar un poco —añadió—, que si no, una se empolilla en casa. El “en casa” sonó demasiado vacío. Notó un pinchazo en el pecho. Apareció el bus a lo lejos. La gente se puso en marcha hacia el bordillo. Él se levantó, dudó un instante. —Por cierto, soy Esteban —dijo de golpe—. Esteban Pérez. —Natividad Jiménez, —dijo ella, levantándose—. Encantada. Subieron al bus y la gente los separó. Natividad se agarró a la barra y, en un momento, cruzó la mirada con Esteban a través de las cabezas. Él asintió y ella contestó igual. Unos días después volvieron a coincidir, ya en el parque. Natividad estaba en su banco cuando vio la silueta conocida de Esteban, ahora con bastón, que antes no llevaba. Por precaución, supuso. —¡Anda, vecina de la parada! —rió él acercándose—. ¿Está ocupado? —Qué va —le dijo ella, y se alegró de verle. Él se sentó, apoyó el bastón entre ambos. —Se está bien aquí —dijo mirando alrededor—. Árboles, niños… No como en casa, que las paredes caen encima. —¿Vive solo? —se atrevió ella. —Solo —asintió él—. Mi mujer murió hace siete años. Los hijos, en lo suyo. ¿Y usted? —También sola —contestó—. Mi marido falleció hace mucho. Mi hijo con su familia en otra ciudad. Llaman, claro, pero… Se encogió de hombros. Él lo comprendió. —Las llamadas están bien —admitió él—, pero por las noches es cuando el teléfono calla. Sus palabras le reconfortaron de manera inesperada. Hablaron del tiempo, de los precios, del cambio de médico en el centro de salud. Se despidieron, pero al día siguiente ambos pasearon a la misma hora. Así empezaron a verse con frecuencia: en la parada y en el parque, luego junto al supermercado, después frente al ambulatorio. Natividad se descubría ajustando sus rutinas para coincidir con Esteban y no se lo confesaba ni a sí misma: simplemente quitaba la olla antes o tardaba más en salir. Iban juntos al ambulatorio, comentando qué pruebas les habían puesto, quejándose de la cita online que Natividad no dominaba. —Eso es por la web —explicaba la enfermera—. Hay que pedir cita por internet. —¿Qué internet? —refunfuñaba Natividad saliendo al pasillo—. Si el móvil ya apenas va. Esteban escuchaba, divertido. —Yo le ayudo, si quiere —le ofreció él un día—. Tengo una tableta vieja, que me regalaron los hijos. Ahí están esas cosas. Nos apañamos entre los dos. Al principio ella puso pegas, luego aceptó. Se sentaban en el banco del ambulatorio, él buscaba el menú tocando la pantalla, a veces errado y renegando en voz baja. Natividad reía y su risa salía limpia, desarmada. —¿Ve? —decía él al lograrlo—. Se puede elegir médico y hora. Hay que acordarse sólo del pin. —Yo me lo apunto —respondía ella segura—. Para eso tengo mi libreta. Otro día era ella quien le guiaba con las facturas. Esteban traía el paquete de recibos del buzón, los desplegaba suspirando. —Antes era sencillo —explicaba—. Ibas a la ventanilla, pagabas y listo. Ahora los códigos estos, los terminales… Un lío. —Iremos por partes —le tranquilizaba ella—. Este es de la luz, este del agua. Lo importante es no liarse. Se sentaban en la mesa, tomando té. Ella sacaba mermelada, él, rosquillas. Veían a los niños jugar desde la ventana. Natividad pensaba que le gustaba ver a Esteban doblar con cuidado los papeles, pedirle consejo o discutir detalles. —No tiene por qué pagarme los recibos usted —se quejó él cuando ella se ofrecía a usar el terminal—. Ya me apaño. —Yo no pago, sólo ayudo —protestó ella—. Usted me da el dinero, no sea cabezota. Él, incómodo pero agradecido, acababa aceptando. Le incomodaba deber favores, aunque fueran pequeños. A veces discutían, no fuerte, pero sí melancólicos. Una vez, volviendo del supermercado, tocaron el tema de los hijos. —Mi hijo me dice —contaba Esteban—: “Papá, vende el piso y vente con nosotros. ¿Para qué solo?” Pero, ¿ir para estar en un rincón? Bastante tienen allí. —Mi hijo también me dice —suspiró Natividad—: “Mamá, vente a casa, te damos tu cuarto”. Tienen sitio. Pero… aquí tengo la tumba del marido, mis amigas. A veces lo pienso, tal vez debería… —No diga eso —replicó él con calor—. Allí sería invisible. Ellos llegan agotados del trabajo, los niños, las clases… Y usted apartada. Lo he visto mucho. —¿Y aquí a quién le importo? —preguntó ella, serena. Él calló, dolido, como si lo incluyera a él. Se enfadó consigo. —Perdone —gruñó—. Yo creía que ya éramos… Iba a decir “amigos” pero el término le parecía desmedido a su edad. —No lo decía por usted —aclaró ella suavemente—. Es por todo. Da miedo pensar que, si una se va, aquí todo acaba. Da miedo. Él asintió, y el resto del camino guardaron silencio. En el portal se despidieron secos. Por la noche, Esteban no pudo dormir, atormentado, sintiéndose culpable. Pasaron días sin verse. El tiempo empeoró y cayó nieve mojada. Natividad seguía paseando, sin verle. Trató de no preocuparse, se repetía que estarían sus cosas, que quizá se había resfriado; la inquietud seguía agazapada. Al cuarto día, al volver del súper, encontró en el buzón una nota: “A Natividad Jiménez. Estoy en el hospital. Esteban P.” Nada más. Las manos le temblaron. Subió, dejó la bolsa en la silla y se quedó mirando el papel. Las preguntas la desbordaban: ¿qué pasó, un infarto, un ictus? ¿Quién le ayudó? ¿Por qué no avisó nadie? Recordó que una vez mencionó el Hospital General y su planta de cardiología. Buscó el teléfono, llamó, preguntó. La hicieron esperar, le cambiaron de extensión. Al final, le dijeron número de habitación y que podía ir en visitas. No le gustaban los hospitales ni el olor a desinfectante. Pero al día siguiente, en cuanto abrieron, ya estaba en el pasillo, con una bolsa de manzanas y galletas. Dudaba sobre el azúcar: ¿y si no podía tomar dulce? En la habitación había tres camas. Junto a la ventana, otro hombre mayor; en la puerta, un joven con el brazo vendado. Esteban estaba en el medio, apoyado contra la almohada, leyendo el Marca. Vio a Natividad y su cara se iluminó de alivio. —Natividad Jiménez, —dijo dejando el periódico—. ¿Cómo me has encontrado? —Tirando del hilo —respondió dejando la bolsa en la mesa—. ¿Qué ha pasado? —El corazón, —suspiró—. Me dio una mala noche. Llamaron a la ambulancia, estaré aquí unos días. Le observó. Tenía peor color, más ojeras, pero la chispa seguía en los ojos. —¿Lo saben tus hijos? —preguntó. —Mi hija vino ayer —respondió—, me trajo caldo. Al hijo aún no le dije nada. Prefiero no alarmarle. Lo dijo con serenidad, pero se notaba la tensión. Luego añadió: —Mi hija preguntó por ti. ¿Quién era la mujer de la nota? Le dije que la vecina, que me ayuda. Natividad sintió un nudo: “me ayuda la vecina” sonaba muy lejano. Se sentó en la silla. —Bueno, es verdad, —dijo procurando sonar neutra—. Y ayudo. Él la miró, y se dio cuenta de lo torpe que había sido. Se sintió mal. —No era eso lo que quería decir, —se disculpó—. Mi hija es muy suya. Si digo que eres amiga, montará una escena: “¿Papá, a tu edad?”. Piensan que estamos locos. —No tenemos dieciséis —sonrió Natividad—, pero seguimos siendo personas. Él asintió. Se hizo el silencio. El de la ventana se giró fingiendo dormir. —Yo, tumbado aquí de noche —dijo bajando la voz—, no temía a la muerte, sino a que te lleven y nadie lo sepa. Ni puedes llamar. Los hijos lejos, a lo suyo. Y me acordé de ti. Me tranquilizó, pensar que alguien sabría dónde estoy. A Natividad se le hizo un nudo. Miró al vaso de plástico con una flor mustia en la ventana. —Yo también tengo miedo, —dijo—. Pero hago como si no. Delante del hijo, los vecinos. Luego, de noche, cuento cuántas pastillas me quedan. Hace gracia, ¿no? —No tanta —dijo él—. Yo también las cuento. Se miraron, sonriendo a la vez, entre alivio y cierta vergüenza agria. Entonces entró una mujer, mediana edad, con una bolsa. Se parecía a Esteban: mismos ojos, quijada. —Papá, —dijo, dejando el paquete—, aquí tienes el caldo. ¿Quién es? Miró a Natividad, con cortesía pero escrutadora. —Natividad Jiménez, —respondió Esteban—. Una buena amiga. Me ayuda con las cosas del barrio. —Encantada —dijo la mujer—. Gracias por ocuparse. Él es muy terco, siempre quiere hacerlo todo solo. —Buenas tardes —contestó Natividad—. Sólo damos un paseo de vez en cuando. La hija asintió, algo perpleja, y empezó a arreglarle la manta, poner las comidas, preguntar. Natividad se sintió de sobra y pronto se marchó. —Volveré, —dijo en la puerta. —Si no es molestia, —contestó él. —Nada de molestia, —dijo ella, y salió. Esa noche pensó mucho en lo oído. “Una buena amiga” sonaba modesto, pero quizá era lo justo. En su edad, las palabras grandes pesaban. Lo decisivo era que él pensara en ella cuando llegó la angustia. Esteban estuvo ingresado dos semanas. Natividad fue día sí, día no, con frutas, calcetines limpios y periódicos. A veces charlaban, a veces callaban, oyendo ruidos del pasillo. Rememoraban historias antiguas ya irrepetibles. La hija de Esteban terminó por aceptar su presencia. Un día, llevándola al ascensor, le dijo: —Gracias. Trabajo y no siempre puedo venir. Me alegra que papá tenga alguien con quien hablar. Pero no cargue usted sola: si pasa algo, avíseme. —No se preocupe. Cada cual con su vida. Pero si puedo ayudar, lo haré —replicó Natividad. Le dieron el alta a finales de abril. El doctor le recomendó pasear más, estresarse menos y controlar la medicación. Su hija lo llevó a casa y le ayudó a instalarse. Al día siguiente, con bastón, bajó al parque. Natividad ya le esperaba en el banco. Se incorporó al verle. —¿Cómo va todo? —preguntó mirándole a la cara. —Sigo vivo, —bromeó él—. Y no es poco. Se sentaron callados, escuchando la vida del barrio. Al rato, dijo él: —He pensado mucho. No quiero serte carga. Me alegra que hayas venido, pero también me da apuro. Y si dejaste lo tuyo por mí… —¿Qué cosas? —suspiró ella—. Supermercado, ambulatorio, novelas turcas. No exagere. —Insisto, —dijo él—. No quiero que te sientas obligada. Sé apañármelas solo. Ella le sostuvo la mirada. —¿Y yo, cree que quiero ser carga? —le preguntó—. Por eso me lo hago yo todo. Pero ¿sabes qué? Que uno puede quedarse en el piso temiendo molestar, o puede pactar: no prometer imposibles, sólo… estar, si se puede. Él meditó. —¿Cómo es eso? —Así: no me llames de noche sólo para hablar, no soy el 112. Pero si te da miedo ir al centro de salud, me llamas. Si necesitas repasar facturas, ven. Si te da pereza ir al súper, arréglatelas. Yo no soy recadera. Él rió. —Contundente. —Honesta —rectificó ella—. Vale igual para mí: si me encuentro mal, te llamo, pero no espero que dejes todo por mí. Tú tienes hijos, nietos, respétalo. Mi hijo se preocupa también, que lo sepas. Él asintió, liberado. No había que fingirse héroe ni mártir. —Trato hecho —dijo—. Ayudarnos sin jugar al enfermero. —Eso mismo —sonrió ella. Desde entonces la amistad fue estable. Seguían paseando, yendo a consulta juntos, o tomando té en uno u otro piso; pero sabían dónde poner el límite. Cuando a Natividad se le rompió el grifo, llamó a Esteban. —¿Puedes mirarlo? —le pidió—. Temo que me inunde la cocina. —Miro —dijo él—, pero si es serio, llamamos a un fontanero. Ya no me veo para meterme en líos. Fue, comprobó, buscó ayuda profesional y mientras esperaban hablaron del pasado. Natividad pensó que la vejez no es solo enfermedades: también saber delegar a tiempo. A veces iban juntos al mercado. Él regateaba por las patatas, ella elegía pollo. Protestaban por los precios, pero sabían que esa escapada llenaba el día. Los hijos lo entendieron según su criterio. El de Natividad preguntó un día: —Mamá, hablas mucho de un tal Esteban Pérez. ¿Quién es? —Un vecino —contestó—. Paseamos, me arregla la tableta, le ayudo con papeles. —Vale, pero ten cuidado con el dinero y los documentos —advirtió el hijo. Ella sonrió. —No soy una niña. Sé cuidarme. La hija de Esteban también se preocupaba: —Papá, no te pases con la vecina. Ella no es cuidadora. A saber, igual tiene otros planes. —Tenemos nuestro acuerdo —explicó él—. No nos explotamos. —¿Acuerdo? —se extrañó ella. —Acuerdo de mayores —bromeó él. Llegó el verano. El parque se cubrió de hojas, el banco casi se hizo suyo, entre madres jóvenes, adolescentes y jubilados. Natividad y Esteban sentían ese banco como refugio. Una tarde, cuando declinaba el sol y olía a polvo y hierba fresca, veían a los niños jugar al balón. Esteban dejó el bastón entre ambos. —¿Sabe lo que pienso? —dijo, sin dejar de mirar el juego—. Yo creía que la vejez era el final de todo: trabajo, amigos, incluso el amor. Solo quedaban las pastillas y la tele. Pero ahora veo que algo puede empezar de nuevo. No como antes, claro, pero empieza. —¿Habla de nosotros? —preguntó ella. —También —admitió él—. No sé ponerle nombre. ¿Amistad? ¿Compañerismo de turno médico? Pero contigo… no da tanto miedo. Ella miró las manos de ambos, surcadas de arrugas iguales. —A mí tampoco —dijo—. Antes pensaba: “¿Y si mañana no despierto, quién lo notará?” Ahora sé que alguien se preguntará por qué hoy no fui al parque. Él rió por lo bajo. —No solo me preguntaré —dijo—. ¡Montaré un escándalo en el bloque! —Eso está bien —respondió ella. Se quedaron un poco más, y luego se levantaron. Caminaron despacio, cada uno por su borde del sendero. En el cruce se detuvieron. —¿Mañana al centro de salud? —preguntó él. —Sí —asintió ella—. Toca análisis. ¿Me acompañas? —Hasta la puerta del laboratorio —bromeó él—. Lo demás, sola. No quiero drenarte más sangre con mis charlas. Ella sonrió. —Hecho. Se despidieron y cada cual tomó su portal. Natividad subió, entró en su casa en silencio, dejó la bolsa, fue a la cocina y puso agua en el hervidor. Mientras esperaba, se asomó a la ventana. Abajo, Esteban peleaba con la cerradura. Alzó la vista, como si sintiera ser observador, y la saludó con la mano. Ella contestó. El hervidor sonó. Preparó el té, cortó pan, se sentó. En la silla de enfrente estaba su chal de lana. Puso la mano sobre él y sintió que aquella quietud ya no era igual. No era silencio absoluto. Había, al otro lado de la plaza, alguien que mañana iría con ella al centro de salud, se sentaría a su lado y le preguntaría cómo se encontraba. La vejez no se había ido. Seguían los dolores, las pastillas, los precios. Pero había una pequeña certeza. No un milagro ni una salvación: sólo otro banco más en la vida, donde poder sentarse a descansar un rato, y seguir el camino. Cada uno al suyo, pero cerca.

Banco para dos

La escarcha ya había desaparecido, pero la tierra en el parque seguía oscura y húmeda, y en los senderos quedaban vetas de arena. Eulalia Casado avanzaba despacio, sujetando la bolsa de la compra, y miraba con atención donde pisaba. Hacía años que la costumbre la obligaba a memorizar cada bache, cada piedra minúscula. No era precavida por naturaleza: era que, tras la fractura de muñeca de hacía tres inviernos, el miedo a caerse se le instaló en el pecho y no la abandonaba.

Vivía sola en un piso de dos habitaciones a pie de calle, que antes bullía de voces, olores a guiso y portazos. Ahora el silencio lo ocupaba todo. El televisor murmuraba de fondo, pero ella era consciente de que muchas veces no escuchaba nada; sólo seguía con la mirada los titulares que cruzaban la pantalla. Su hijo la llamaba por videollamada los domingosapresurado, entre tareas, pero igualmente llamaba. Y su nieto asomaba en la cámara, la saludaba y le enseñaba cualquier muñeco. A Eulalia le alegraba verlos, pero, al colgar, sentía cómo la casa se llenaba otra vez de un aire detenido y denso.

Su vida era rutina. Por la mañana, estiramientos, las pastillas, un tazón de gachas. Luego, una caminata corta hasta el parque para desperezar la sangre, como siempre decía el médico de cabecera. A mediodía, la comida, las noticias, a veces un crucigrama. Por la tarde, un capítulo de novela y las agujas de tejer. Nada extraordinario, pero ella repetía a su vecina de escalera que ese orden era el secreto para mantenerse a flote.

Ese día soplaba un viento frío, pero seco. Eulalia alcanzó su banco junto al parque infantil y se sentó en la orilla con cuidado. Dejó la bolsa a su lado y se aseguró de que la cremallera estuviese cerrada. Dos niños chapoteaban en los charcos cerca, enfundados en sus abrigos de colores; sus madres charlaban entre risas, indiferentes al resto del mundo. Eulalia decidió que se quedaría un rato antes de regresar a casa.

Desde el lado opuesto del parque, camino de la parada de autobús, andaba despacio Agustín Torres. Él también contaba los pasos. Hasta el quioscosetenta y tres. Hasta el ambulatoriociento veinte. A esta paradanoventa y cinco. Era más fácil contar que pensar que al llegar a su piso no lo esperaba nadie.

Antes trabajaba de ajustador en una fábrica, viajaba a congresos, discutía con capataces, reía y fumaba con los compañeros en la rampa. Ahora la fábrica llevaba años cerrada y cada vez veía a menos compañeros; unos se habían ido con sus hijos, otros ya estaban en el cementerio. Su hijo vivía en Barcelona y sólo venía tres días al año, siempre apurado. Su hija residía en el barrio vecino, pero con sus dos críos y la hipoteca, tenía la cabeza en otro sitio. Yo no me enfado, se repetía. Pero algunas noches, tumbado, con la luz azul del pasillo y el radiador sonando bajo la ventana, prestaba oído por si el cerrojo crujía.

Ese día salió por pan y para pasarse por farmacia, a ver si encontraba sus pastillas para la tensión. El médico le había advertido que era mejor no tentar a la suerte. En el bolsillo llevaba la lista de la compra, escrita con letra de imprenta. Las manos le temblaban cuando sacó el papel para revisar lo que faltaba.

Llegó a la parada y el autobús justo se había ido. Quedaban ya solo Eulalia y su banco. Ella miraba el parque, no la acera. Por un instante, Agustín dudó: no le agradaba quedarse parado, le dolía la espalda, pero tampoco quería sentarse junto a una desconocida, por si acaso resultaba incómodo. Sin embargo, el viento apretaba y cedió.

¿Le molesta si me siento? preguntó, inclinándose hacia adelante.

Ella se giró. Tenía unos ojos claros, con pliegues finos en las esquinas.

Por supuesto, siéntese contestó, apartando la bolsa un pelín.

Agustín se sentó con cautela, apoyándose en el banco. Silencio. Un coche pasó, dejando tras de sí olor a diésel.

Los autobuses van como les da, ¿eh? aventuró él, por romper el hielo. En cuanto te distraes, se han ido.

Exacto asintió Eulalia. Ayer media hora esperando. Menos mal que no llovía.

La observó mejor. No le sonaba de nada el rostro, pero el barrio había crecido y traía siempre gente nueva, edificios recién entregados.

¿Vive por aquí cerca? preguntó con tacto.

Allí, cruzando la avenida señaló un bloque de pisos de cinco plantas. Primer portal, junto al ultramarinos. ¿Y usted?

Detrás del parque, en la torre. No está lejos.

De nuevo silencio. Eulalia pensó que una charla de parada era lo habitual: un par de frases y cada uno sigue su camino. Pero el hombre le parecía cansado y un poco perdido, pese a que intentaba erguirse.

¿Viene de la farmacia? dijo, mirando la bolsa con logo rojiblanco.

Sí, a por los medicamentos levantó la bolsa. Esta tensión que no da tregua. ¿Y usted?

Al mercado, y porque tocaba moverse un poco, si no acabas anclada en casa.

Le costó sacar la última palabra. Casa sonó demasiado vacío de pronto.

El autobús asomó por la esquina. Los que esperaban se agruparon en la acera. Agustín se levantó, dudando.

Por cierto, Agustín dijo, venciendo cierta timidez. Torres.

Eulalia Casado respondió, imitando el gesto. Encantada.

Entraron al autobús, pero la marea de gente los empujó a extremos opuestos. Eulalia se agarró a la barra, notando cómo el vehículo brincaba. En un momento, localizó la mirada de Agustín entre las cabezas; él asintió y ella le devolvió el gesto.

A los pocos días, volvieron a coincidir en el parque. Eulalia, en su banco, vio a Agustín acercándose con bastón. Antes no usaba bastón; prefería prevenir, dedujo.

Vaya, vecina de parada bromeó al acercarse. ¿Le hago compañía?

Por supuesto y una chispa de alegría se encendió en ella.

Él se acomodó, el bastón entre ambos.

Aquí se está bien dijo mirando alrededor. Árboles, niños jugando en casa las paredes se cierran.

¿Vive solo? preguntó ella con delicadeza.

Solo asintió. Mi mujer falleció hace siete años. Los hijos por sus lados. ¿Y usted?

También respondió. Mi marido murió hace mucho. Mi hijo con su familia en Alicante, llaman pero

Encogió los hombros. Él entendió.

Las llamadas están bien dijo. Pero por la noche el teléfono calla.

Esas palabras la abrigaron de manera inesperada. Siguieron hablando del calor, del precio del pan, de que otra vez cambiaron al médico de cabecera. Se fueron, pero al día siguiente, por algún motivo, ambos eligieron coincidir de nuevo.

Así empezaron sus encuentros. Primero en el banco, luego en la parada, después frente al ambulatorio o la tienda. Eulalia descubrió que modificaba sus horarios para coincidir con él: ponía las gachas más rápido o, si hacía falta, se demoraba un rato.

De camino al ambulatorio comentaban los análisis, se aliaban contra la cita online que ella no lograba comprender.

Tiene que hacerlo por la web, señora le explicó una recepcionista joven. Desde internet.

¿Internet? A mí con mi móvil de teclas ya me sobra refunfuñaba Eulalia saliendo al pasillo.

Agustín reía y murmuraba.

Si quiere, le ayudo le ofreció un día. Mis hijos me dieron un cacharro de esos. En casa lo miramos juntos.

Al principio rehusó, pero terminó aceptando. Se sentaban fuera del ambulatorio y él, entrecerrando los ojos, buscaba la página. A veces se confundía y farfullaba. Eulalia se reía, su risa fluía sincera, contagiosa.

Mire, aquí: selecciona médico y la hora. Sólo hay que recordar la contraseña.

Eso la apunto. Tengo libreta replicó con seguridad.

Otra tarde, ella le ayudó con el pago de recibos. Agustín traía una montaña de facturas, las extendía en la mesa y suspiraba.

Antes era más simple: ibas a la caja, pagabas. Ahora que si códigos, que si barras. Es para volverse loco.

Veamos: esta es de la luz, esta del agua Lo importante, no mezclar decía Eulalia mientras organizaban.

Se sentaban en la cocina, sumando y restando. Ella sacaba mermelada de moras y él, rosquillas. Miraban por la ventana a los nietos del barrio dando vueltas en bici. Eulalia se sorprendía del placer de verle ordenar los papeles y pedir su consejo, de escucharle discutir de vez en cuando.

No hace falta que lo hagas por mí protestó él cuando sugirió ir al cajero, que él nunca se aclaraba. Espérate, que tampoco soy un crío.

No pago por usted, hombre replicó. Usted me lo da y yo, si puedo ayudar, ayudo. No se ponga digno.

Él se ruborizaba, pero lo aceptaba. Algo extraño se le movía por dentro: mezcla incómoda de gratitud y vergüenza. Odiaba sentir que debía favores.

Ocasionalmente discutían. A media voz, pero con cierto resquemor. Un día, al salir del súper, comentaron sobre los hijos.

Mi hijo me dice: Papá, vende el piso y vente con nosotros. ¿Para qué sigues solo ahí?. Pero van apretados. ¿Y yo que hago, plantarme en el sofá? Es que aquí está mi vida.

El mío también insiste, Mamá, ven, tienes tu cuarto. Casa grande. Yo lo pienso Pero aquí está la tumba de mi Paco, las amigas…

Allí sería usted invisible. Todos cansados, chiquillos, cole Allí uno sobra. Lo he visto mil veces.

¿Y aquí? preguntó Eulalia con una serenidad que inquietaba. Aquí también…

Él calló, se sintió herido. Como si ella se lo dijera a él mismo. La rabia le iba subiendo.

Bueno, lo siento masculló secamente. Pensé que éramos

Se le atragantó la palabra amigos. A esas edades parecía enorme.

No hablaba de usted dijo ella, suave, adivinando su malestar. Hablaba en general. A veces pienso que, si me fuera, todo esto acabaría. Da miedo.

Él asintió. El resto del camino no cruzaron palabra. Se despidieron al portal; él, seco, echado para adentro. Por la noche, tumbado, no podía dejar de pensar en la torpeza de aquel final.

Pasaron días sin verse. El tiempo se torció y cayó una lluvia fría. Aun así, Eulalia mantenía su rutina matinal. No quería aceptar que le preocupaba no encontrarse a Agustín, pero la inquietud se le iba anclando en el pecho.

Al cuarto día, regresando a casa, encontró una nota en su buzón. Era un papel garabateado: Para Eulalia Casado. Estoy en el hospital. Agustín T. Ni número, ni sala, ni nada más.

Le temblaron las manos. Dejó la bolsa en la entrada, se sentó de golpe a mirar el papel. Mil preguntas: ¿Un infarto? ¿Quién le ayudó? ¿Por qué nadie avisó?

Recordó que, alguna vez, Agustín mencionó la cardiología del hospital de distrito. Buscó el teléfono en una libretita, marcó. Tras minutos de desvíos y esperas, una voz cansada le dio el número de la habitación y le autorizó la visita.

Eulalia odiaba los hospitales, el olor a suero y lejía le revolvía el estómago. Pero al día siguiente, a la hora exacta, estaba en la puerta. Había comprado manzanas y galletas, aunque dudaba si debía llevar dulces.

Había tres camas por habitación. Junto a la ventana, un hombre anciano; junto a la puerta, un chaval con brazo vendado. Agustín estaba en la del medio, recostado con el Marca abierto. Cuando la vio, por un momento pareció perdido, después sonrió, aliviado.

Eulalia dijo, bajando el periódico. ¿Cómo me ha encontrado?

Atando cabos respondió, dejando la bolsa en la mesilla. ¿Cómo está?

El corazón suspiró él. Me dio un susto de noche. Estoy aquí unos días.

Ella lo examinó: la tez más pálida, ojeras marcadas, pero en la mirada seguía el brillo cálido de siempre.

¿Y los hijos? preguntó.

Mi hija vino, me trajo un táper. Al chico no quiero preocuparlo.

Lo decía en un tono contenido. Añadió:

Mi hija preguntó por usted. Quién era la señora que dejó nota. Yo le dije que era una vecina que me echa una mano.

Un pinchazo incómodo recorrió a Eulalia. Vecina que ayudaqué seco, pensó. Se sentó junto a la cama.

Pues eso soy dijo, esforzándose por sonar neutra. Ayudo en lo que puedo.

Él la miró, arrepentido de su torpeza.

No quise decirlo así se apresuró. Mi hija se puso a investigar. Si le digo que es una amiga, empieza: Papá, a tu edad. Piensan que ya estamos locos, por aquí solos.

No somos veinteañeros, pero seguimos siendo personas replicó con sorna ella.

Él asintió. El otro paciente giró la cabeza, fingiendo dormir.

¿Sabe de qué tengo miedo? susurró Agustín. No a la muerte. Sino a que me pase algo y nadie lo sepa. Estar tirado sin que nadie avise. Los hijos lejos Y entonces me vino usted a la cabeza. Y sentí paz.

A Eulalia se le anudó el llanto en la garganta. Miró hacia la ventana, un vaso con una flor mustia en el alféizar.

A mí también me asusta. Pero hago como que no. Cuando llega la noche, cuento las pastillas y me da la risa sola.

No es risa dijo él. Yo hago igual.

Se miraron. Sonrieron.

En ese momento entró una mujer de mediana edadojos como Agustín, la barbilla de familia.

Papá, dijo dejando el táper. Te he traído sopa. ¿Y esta señora?

Miró a Eulalia con curiosidad, sin hostilidad.

Eulalia Casado dijo Agustín con calma. Una buena amiga. Me ayuda con las cuentas y la web.

Encantada saludó la hija. Gracias por cuidarlo. Es muy tozudo y no acepta ayuda de nadie.

Un placer respondió Eulalia. Sólo paseamos de vez en cuando.

La hija asintió, aunque no acabó de entender. Se quedó sacando cosas del bolso. Eulalia se sintió de más y se despidió.

Volveré dijo en la puerta.

Claro. Si no es molestia.

Ninguna y salió.

En casa, recapituló lo oído. Buena amiga sonaba sencillo, pero quizá era lo adecuado. En su edad, no hacían falta palabras grandes. Lo importante era que él pensó en ella al asustarse.

Agustín permaneció en el hospital por dos semanas. Eulalia lo visitaba en días alternos, traía fruta, periódicos, calcetines. A veces charlaban, a veces compartían el silencio, escuchando los carros de los celadores. Recordaban la juventud, historias del taller, de la escuela, del pueblotodo eso ya lejano.

La hija de Agustín se fue acostumbrando a ella. Un día la acompañó al ascensor y murmuró:

Gracias. Trabajo y no puedo venir siempre. Pero sé que mi padre agradece tener alguien con quien hablar. Eso sí, si pasa algo importante, avíseme.

No soy de acaparar nada contestó Eulalia. Cada uno a lo suyo. Ayudo si puedo, y nada más.

Dieron el alta a Agustín a finales de abril. El médico fue tajante: más paseo, menos preocupación, y las pastillas. La hija lo llevó hasta casa, ayudó con la compra. Al día siguiente, Agustín, bastón en ristre, salió hacia el parque.

Eulalia ya estaba en el banco. Se levantó al verle.

¿Cómo está?

Vivo sonrió, que ya es mucho.

Se sentaron juntos, escuchando el ruido del barrio. Entonces él dijo:

He pensado mucho en el hospital. No quiero serle una carga. Me gusta verla pero no quiero que lo haga por deber.

¿Qué deber tengo yo? suspiró ella. Salir, ir al súper, ver novelas. No exagere.

Aun así… no quiero que sienta que me tiene que cuidar. No soy un niño.

Ella lo miró fijo.

¿Cree que yo quiero ser carga? Todos lo tememos. Por eso nos valemos solos. Pero le diré algo: podemos quedarnos metidos en casa, solos, por miedo a molestar. O podemos pactar. No prometer imposibles, sólo estar cerca lo que se pueda.

Él reflexionó.

¿Cómo sería eso?

Por ejemplo: no me llame por tonterías en mitad de la noche. Yo no soy urgencias. Pero si necesita ir al ambulatorio y le da apuro ir solo, avíseme. Para papeleo, cuente conmigo. Si le da pereza comprar, vaya usted mismo; no soy repartidora.

Él rió.

Durito.

Sincero corrigió ella. De usted también espero lo mismo. Si me encuentro mal, puedo llamarle. Pero no le exigiré nada imposible. Tiene su familia. Yo, la mía.

Él asintió, aliviado.

Entonces, quedamos así: nos ayudamos, sin convertirnos en enfermeros del otro.

Eso es sonrió ella.

Desde entonces, su amistad fue tranquila y constante. Seguían viéndose en el parque, yendo juntos al médico, merendando. Ambos sabían ya dónde estaba la línea.

Cuando a Eulalia se le rompió el grifo, llamó por teléfono.

¿Podría mirarlo? Me da miedo que se inunde todo.

Lo miro, pero si es serio llamamos al fontanero. Ya no estoy para gatear bajo el fregadero.

Fue, comprobó y llamaron juntos al técnico. Mientras esperaban, tomaban café. Él contaba cómo antes desmontaba cualquier aparato y ahora las manos le temblaban. Eulalia pensaba que envejecer no era solo enfermar, sino también admitir el momento de pedir ayuda.

Iban juntos al mercado a veces. El bullicio, las voces de los tenderos, las discusiones por el precio de la patata o el pollo. Volvían cargados, refunfuñando por lo caro que estaba todo, sabiendo que sin ese paseo el día sería mucho más vacío.

Los hijos manifestaban su recelo de distintas formas. El de Eulalia preguntó un día:

Mamá, últimamente nombras mucho a un tal Agustín. ¿Quién es?

Un vecino. Damos paseos, me ayuda con el móvil, yo con las facturas.

Bueno, cuida con los dineros y los papeles le advirtió.

Ella se echó a reír.

Yo ya no tengo edad para líos. Sé muy bien lo que hago.

La hija de Agustín también lo azuzaba de vez en cuando.

Papá, tampoco abuses de la confianza con la vecina. Recuerda que ella tiene vida propia.

Tenemos un acuerdo le respondía. No nos utilizamos para nada.

¿Qué acuerdo?

Uno de los nuestros, de viejos.

El verano se coló sin hacer ruido. Los árboles del parque ya estaban colmados de hojas, los bancos se llenaban. Madres jóvenes, adolescentes con cascos, jubilados como ellos. Pero Eulalia y Agustín habían hecho suyo un banco fijo, como si así pusieran orden al caos.

Una tarde, sentados mientras los niños jugaban al balón y el aroma a césped subía del suelo, Agustín dejó el bastón recostado.

¿Sabe una cosa? antes pensaba que la vejez era el final: se acababa el trabajo, los amigos, el amor. Solo quedaban pastillas y televisión. Ahora veo que algunas cosas sí pueden empezar, a nuestra manera.

¿Se refiere a nosotros? preguntó Eulalia, con media sonrisa.

También asintió él. No sé cómo llamarlo. Compañerismo, una especie de alianza en la rutina A su lado no se siente tanto el miedo.

Eulalia miró sus manos, las venas marcadas, la piel surcada. Miró las suyas propias. No eran tan diferentes.

A mí me pasa igual admitió. Cada noche, antes de dormir, pensaba si mañana no despierto, ¿quién lo notará? Ahora sé que, como mínimo, una persona lo haría.

Él río bajito.

No solo lo notaría dijo. Revolvería el edificio.

Eso está bien.

Se quedaron un rato más, luego se levantaron. Caminaban en paralelo, cada cual por su lado del camino, hasta cruzarse.

¿Mañana al ambulatorio? preguntó él.

Sí, me toca análisis. ¿Me acompaña?

Claro. Pero solo hasta la puerta. Si no, le doy la lata y me echan.

Ella sonrió.

Hecho.

Se separaron. Eulalia subió las escaleras, abrió su casa silenciosa, dejó la compra, encendió la tetera. Mientras bullía el agua, se asomó a la ventana.

Abajo, Agustín peleaba con la cerradura del portal. De pronto alzó la cabeza, sintió su mirada y la saludó con la mano. Ella también correspondió.

La tetera silbó. Preparó el té, rebanó pan. Puso a su lado la toquilla y la acarició de paso. Sintió que en aquel silencio había algo distinto: no era una soledad sorda, sino un silencio habitado. Al otro lado del patio, entre paredes y vidas, había alguien que mañana esperaría con ella en el ambulatorio, charlaría en el banco, y preguntaría cómo estaba de verdad.

La vejez seguiría allí: dolían los huesos, había que acordarse de las pastillas, los precios subían… Pero ahora había un apoyo pequeño y firme. No un milagro, ni un rescate. Simplemente, un banco compartido, donde parapetarse juntos, respirar hondo y volver a ponerse en pie, cada cual con su paso, pero codo a codo.

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MagistrUm
Banco para Dos La nieve ya se había derretido, pero la tierra del parque seguía oscura y húmeda, y en los senderos quedaban finas líneas de arena. Natividad Jiménez caminaba despacio, sujetando la bolsa de la compra, y miraba al suelo. Hacía tiempo que se había acostumbrado a advertir cada bache, cada piedrecilla bajo sus pies. No por miedo excesivo, sino porque tras una fractura de brazo, tres años atrás, el temor a caer se había instalado en su pecho y no terminaba de irse. Vivía sola en un piso bajo de dos habitaciones, donde antaño resonaban voces, olores de comida y portazos. Ahora todo era silencio. El televisor sonaba de fondo, pero a menudo se descubría mirando la pantalla sin atender realmente, solo siguiendo el rótulo que pasaba en la parte baja. Su hijo la llamaba por videollamada los domingos —con prisa, entre una cosa y otra—, pero llamaba al fin y al cabo. Su nieto asomaba en la pantalla, le saludaba con la mano, le enseñaba algún juguete. Ella se alegraba, pero al terminar la llamada, el aire de la casa volvía a estar detenido, infinito. Tenía su rutina. Mañana: gimnasia, pastillas, gachas. Después, breve paseo hasta el parque y de vuelta, “para mover la sangre”, como le recomendaba la doctora del centro de salud. Luego, labores, las noticias, quizá un crucigrama. Por la tarde, una serie y algo de ganchillo. Nada extraordinario, pero le mantenía en pie, como solía contarle a su vecina en el rellano. Hoy hacía viento seco, pero frío. Natividad llegó a su banco junto a la zona infantil y se sentó con cuidado en el borde. Dejó la bolsa a su lado y comprobó el cierre. No lejos, dos pequeños en buzos de colores jugaban, mientras sus madres charlaban distraídas sin mirar alrededor. Ella pensó que se sentaría un rato y luego, a casa. En el otro extremo del parque, camino de la parada, avanzaba paso a paso Esteban Pérez. Él también contaba los pasos. Hasta el quiosco, setenta y tres. Hasta el ambulatorio, ciento veinte. Hasta la parada del bus, noventa y cinco. Contar era mejor que pensar en que no le esperaba nadie en casa. Había sido ajustador en una fábrica, viajaba por trabajo, discutía con encargados, reía y fumaba con los compañeros en las pausas. La fábrica cerró hace años, y cada vez veía menos a los viejos amigos: unos se habían ido con hijos, otros estaban ya bajo tierra. Su hijo vivía en otra ciudad, venía una vez al año, tres días, y sin parar. Su hija estaba en otro barrio, ocupada con sus niños y la hipoteca. No se sentía ofendido —eso se decía a sí mismo— pero, a veces, las noches de radiadores y ventanas oscuras, se sorprendía escuchando, por si chirriaba la puerta. Esa mañana había salido por pan, y de paso, a por pastillas para la tensión. Mejor prevenir, le había dicho el médico. Llevaba la lista, escrita en letras grandes, en el bolsillo. Le temblaban un poco los dedos al sacarla para revisar que no olvidaba nada. Al llegar a la parada vio cómo el bus acababa de irse. La gente se dispersaba y en el banco quedó sentada una mujer, abrigo gris claro y gorro azul de lana. Miraba hacia el parque, no hacia la calle. Dudó. No le gustaba quedarse de pie, le dolía la cadera. El banco estaba a medias libre, pero le daba cosa sentarse junto a una desconocida —vete tú a saber qué pensará la gente—. Pero el viento calaba y al final se decidió. —¿Le importa si me siento? —preguntó, inclinándose un poco. La mujer giró la cabeza. Tenía ojos claros, arrugados suavemente en las comisuras. —Claro, siéntese, —respondió ella, apartando la bolsa. Se sentó, apoyando bien las manos en el banco. Guardaron silencio. Un coche pasó, dejando olor a gasolina. —Los autobuses hoy van cuando quieren, —comentó él al fin, rompiendo el silencio—. Te despistas un momento y ya no están. —Pues sí —asintió ella—. Ayer estuve media hora esperando, menos mal que no llovía. Él la miró con más atención. No le sonaba su cara, pero el barrio tenía mucha gente nueva; habían levantado más edificios. —¿Vive cerca de aquí? —preguntó con cautela. —Allí, cruzando la avenida, —contestó ella señalando los bloques de cinco plantas—. El primer portal, junto al supermercado. ¿Y usted? —Detrás del parque, en el bloque grande de nueve pisos, —dijo él—. También cerca. Volvieron a callar. Natividad pensaba que hablar de paso en la parada era lo normal: un par de frases y cada uno por su lado. Pero el hombre le parecía cansado, un poco perdido, aunque ponía empeño en estar erguido. —¿Va al ambulatorio? —preguntó, señalando la bolsa con el logo de la farmacia. —Sí, fui a por medicinas —levantó la bolsa—. Tengo la tensión revuelta. ¿Y usted? —Al súper, —contestó—. Cosillas. Y por andar un poco —añadió—, que si no, una se empolilla en casa. El “en casa” sonó demasiado vacío. Notó un pinchazo en el pecho. Apareció el bus a lo lejos. La gente se puso en marcha hacia el bordillo. Él se levantó, dudó un instante. —Por cierto, soy Esteban —dijo de golpe—. Esteban Pérez. —Natividad Jiménez, —dijo ella, levantándose—. Encantada. Subieron al bus y la gente los separó. Natividad se agarró a la barra y, en un momento, cruzó la mirada con Esteban a través de las cabezas. Él asintió y ella contestó igual. Unos días después volvieron a coincidir, ya en el parque. Natividad estaba en su banco cuando vio la silueta conocida de Esteban, ahora con bastón, que antes no llevaba. Por precaución, supuso. —¡Anda, vecina de la parada! —rió él acercándose—. ¿Está ocupado? —Qué va —le dijo ella, y se alegró de verle. Él se sentó, apoyó el bastón entre ambos. —Se está bien aquí —dijo mirando alrededor—. Árboles, niños… No como en casa, que las paredes caen encima. —¿Vive solo? —se atrevió ella. —Solo —asintió él—. Mi mujer murió hace siete años. Los hijos, en lo suyo. ¿Y usted? —También sola —contestó—. Mi marido falleció hace mucho. Mi hijo con su familia en otra ciudad. Llaman, claro, pero… Se encogió de hombros. Él lo comprendió. —Las llamadas están bien —admitió él—, pero por las noches es cuando el teléfono calla. Sus palabras le reconfortaron de manera inesperada. Hablaron del tiempo, de los precios, del cambio de médico en el centro de salud. Se despidieron, pero al día siguiente ambos pasearon a la misma hora. Así empezaron a verse con frecuencia: en la parada y en el parque, luego junto al supermercado, después frente al ambulatorio. Natividad se descubría ajustando sus rutinas para coincidir con Esteban y no se lo confesaba ni a sí misma: simplemente quitaba la olla antes o tardaba más en salir. Iban juntos al ambulatorio, comentando qué pruebas les habían puesto, quejándose de la cita online que Natividad no dominaba. —Eso es por la web —explicaba la enfermera—. Hay que pedir cita por internet. —¿Qué internet? —refunfuñaba Natividad saliendo al pasillo—. Si el móvil ya apenas va. Esteban escuchaba, divertido. —Yo le ayudo, si quiere —le ofreció él un día—. Tengo una tableta vieja, que me regalaron los hijos. Ahí están esas cosas. Nos apañamos entre los dos. Al principio ella puso pegas, luego aceptó. Se sentaban en el banco del ambulatorio, él buscaba el menú tocando la pantalla, a veces errado y renegando en voz baja. Natividad reía y su risa salía limpia, desarmada. —¿Ve? —decía él al lograrlo—. Se puede elegir médico y hora. Hay que acordarse sólo del pin. —Yo me lo apunto —respondía ella segura—. Para eso tengo mi libreta. Otro día era ella quien le guiaba con las facturas. Esteban traía el paquete de recibos del buzón, los desplegaba suspirando. —Antes era sencillo —explicaba—. Ibas a la ventanilla, pagabas y listo. Ahora los códigos estos, los terminales… Un lío. —Iremos por partes —le tranquilizaba ella—. Este es de la luz, este del agua. Lo importante es no liarse. Se sentaban en la mesa, tomando té. Ella sacaba mermelada, él, rosquillas. Veían a los niños jugar desde la ventana. Natividad pensaba que le gustaba ver a Esteban doblar con cuidado los papeles, pedirle consejo o discutir detalles. —No tiene por qué pagarme los recibos usted —se quejó él cuando ella se ofrecía a usar el terminal—. Ya me apaño. —Yo no pago, sólo ayudo —protestó ella—. Usted me da el dinero, no sea cabezota. Él, incómodo pero agradecido, acababa aceptando. Le incomodaba deber favores, aunque fueran pequeños. A veces discutían, no fuerte, pero sí melancólicos. Una vez, volviendo del supermercado, tocaron el tema de los hijos. —Mi hijo me dice —contaba Esteban—: “Papá, vende el piso y vente con nosotros. ¿Para qué solo?” Pero, ¿ir para estar en un rincón? Bastante tienen allí. —Mi hijo también me dice —suspiró Natividad—: “Mamá, vente a casa, te damos tu cuarto”. Tienen sitio. Pero… aquí tengo la tumba del marido, mis amigas. A veces lo pienso, tal vez debería… —No diga eso —replicó él con calor—. Allí sería invisible. Ellos llegan agotados del trabajo, los niños, las clases… Y usted apartada. Lo he visto mucho. —¿Y aquí a quién le importo? —preguntó ella, serena. Él calló, dolido, como si lo incluyera a él. Se enfadó consigo. —Perdone —gruñó—. Yo creía que ya éramos… Iba a decir “amigos” pero el término le parecía desmedido a su edad. —No lo decía por usted —aclaró ella suavemente—. Es por todo. Da miedo pensar que, si una se va, aquí todo acaba. Da miedo. Él asintió, y el resto del camino guardaron silencio. En el portal se despidieron secos. Por la noche, Esteban no pudo dormir, atormentado, sintiéndose culpable. Pasaron días sin verse. El tiempo empeoró y cayó nieve mojada. Natividad seguía paseando, sin verle. Trató de no preocuparse, se repetía que estarían sus cosas, que quizá se había resfriado; la inquietud seguía agazapada. Al cuarto día, al volver del súper, encontró en el buzón una nota: “A Natividad Jiménez. Estoy en el hospital. Esteban P.” Nada más. Las manos le temblaron. Subió, dejó la bolsa en la silla y se quedó mirando el papel. Las preguntas la desbordaban: ¿qué pasó, un infarto, un ictus? ¿Quién le ayudó? ¿Por qué no avisó nadie? Recordó que una vez mencionó el Hospital General y su planta de cardiología. Buscó el teléfono, llamó, preguntó. La hicieron esperar, le cambiaron de extensión. Al final, le dijeron número de habitación y que podía ir en visitas. No le gustaban los hospitales ni el olor a desinfectante. Pero al día siguiente, en cuanto abrieron, ya estaba en el pasillo, con una bolsa de manzanas y galletas. Dudaba sobre el azúcar: ¿y si no podía tomar dulce? En la habitación había tres camas. Junto a la ventana, otro hombre mayor; en la puerta, un joven con el brazo vendado. Esteban estaba en el medio, apoyado contra la almohada, leyendo el Marca. Vio a Natividad y su cara se iluminó de alivio. —Natividad Jiménez, —dijo dejando el periódico—. ¿Cómo me has encontrado? —Tirando del hilo —respondió dejando la bolsa en la mesa—. ¿Qué ha pasado? —El corazón, —suspiró—. Me dio una mala noche. Llamaron a la ambulancia, estaré aquí unos días. Le observó. Tenía peor color, más ojeras, pero la chispa seguía en los ojos. —¿Lo saben tus hijos? —preguntó. —Mi hija vino ayer —respondió—, me trajo caldo. Al hijo aún no le dije nada. Prefiero no alarmarle. Lo dijo con serenidad, pero se notaba la tensión. Luego añadió: —Mi hija preguntó por ti. ¿Quién era la mujer de la nota? Le dije que la vecina, que me ayuda. Natividad sintió un nudo: “me ayuda la vecina” sonaba muy lejano. Se sentó en la silla. —Bueno, es verdad, —dijo procurando sonar neutra—. Y ayudo. Él la miró, y se dio cuenta de lo torpe que había sido. Se sintió mal. —No era eso lo que quería decir, —se disculpó—. Mi hija es muy suya. Si digo que eres amiga, montará una escena: “¿Papá, a tu edad?”. Piensan que estamos locos. —No tenemos dieciséis —sonrió Natividad—, pero seguimos siendo personas. Él asintió. Se hizo el silencio. El de la ventana se giró fingiendo dormir. —Yo, tumbado aquí de noche —dijo bajando la voz—, no temía a la muerte, sino a que te lleven y nadie lo sepa. Ni puedes llamar. Los hijos lejos, a lo suyo. Y me acordé de ti. Me tranquilizó, pensar que alguien sabría dónde estoy. A Natividad se le hizo un nudo. Miró al vaso de plástico con una flor mustia en la ventana. —Yo también tengo miedo, —dijo—. Pero hago como si no. Delante del hijo, los vecinos. Luego, de noche, cuento cuántas pastillas me quedan. Hace gracia, ¿no? —No tanta —dijo él—. Yo también las cuento. Se miraron, sonriendo a la vez, entre alivio y cierta vergüenza agria. Entonces entró una mujer, mediana edad, con una bolsa. Se parecía a Esteban: mismos ojos, quijada. —Papá, —dijo, dejando el paquete—, aquí tienes el caldo. ¿Quién es? Miró a Natividad, con cortesía pero escrutadora. —Natividad Jiménez, —respondió Esteban—. Una buena amiga. Me ayuda con las cosas del barrio. —Encantada —dijo la mujer—. Gracias por ocuparse. Él es muy terco, siempre quiere hacerlo todo solo. —Buenas tardes —contestó Natividad—. Sólo damos un paseo de vez en cuando. La hija asintió, algo perpleja, y empezó a arreglarle la manta, poner las comidas, preguntar. Natividad se sintió de sobra y pronto se marchó. —Volveré, —dijo en la puerta. —Si no es molestia, —contestó él. —Nada de molestia, —dijo ella, y salió. Esa noche pensó mucho en lo oído. “Una buena amiga” sonaba modesto, pero quizá era lo justo. En su edad, las palabras grandes pesaban. Lo decisivo era que él pensara en ella cuando llegó la angustia. Esteban estuvo ingresado dos semanas. Natividad fue día sí, día no, con frutas, calcetines limpios y periódicos. A veces charlaban, a veces callaban, oyendo ruidos del pasillo. Rememoraban historias antiguas ya irrepetibles. La hija de Esteban terminó por aceptar su presencia. Un día, llevándola al ascensor, le dijo: —Gracias. Trabajo y no siempre puedo venir. Me alegra que papá tenga alguien con quien hablar. Pero no cargue usted sola: si pasa algo, avíseme. —No se preocupe. Cada cual con su vida. Pero si puedo ayudar, lo haré —replicó Natividad. Le dieron el alta a finales de abril. El doctor le recomendó pasear más, estresarse menos y controlar la medicación. Su hija lo llevó a casa y le ayudó a instalarse. Al día siguiente, con bastón, bajó al parque. Natividad ya le esperaba en el banco. Se incorporó al verle. —¿Cómo va todo? —preguntó mirándole a la cara. —Sigo vivo, —bromeó él—. Y no es poco. Se sentaron callados, escuchando la vida del barrio. Al rato, dijo él: —He pensado mucho. No quiero serte carga. Me alegra que hayas venido, pero también me da apuro. Y si dejaste lo tuyo por mí… —¿Qué cosas? —suspiró ella—. Supermercado, ambulatorio, novelas turcas. No exagere. —Insisto, —dijo él—. No quiero que te sientas obligada. Sé apañármelas solo. Ella le sostuvo la mirada. —¿Y yo, cree que quiero ser carga? —le preguntó—. Por eso me lo hago yo todo. Pero ¿sabes qué? Que uno puede quedarse en el piso temiendo molestar, o puede pactar: no prometer imposibles, sólo… estar, si se puede. Él meditó. —¿Cómo es eso? —Así: no me llames de noche sólo para hablar, no soy el 112. Pero si te da miedo ir al centro de salud, me llamas. Si necesitas repasar facturas, ven. Si te da pereza ir al súper, arréglatelas. Yo no soy recadera. Él rió. —Contundente. —Honesta —rectificó ella—. Vale igual para mí: si me encuentro mal, te llamo, pero no espero que dejes todo por mí. Tú tienes hijos, nietos, respétalo. Mi hijo se preocupa también, que lo sepas. Él asintió, liberado. No había que fingirse héroe ni mártir. —Trato hecho —dijo—. Ayudarnos sin jugar al enfermero. —Eso mismo —sonrió ella. Desde entonces la amistad fue estable. Seguían paseando, yendo a consulta juntos, o tomando té en uno u otro piso; pero sabían dónde poner el límite. Cuando a Natividad se le rompió el grifo, llamó a Esteban. —¿Puedes mirarlo? —le pidió—. Temo que me inunde la cocina. —Miro —dijo él—, pero si es serio, llamamos a un fontanero. Ya no me veo para meterme en líos. Fue, comprobó, buscó ayuda profesional y mientras esperaban hablaron del pasado. Natividad pensó que la vejez no es solo enfermedades: también saber delegar a tiempo. A veces iban juntos al mercado. Él regateaba por las patatas, ella elegía pollo. Protestaban por los precios, pero sabían que esa escapada llenaba el día. Los hijos lo entendieron según su criterio. El de Natividad preguntó un día: —Mamá, hablas mucho de un tal Esteban Pérez. ¿Quién es? —Un vecino —contestó—. Paseamos, me arregla la tableta, le ayudo con papeles. —Vale, pero ten cuidado con el dinero y los documentos —advirtió el hijo. Ella sonrió. —No soy una niña. Sé cuidarme. La hija de Esteban también se preocupaba: —Papá, no te pases con la vecina. Ella no es cuidadora. A saber, igual tiene otros planes. —Tenemos nuestro acuerdo —explicó él—. No nos explotamos. —¿Acuerdo? —se extrañó ella. —Acuerdo de mayores —bromeó él. Llegó el verano. El parque se cubrió de hojas, el banco casi se hizo suyo, entre madres jóvenes, adolescentes y jubilados. Natividad y Esteban sentían ese banco como refugio. Una tarde, cuando declinaba el sol y olía a polvo y hierba fresca, veían a los niños jugar al balón. Esteban dejó el bastón entre ambos. —¿Sabe lo que pienso? —dijo, sin dejar de mirar el juego—. Yo creía que la vejez era el final de todo: trabajo, amigos, incluso el amor. Solo quedaban las pastillas y la tele. Pero ahora veo que algo puede empezar de nuevo. No como antes, claro, pero empieza. —¿Habla de nosotros? —preguntó ella. —También —admitió él—. No sé ponerle nombre. ¿Amistad? ¿Compañerismo de turno médico? Pero contigo… no da tanto miedo. Ella miró las manos de ambos, surcadas de arrugas iguales. —A mí tampoco —dijo—. Antes pensaba: “¿Y si mañana no despierto, quién lo notará?” Ahora sé que alguien se preguntará por qué hoy no fui al parque. Él rió por lo bajo. —No solo me preguntaré —dijo—. ¡Montaré un escándalo en el bloque! —Eso está bien —respondió ella. Se quedaron un poco más, y luego se levantaron. Caminaron despacio, cada uno por su borde del sendero. En el cruce se detuvieron. —¿Mañana al centro de salud? —preguntó él. —Sí —asintió ella—. Toca análisis. ¿Me acompañas? —Hasta la puerta del laboratorio —bromeó él—. Lo demás, sola. No quiero drenarte más sangre con mis charlas. Ella sonrió. —Hecho. Se despidieron y cada cual tomó su portal. Natividad subió, entró en su casa en silencio, dejó la bolsa, fue a la cocina y puso agua en el hervidor. Mientras esperaba, se asomó a la ventana. Abajo, Esteban peleaba con la cerradura. Alzó la vista, como si sintiera ser observador, y la saludó con la mano. Ella contestó. El hervidor sonó. Preparó el té, cortó pan, se sentó. En la silla de enfrente estaba su chal de lana. Puso la mano sobre él y sintió que aquella quietud ya no era igual. No era silencio absoluto. Había, al otro lado de la plaza, alguien que mañana iría con ella al centro de salud, se sentaría a su lado y le preguntaría cómo se encontraba. La vejez no se había ido. Seguían los dolores, las pastillas, los precios. Pero había una pequeña certeza. No un milagro ni una salvación: sólo otro banco más en la vida, donde poder sentarse a descansar un rato, y seguir el camino. Cada uno al suyo, pero cerca.