Bajo un cielo frío
María desplegaba sus cosas para vender en Wallapop. No por necesidad, sino porque estaba harta de verlas cada día. Esos objetos guardaban recuerdos. De personas que habían desaparecido de su vida. De tiempos que se habían esfumado como el humo entre los dedos. De ella misma, la que se había quedado en el pasado. Un jersey viejo de cuello alto que nadie usaba. Un abrigo con el codo gastado. Una sartén regalada por su cumpleaños y jamás estrenada. Ocupaban armarios, rincones, incluso el aire de su piso.
Las fotografiaba junto a la ventana del salón, donde la luz era más suave que en la calle. Las colgaba cuidadosamente en perchas, alisaba las arrugas, a veces incluso usaba la plancha. Como si de su esfuerzo dependiera que encontraran un nuevo hogar o acabaran en el contenedor. Quería que alguien, al pasar sus anuncios, se detuviera y pensara: «Esto es mío. Lo necesito».
Una tarde, un hombre le escribió. El mensaje era breve, sin florituras: «¿Aún tienes el jersey?». Era tarde, casi las once. Como si hubiera dudado mucho antes de escribir, como si fuera su última oportunidad.
Ella contestó: «Sí, lo tengo». Él pidió la dirección y añadió: «Llego pronto». Sin preguntas, sin regatear el precio, solo un escueto: «Espéreme».
María apenas tuvo tiempo de retirar los restos de la cena. Cuando sonó el portero, sus manos aún olían a ajo. Se las secó en el trapo, se arregló el pelo, se puso un cárdigan ligero y abrió la puerta.
En el umbral había un hombre de unos cincuenta años, con una chaqueta descolorida y mirada cansada. Sus ojos no buscaban su rostro, sino algo invisible, como si se aferraran a una palabra, a un poco de calor, a algo que se había perdido hace tiempo.
—Buenas noches. Vengo por el jersey. Ese verde oscuro, con dibujos.
—Pase, ahora se lo traigo. Está en la habitación —dijo ella, apartándose.
Él se quedó en la entrada, como si no se atreviera a cruzar una línea imaginaria.
—Aquí se está bien. Calentito. En mi casa las calefacciones no dan más que pena. Siempre digo que las arreglaré, pero nunca encuentro el momento.
—Sí, con este frío… —contestó ella, yéndose al cuarto—. Yo tuve que comprar un calefactor, si no, no se puede vivir.
Volvió con dos jerséis: el verde y otro azul marino.
—Mire, échele un vistazo. Quizá este otro también le sirva. Es calentito, casi nuevo. No pica.
Se los probó sin quitarse el abrigo. Callado, mirándose al espejo. Luego dijo, en voz baja, casi en un susurro:
—Mi mujer elegía cosas así. Yo no sé. Sin ella… todo es diferente. Todo parece ajeno.
María asintió sin hacer preguntas. Solo le arregló el cuello del jersey azul para que le quedara mejor.
—¿Cuál se lleva?
—Los dos, si puede. Uno para mí. El otro para un amigo. Le pasó una desgracia… se le quemó la casa. Ahora vive de prestado con la familia. Los niños ni siquiera tienen abrigo. Entre amigos estamos juntando lo que podemos.
Ella estuvo a punto de decir: «Lléveselos gratis», pero él ya metía la mano en el bolsillo, como si adivinara sus palabras y quisiera evitarlas.
—¿Cuánto es?
Le dio un precio más bajo del que había puesto en el anuncio. Él le tendría billetes arrugados, sin levantar la mirada. Sus manos estaban ásperas, agrietadas, como las de quien trabaja al aire libre.
—Gracias.
—Que le abriguen —respondió ella en voz baja.
Él asintió, pero no se movió. Miró al suelo, luego levantó la vista de golpe.
—¿Sabe? Sonará raro, pero aquí se respira… tranquilidad. Huele a hogar. Como si alguien esperara. Como si aún hubiera un sitio al que volver.
María se quedó quieta. Y luego, sin pensarlo, dijo:
—¿Quiere un té? Acabo de hacerlo. Con bergamota y miel. Fuerte, pero calentito.
Él dudó, luego asintió:
—Si es con limón. Y si no molesto.
Se sentaron en la cocina pequeña. Él hablaba —a saltos, desordenado— del amigo que perdió su casa, del trabajo en el almacén donde el frío cala hasta los huesos, de cómo buscaba ropa de abrigo porque el invierno no espera. María escuchaba, y le parecía recordar cómo era hablar con alguien que no tenía prisa por marcharse. Alguien que no miraba el móvil, que no esperaba el momento de interrumpir. Alguien que simplemente compartía esa tarde, ese té, ese pedacito de calidez.
Ella servía más té, añadía miel, hacía preguntas. Sencillas, casi cotidianas. Él respondía, y en su voz había sorpresa, como si hubiera olvidado lo que era que alguien se interesara por su vida. Entre sus palabras, entre los sorbos de té, nacían silencios —no incómodos, sino vivos, cálidos, como una respiración.
Al cabo de una hora, se levantó. Con cuidado, como si temiera romper algo frágil. Al despedirse, dijo:
—Gracias. No solo por los jerséis. Por… esto.
María se quedó en la cocina. Terminó su té, mirando cómo la taza se enfriaba poco a poco. Luego fue al salón. Allí, en una silla, estaba el tercer jersey —gris, el más viejo. Olía a pasado, a alguien que también sabía escuchar. Lo cogió, pasó los dedos por la tela suave y lo guardó en el armario.
Ya no quería venderlo.