Mi nombre es Alba Fernández, y mi padre, Don Francisco, era un hombre de pocas palabras pero de una entereza que jamás flaqueaba. Crecí en los años difíciles de la posguerra, cuando el silencio de los estómagos vacíos era más elocuente que cualquier queja. La pobreza se pegaba a la piel como el polvo de los caminos, y mi madre, con los nervios a flor de piel, estiraba las migajas como si fueran un milagro. Mi padre, labrador de sol a sol, volvía con las manos vacías más veces de las que quería admitir.
Las noches eran largas, con el frío colándose por las rendijas y el hambre sentada a la mesa como un invitado indeseado. Mi padre, sin embargo, tenía un ritual. Se levantaba cuando la luna estaba alta, y nosotros, medio dormidos, creíamos que era solo el insomnio o la sed lo que lo movía. Nunca preguntamos. Éramos niños, y el miedo a las respuestas era más grande que la curiosidad.
No fue hasta años más tarde, cuando la vida empezó a sonreírnos de nuevo, que mi madre nos confesó el secreto. En los peores tiempos, cuando el pan era un sueño lejano, mi padre hacía un viaje nocturno. A escondidas, caminaba hasta un viejo molino en ruinas, y allí, entre sombras, conseguía un saco de harina. Lo enterraba en el rincón más escondido de la huerta, y con ese pequeño tesoro, mi madre amasaba tortas que nos mantenían con vida.
Nunca habló de ello. No mencionó el frío, el riesgo, ni el cansancio que doblaba su espalda. Sus manos, callosas y nobles, eran el único testigo de aquel sacrificio callado. No nos dio sermones sobre el valor, nos lo dio en cada rebanada compartida. No era harina robada, era el sudor de su esfuerzo convertido en ternura.
Mi padre no nos salvó con heroísmos de leyenda, sino con un amor silencioso, repetido noche tras noche, sin esperar aplausos. Ahora, cada vez que paso junto a un trigal, veo sus manos no solo sembrando tierra, sino sembrando luz en nuestros corazones.
“El amor más verdadero no necesita palabras; a veces se cuece a fuego lento y se reparte en silencio.”