La miseria nos ahogaba, pero él, cada noche, bajo la luz plateada de la luna, escondía un saco de harina que nos mantuvo con vida.
Me llamo Carmen López, y mi padre, Don Manuel, era un hombre serio, de pocas palabras pero con una voluntad de hierro. Nací en los años cuarenta, cuando las secuelas de la guerra se palpaban en cada rincón de España. La pobreza era nuestra compañera diaria, y el hambre, un enemigo silencioso que se colaba en cada casa. Éramos una familia numerosa, y mi madre, agotada, estiraba lo poco que teníamos como podía. Mi padre, labrador, trabajaba de sol a sol, pero muchas veces el jornal no alcanzaba, o directamente no había trabajo.
Recuerdo las noches heladas, cuando el estómago rugía y el sueño no llegaba. Mi madre, con los ojos llenos de preocupación, intentaba que no notáramos la necesidad. Mi padre, en cambio, se levantaba en plena noche. Nosotros, niños, pensábamos que iba a beber agua o a vagar por el insomnio. Nunca le preguntamos; éramos demasiado inocentes para entender o sospechar de su secreto.
Pasaron los años, y cuando la situación empezó a mejorar, mi madre nos contó la verdad. En los peores momentos, cuando un mendrugo de pan era un sueño, mi padre emprendía una peligrosa tarea. Después de trabajar hasta caer rendido, caminaba hasta un molino abandonado y, bajo el manto de la noche, conseguía un poco de harina. La escondía en un rincón del corral, y con ese tesoro, mi madre preparaba unas tortas o unas migas que nos daban fuerzas para seguir.
Él nunca dijo nada. Ni una queja, ni una palabra sobre el riesgo, ni sobre el cansancio que le consumía. Sus manos, ásperas y fuertes, eran el único testimonio de su sacrificio. No nos habló de esperanza; nos la dio, amasada en silencio y cocida en el horno de su amor. Aquella harina no era fruto del robo, sino de su enorme corazón.
Mi padre nos salvó, no con grandes palabras, sino con un acto de amor callado, noche tras noche, sin que nadie lo supiera. Hoy, cada vez que miro un trigal, veo sus manos sembrando, no solo semillas, sino vida en el corazón de sus hijos.
“El amor más fuerte no se proclama a gritos; a veces se cuece en silencio y se reparte en pedazos de pan.”