**Siguiendo al corazón**
Laura salió de su despacho, vio que llegaba el ascensor y la gente empezaba a entrar.
—¡Esperad! —gritó, y echó a correr.
Al final de la jornada, como por las mañanas, era difícil pillar el ascensor. Laura se coló en el último segundo, rozando a los demás. Tuvo que apretarse contra el pecho del hombre que tenía delante para que la puerta se cerrase a su espalda.
—Perdón —dijo, apartando la cara hacia un lado; si no, su frente rozaría la barbilla del hombre. Olía bien, a colonia fresca.
—No pasa nada.
Así bajaron hasta el primer piso, pegados el uno al otro.
Por fin, el ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Laura dio un paso hacia atrás para salir. El hombre la siguió, sujetándole el brazo para que no tropezara y apartándola del camino, como si bailaran. Antes de que Laura pudiera darle las gracias, apareció su amiga Lucía.
—¿Vas a casa? Te puedo llevar.
Laura se distrajo con ella, sin llegar a mirar bien al hombre ni agradecerle su gesto.
—No, voy andando, necesito aire.
Salieron a la calle. Caía una llovizna fina, la gente pasaba con paraguas.
—Llueve. Espérame aquí, voy a por el coche.
—Lucía, gracias, pero prefiero ir andando —Laura sacó el paraguas del bolso.
—Bueno, si no quieres… —Lucía la miró con sospecha.
Se despidió, abrió el paraguas y se unió al grupo de compañeros que volvían a pie. Necesitaba estar sola, pensar. La verdad, no tenía ganas de llegar a casa.
El paraguas la distraía. Tenía que esquivar los de los demás y evitar chocar con alguien. Lo cerró y lo guardó. En los árboles y arbustos brotaban yemas, y en algunos ya asomaban hojas nuevas. Era un momento fugaz, pero quería recordarlo.
Mientras caminaba, reflexionaba: ¿cómo había vuelto a equivocarse, a estar en el lugar y con la persona equivocados? No por la casa, sino por las relaciones. Vivía en un piso heredado de su abuela, sin hipotecas ni deudas. Y justo eso atraía a hombres que no la querían a ella, sino al piso. Demasiado tarde se dio cuenta.
Así que alargaba el camino, andando despacio para no llegar pronto a casa, donde la esperaba Víctor. O mejor dicho, la cena que ella le prepararía. Y todo había empezado tan bonito…
***
Ella y su madre vivían solas. Su padre las dejó cuando Laura tenía nueve años. En segundo de bachillerato, su madre volvió a casarse. Un hombre extraño entró en casa, y Laura, acostumbrada a ir en pantalones cortos y camiseta, recibió un reproche: no podía ir semidesnuda delante de un adulto. Se avergonzó de él y empezó a evitar salir de su habitación. Su abuela solucionó el problema invitándola a vivir con ella, para que su madre y su nuevo marido se adaptaran. A todos les pareció bien.
Estudiaba primero de universidad cuando su abuela falleció y se quedó sola. En la uni le gustaba Pablo. Las chicas no le dejaban en paz, y Laura, una más entre tantas, apenas tenía oportunidades. Hasta que un día, en clase, él se sentó a su lado y luego la acompañó a casa.
Un mes después, ya vivía con ella. Su madre intentó advertirle, pero Laura no quiso escuchar. Ella no se metía en la vida de su madre, ¿por qué su madre sí? Era adulta, estaba enamorada, y todo iría bien. Al final, discutieron.
Casi dos años vivieron juntos, casi una familia. Terminaron los estudios, defendieron sus trabajos. Laura estaba segura de que Pablo le pediría matrimonio, pero nada. Peor aún, le dijo que se iba.
—¿A tu ciudad? —preguntó—. ¿Cuándo vuelves?
—No vuelvo. Primero iré a casa, luego a Madrid. Tengo un tío allí, me ha ofrecido trabajo.
—¿Y yo?
—Laura, no empieces. Hemos estado bien juntos, ¿no? Te agradezco que me acogieras, me libraste de la residencia. Pero quiero seguir adelante. No me apetece casarme ahora. Quiero hacer carrera, comprarme un piso, viajar, ver mundo. Nunca te prometí nada, ¿verdad?
—Podríamos ir juntos…
—No podríamos.
Mientras hablaba, Laura lo miraba y pensaba que no lo conocía. Lloró, le habló de su amor, le rogó que se quedara.
—No te quiero. Me resultaba cómodo vivir contigo. Eres buena, encontrarás a alguien que quiera casarse y tener hijos. Pero esa vida no es para mí, al menos ahora. Te lo agradezco, pero cada uno sigue su camino.
Se fue. Laura lloró tres días seguidos. Su madre fue a verla, sin reproches, solo para consolarla. Lo peor era darse cuenta de que Pablo nunca la había querido, solo había usado su piso. Al menos, eso las reconcilió.
***
Tras esa mala experiencia, Laura tardó en reponerse. No salía con nadie, y en el trabajo casi todas eran mujeres.
En la parada del autobús, cada mañana veía a un chico. Subían al mismo, compartían unas paradas. Con el tiempo, empezaron a saludarse, a sonreírse, incluso a hablar un poco. Le gustaba esa relación sin compromisos. No sabían nada el uno del otro, pero tampoco eran extraños. Por las mañanas, corría hacia el autobús preguntándose si lo vería, y su corazón latía fuerte cuando lo encontraba.
Hasta que un día desapareció. Laura lo esperó, incluso dejaba pasar su autobús pensando que llegaría tarde. Pero no volvió.
Hasta que una tarde, bajando del autobús, lo vio al otro lado de la calle. Su corazón saltó. Ya creía que no lo volvería a ver.
—Hacía tiempo que no te veía. ¿Estuviste enfermo?
—Me despidieron. Ahora trabajo desde casa, pero es difícil. Mi madre me pide favores, mi hermana me interrumpe. Busco trabajo, pero nada. Quería verte, ni siquiera sé tu nombre.
—Laura.
—Yo soy Víctor. Mis amigos me llaman Viti.
Caminaron y hablaron, pasando sin darse cuenta al «tú».
—¿No te veré más? —preguntó Laura al llegar a su portal.
—Claro que sí. Vivo cerca, vendré a esperarte.
Y lo hizo. A menudo la esperaba, la acompañaba a casa, charlaban. Laura tardó en contarle que vivía sola, no quería que la usaran otra vez. Pero Viti no se invitaba a subir, no forzaba nada. Vivía con su madre y su hermana pequeña.
Le gustaba Viti, y esa relación sin prisas. Era un chico normal, nada guapo como Pablo. Y eso también le gustaba. A los veinticinco años, uno quiere amar y ser amado. Los malos recuerdos se olvidan pronto.
Un día de lluvia, Laura lo invitó a subir. Luego le propuso que se mudara. Así trabajaría más tranquilo, y no tendría que ir a la parada a esperarla.
Pero Viti no encontró trabajo. Dijo que ganaba más por internet que en una oficina. Editar vídeos, hacer páginas web. Los fines de semana los elegía él.
Laura salía por las mañanas; Viti se quedaba en casa. A veces pelaba patatas, hervía pasta. Hasta iba al supermercado. Pronto le propuso matrimonio, pero pospusieron la boda. Parte de lo que ganaba se lo daba a su familia, otra parte lo ahorraba. A Laura le gustaba.
Pero, al volver del trabajo, cada vez más lo encontraba en el sofá, con una cerveza. Dejó de cocinar, de ir a compAl año siguiente, Laura se casó con el hombre del ascensor y, mientras caminaban del brazo por el parque bajo el sol de primavera, supo que al fin había encontrado el amor verdadero.