**EL BAILE DEL VESTIDO**
—¿Señorita, le ocurre algo?
Junto a Lucía había un hombre mayor. Parecía salido de las novelas antiguas que tanto le gustaban. Ya lo había visto antes, paseando por el parque. Siempre vestido con un largo abrigo negro, sombrero y un elegante bastón. Le recordaba al conde de aquel libro que había leído hacía poco, un hombre de negro que administraba justicia con sus propias manos.
—No, todo está bien.
Se sonó la nariz, y el hombre le tendió un pañuelo de seda. Dudó un instante antes de aceptarlo y sonarse con fuerza. Él esbozó una sonrisa, y Lucía volvió a mirarlo.
—Se lo lavaré y se lo devolveré.
El hombre rio.
—No hace falta, tengo pañuelos de sobra. ¿Qué le parece si compartimos un helado?
Lucía no supo qué responder, pero al final musitó:
—Gracias, pero no llevo dinero. Quizá otro día.
—Don Adrián Moreno.
El hombre se levantó ligeramente el sombrero.
—Lucía.
Ella no tenía sombrero que levantar, así que se incorporó. Don Adrián le ofreció el brazo al instante.
—Cuando un hombre acompaña a una señorita, da igual su edad, pagar el helado es lo mínimo.
Lucía lo escuchaba, hechizada. Todo en él parecía de otro tiempo. No estaba acostumbrada a esa clase de gentilezas.
Ese día, su compañera de clase, Victoria, la había humillado otra vez. Todo empezó en el recreo. Mientras los demás iban al comedor, Lucía, como siempre, se quedó leyendo junto a la ventana. No podía pagar el menú escolar.
—¡Martínez!
Lucía alzó la vista. Victoria estaba frente a ella, acompañada de Javier, el chico que le gustaba desde quinto.
—¿Qué?
—Me sobró una croqueta. Ve a por ella si quieres.
Los compañeros ya se agrupaban alrededor.
—No, gracias.
—Vamos, ¿en serio? ¿O es que ni sabes lo que es una croqueta?
El grupo estalló en risas. Lucía saltó del alféizar y, con tan mala suerte, sus vaqueros, gastados de tantos años, se rasgaron en la rodilla.
Las carcajadas retumbaron en los pasillos. No aguantó más. Cogió su mochila y salió corriendo.
Ese parque era su refugio. Allí iba cuando la escuela se volvía insoportable o cuando sus padres llenaban la casa de amigos y ruido. Era su rincón de paz, donde leía en silencio.
Fue allí donde don Adrián la vio por primera vez. Le sorprendió ver a una joven con un libro en las manos—algo raro en estos tiempos—, pero luego notó su ropa desgastada y su delgadez extrema.
Se sentaron en una terraza.
—Lucía, hoy olvidé almorzar. ¿Le importaría acompañarme?
Lucía sonrió. Hablaba como si vivieran en otra época.
Claro que aceptaría. Desde el té de la mañana, no había probado bocado.
Don Adrián pidió la comida y la observó.
—Vamos, cuénteme, ¿qué angustia a una dama tan joven?
—Nada grave, solo problemas tontos en el instituto.
—¿En qué curso está?
—En segundo de bachiller. En dos meses seré libre.
—¿Qué quiere estudiar?
—No sé… Lo que me permita una beca. Pero siempre soñé con ser médica. Aunque eso se quedará en un sueño.
—¿Por qué?
—Ser doctora requiere mucho tiempo. Yo necesito trabajar. Así que quizá estudie enfermería.
—Qué lógica más extraña. Quiere ser médica, pero se conforma con menos. ¿Tiene malas notas?
—No, saco buenas notas. Pero… mis padres necesitan ayuda.
Don Adrián entendió que no quería hablar más del tema. Justo llegó la comida.
Mientras comía, él notó que intentaba no devorar, pero apenas masticaba.
Después, pasearon y hablaron de libros.
—Lucía, tengo un libro que le encantará. Mañana lo traeré, a esta misma hora. No falte.
Lucía fue. Ya había leído todo lo que encontraba en la biblioteca. Las novelas escaseaban, y algunas las releía.
Su amistad con don Adrián creció cada día. Discutían sobre personajes de libros, y sin que ella lo notara, él la alimentaba. Sabía que vivía en un lujoso piso del centro. Estaba solo—sin hijos, su esposa había muerto años atrás.
Un día, se quedó leyendo hasta que anocheció. Al darse cuenta, corrió a casa. Su madre la regañaría por no tener la cena lista—aunque solo fueran macarrones con un poco de aceite.
Al entrar, el olor a alcohol y cigarrillos la envolvió. Su madre, con mirada borrosa, la esperaba.
—¿Dónde demonios estabas?
Lucía intentó pasar de largo, pero recibió una bofetada tan fuerte que le zumbó el oído.
—¡Media hora! Si vuelvo y no hay cena…
Cocinó los malditos macarrones llorando en silencio. Si su madre la oía, recibiría otra paliza.
Por la mañana, llevaba un moratón bajo el ojo. Pequeño, pero visible. Sabía que Victoria, la reina del instituto, no lo pasaría por alto.
Pero ese día había un examen importante. No podía faltar. Además, Javier volvía.
En el recreo, Victoria se acercó. Lucía se levantó para marcharse, pero la otra la bloqueó.
—Martínez, ¿ya tienes vestido para la graduación? Espera… ¿Lo pediste prestado a una mendiga?
Todos rieron. Lucía calló.
Victoria le examinó la cara.
—¡Vaya regalo! ¿Quién te lo dio? ¿Tu novio? ¿Vendrás con él? Así podéis ahorrar para un traje…
Lucía la apartó y salió corriendo. Cruzó el parque llorando, sin ver a don Adrián, que la llamaba.
Él la encontró junto al estanque.
—¿Por qué huyes de mí?
Ella se volvió.
—Don Adrián… Perdón, no le vi.
—Lucía, ¿qué ha pasado?
Y entonces, se derrumbó.
***
Esa noche, en el baile, Victoria posó frente a Javier.
—¿Listo para bailar con la reina de la fiesta?
Javier sonrió.
—¿Tan segura estás de que serás la reina?
Victoria miró a las demás con desdén.
—¿Crees que alguien puede competir conmigo?
—Bueno, no te ofendas, pero…
Javier tenía razón. El vestido de Victoria era carísimo—lentejuelas, escotes, todo de última moda. Su pelo parecía sacado de una revista. Con un padre dueño de media ciudad, era difícil no destacar. Las demás iban bien, pero a su lado, parecían simples.
—Oye, nuestra mendiga no ha venido.
—Déjala en paz. Quizá ni aparezca.
—¿Y con quién me voy a burlar entonces?
En ese momento, un coche negro y brillante se detuvo frente al instituto. Un chófer con librea abrió la puerta trasera.
De él salió un hombre alto y delgado, vestido con un esmoquin impecable y pajarita—no de las baratas, sino de las que usan los músicos de ópera.
—¿Quién es?
Javier se encogió de hombros.
Pero entonces el hombre tendió la mano para ayudar a alguien a salir.
La joven que apareció era una visión. Lucía, pero transformada.
Javier apenas la reconociDon Adrián sonrió al verla brillar, sabiendo que esa noche, por fin, Lucía había encontrado su lugar en el mundo.