Bailarinas de Nieve en el Viento

Los copos de nieve vuelan al encuentro

Después de veinte años de matrimonio, muchas parejas atraviesan momentos de tensión. A Clara y Daniel no les había evitado ese destino.

—Veinte años con Dani, tantas cosas vividas, nuestro hijo Javier ya estudia en la universidad. Debería llamarle para saber cómo le va en su piso de estudiante. Nunca se queja —pensaba Clara, arropada en su manta, hundida en el sillón.

Su hijo había heredado su terquedad. Por eso siempre se entendían tan bien: era su reflejo. Aunque soñó con tener dos hijos, la vida les convenció de que uno era suficiente.

Se conocieron en la facultad, se casaron al tercer año, y al cuarto nació Javier. Por suerte, su madre les ayudó, así que no tuvo que dejar los estudios. Juntos terminaron la carrera.

Los primeros años fueron duros, faltaba dinero, pero con el tiempo, como dice el refrán: «todo pasó, como el humo de los manzanos en flor…».

Daniel encontró trabajo en una gran empresa, escalando poco a poco. Ahora era subdirector general. Clara, más modesta, se conformó con un puesto de administrativa en otra oficina.

—Podría colocarte en mi empresa —le dijo él una vez—, pero prefiero no mezclar trabajo y familia. Luis metió a su mujer, y ahora solo discuten.

—Tranquilo, Dani, estoy de acuerdo —respondió ella, y él sonrió, satisfecho.

Era un hombre serio, sin veleidades, aunque como todos, disfrutaba de un coqueteo inocente. A veces, sin embargo, Clara ardía de celos, incapaz de contener sus reproches.

Ahora, sentada en la penumbra, observaba la nieve caer mientras la pantalla del móvil iluminaba el rostro sonriente y familiar de Daniel.

—Sonríe, y a mí me duele —pensó—. Podría llamar, pero mi orgullo nos ha separado. Medio año viviendo aparte… y todo porque no pude ceder.

Seis meses atrás, él le había anunciado:

—Hay una fiesta de aniversario en la oficina. El jefe quiere que vayamos todos con nuestras parejas. Prepárate.

—¡Necesito un vestido nuevo! —exclamó ella.

Lo eligió elegante, ceñido. Cuando se lo probó, Daniel casi no pudo hablar.

—Dios mío, Clara, estás… impresionante.

—¡Y qué pensabas! —rió ella, orgullosa.

Ahora, recordaba esa noche: cómo Daniel bailaba, sonriente, con sus compañeras, sobre todo con Marta, la contable, cuyo vestido rojo ceñía su figura. Mientras, Luis, divorciado, no dejaba de hablarle a Clara de su viaje a Tailandia.

Al llegar a casa, Daniel notó su malestar, pero no preguntó. Sabía lo que vendría.

—No me gustó cómo te comportaste —dijo ella al fin, tras quitarse el maquillaje—. Me dejaste sola con Luis toda la noche.

—¿Querías que me pegara a ti como una lapa? Ellas me invitaron a bailar.

—Sí. Y sobre todo esa Marta, susurrándote al oído…

—Clara —suspiró él, cansado—, tu celos me agotan. Eres como… una paranoica.

—Mejor eso que un donjuán.

—Entonces… quizá necesitemos un tiempo.

Ella apartó la mirada hacia la ventana. La lluvia azotaba los cristales, los truenos retumbaban. Su orgullo le impidió decir que no quería eso.

—Sí, quizá tengas razón.

Al día siguiente, él se fue con una maleta.

Ahora, en la quietud invernal, Clara reflexionaba: «Debí decirle más que le quiero. Menos celos, más confianza. Pero es tarde. Esto ya no es una pausa, es el principio del fin».

Nunca miró a otro hombre. Solo a él.

La nieve seguía cayendo, blanqueando Madrid, cuando el teléfono vibró en su mano. Era su madre.

—Clarita, cariño, ¿todo bien? Os esperamos para Nochevieja, con Dani y Javier. Nada de excusas.

—Sí, mamá, claro —mintió, ocultando la separación.

Le encantaba celebrar en el pueblo de sus padres, al pie de la sierra. Esquiar, el té caliente junto a la chimenea, las películas antiguas…

Colgó, angustiada. Debía llamar a Daniel.

—Hola, Dani —susurró al fin.

—Hola —respondió él, y le faltó el aire al escuchar su voz.

—Mi madre quiere que vayamos…

—Iré —dijo él—. Pero… ¿qué les diremos?

—Nada. Fingiremos. Después… ya veremos.

Quedaron para comprar regalos. Cuando se vieron, se estudiaron con avidez, sonriéndose tímidamente.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

—Como imaginas.

Compraron presentes para sus padres, su hermana y Javier. Ella reía, feliz por primera vez en meses.

Al dejarla en casa, Daniel le ayudó con las bolsas.

—¿Quieres subir a tomar algo? —preguntó ella, temblando.

—Sí —respondió él, abrazándola de repente—. Muchísimo.

Clara alzó la vista al cielo. Los copos de nieve volaban hacia ellos, y el mundo parecía fundirse. Él también sonreía, sintiendo que volaba. Lo demás no importaba.

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