Bailando en el aire de invierno

Los copos de nieve caían suavemente

Tras veinte años de matrimonio, muchos atraviesan momentos difíciles. A Clara y a Javier tampoco les había sido ajeno.

—Veinte años junto a Javier, tantas cosas vividas, criando a nuestro hijo Adrián, que ahora estudia en la universidad. Debería llamarle, ver cómo le va con su independencia en la residencia de estudiantes. Y nunca se queja— pensaba Clara, arropada en su manta, sentada en el sillón.

Su hijo era tan testarudo como ella desde pequeño. Por eso le entendía tan bien, era su reflejo. Nunca supieron por qué no tuvieron un segundo hijo, aunque ella soñó alguna vez con ello. Pero la vida era dura, y al final creyó haber tomado la decisión correcta.

Se conocieron en la universidad, se casaron en tercero, y en cuarto nació Adrián. Menos mal que su madre la ayudó; no necesitó dejar los estudios. Juntos terminaron la carrera.

Al principio fue difícil, siempre escasos de dinero, pero con el tiempo, como dice el refrán: «Todo pasó como humo de manzanos en flor…».

Javier se esforzó, entró en una gran empresa y ascendió poco a poco. Ahora era subdirector general. A Clara no le interesaba tanto la carrera; trabajaba como administrativa en otra oficina.

—Podría colocarte en mi empresa, pero no quiero que trabajemos juntos— le dijo una vez—. Luis metió a su mujer, y ahora solo discuten. La celosa hasta de la señora de la limpieza.

—Tranquilo, cariño— respondió ella—. El trabajo es una cosa, la familia otra. Pienso igual.

Javier era serio, poco dado a coqueteos. Aunque, como cualquier hombre, admiraba la belleza. Lealtad a su mujer, aunque algún flirteo inocente… ¿Quién no? A veces ellas mismas provocaban.

Clara sí era celosa. A veces estallaba en reproches. Ahora, sentada, la nieve caía tras la ventana mientras miraba la foto de su marido en el móvil—esa sonrisa, esa barba de dos días.

Silencio en el piso, pero la sonrisa de Javier seguía ahí. Pensó:

—Sonríe, y a mí me duele. Podría llamar. Me siento perdida, sola. Todo por no tragarse el orgullo y aceptar esta separación temporal. Y ahora… ¿qué? Podría haberlo arreglado…

Seis meses atrás, Javier le anunció:

—Hay una fiesta en la oficina por el aniversario de la empresa. El jefe dijo que todos deben ir con sus parejas— sonrió—. Así que, mujer, prepárate.

—¡Ay, Javier, necesito un vestido nuevo! —exclamó ella—. Quiero lucir bien.

—Pues compramos uno. ¿Cuándo?

—El sábado, iremos de compras.

Eligió un vestido elegante, hasta Javier quedó impresionado al verla.

—Vaya, Clara, ¡eres una belleza! —exclamó.

—¡Pues claro! —rió, levantando la barbilla con orgullo.

Ahora, recordando aquella fiesta, una imagen quemaba: Javier bailando con sus compañeras, especialmente con la contable, Lucía, en un ajustado vestido rojo, susurrándole al oído, riendo juntos.

A Clara la dejó con Luis, divorciado y hablador. Javier la sacó a bailar, parecía feliz, preguntando si lo pasaba bien. Ella asentía, pero los celos le arañaban el alma.

De vuelta a casa, Javier notó su mal humor. Sabía que tarde o temprano saltaría.

—No me gustó cómo te portaste— dijo ella al fin, quitándose el maquillaje—. Me dejaste con Luis, hablando sin parar de su viaje a Tailandia.

—¿Y qué? ¿Debía pegarme a ti toda la noche, evitando a todas las mujeres que querían bailar? Por cierto, ellas me invitaban a mí— respondió él, cansado.

—Sí— replicó con desafío—. Preferiría eso a verte con Lucía, riéndote como un tonto.

—Clara— suspiró—, estoy harto de tus celos. Ya no los soporto. Pareces una paranoica.

—Mejor eso que un mujeriego— espetó.

—Entonces quizá necesitemos un tiempo separados.

Ella contuvo las lágrimas, mirando por la ventana. El orgullo le impidió decir que no quería eso, que le celaba por amor.

—Yo también lo pienso— mintió.

Afuera, una tormenta estalló, truenos y relámpagos iluminando la habitación.

Al día siguiente, él se fue con una maleta. Clara sintió que el mundo se desmoronaba.

Noches en vela, preguntándose:

—¿Debí decirle más que le amo? ¿Confiar más? Nunca creí que me engañara. Y no debí aceptar esta separación. Ahora veo que no era un descanso, sino el principio del fin.

La comprensión llega tarde, cuando todo es pasado.

Clara no miraba a otros hombres. Solo a Javier.

La nieve seguía cayendo, blanca y suave, cubriendo la ciudad. El móvil vibró. Era su madre.

—Clarita, ¿cómo estáis? Tu padre y yo os esperamos en Nochevieja. ¡Y ojalá venga Adrián! Nada de excusas— decía alegre. Clara prometió ir, sin contarle la separación.

Amaban celebrar en el pueblo, esquiando, tomando té junto a la chimenea en una piel de oso que su padre consiguió. Películas antiguas y los pasteles de su madre.

Colgó, abrumada. Ellos no sabían que Javier alquilaba un piso.

—¿Llamarle? —dudó.

Al final, lo hizo.

—Hola, Javier— musitó.

—Hola— respondió él, con esa voz que tanto echaba de menos.

—Mamá llamó. Quieren que vayamos como siempre. No les he dicho nada.

—Podemos ir— contestó—. Pero… ¿qué diremos?

—Nada— firmó ella—. No quiero arruinarles la noche. Fingiremos que todo está bien. Después ya veremos. Pero por ahora, finge que me quieres— la voz le tembló.

—Vale— aceptó él.

—Pues… quedamos así— dijo, aliviada—. Tengo que comprar regalos.

—Si quieres, te ayudo— ofreció él.

—Quedamos en dos días en el centro comercial— colgó, el corazón a mil.

No se veían desde que él se marchó.

Se encontraron, mirándose con avidez, sonriendo tímidos.

—¿Cómo… estás?— preguntó él.

—¿Qué crees? Como siempre— mintió.

Compraron regalos para sus padres, su hermana y Adrián. Clara reía, hablaba sin parar, feliz como no lo estaba en meses.

Javier la llevó a casa, ayudó con las bolsas.

—Gracias— murmuró.

—No es nada— dijo, mirándola fijamente.

Ella deseó que no se fuera.

—¿Quieres subir a tomar un café?

—Sí— susurró él, abrazándola de repente—. Sí, quiero.

Clara alzó la vista al cielo, sonriendo. La nieve caía, los copos volaban hacia ella, como el cielo mismo. Estaba feliz. Él también. Lo demás ya no importaba.

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