Báilame
A Lucía le gustaba mucho a Jaime. Era una guapa y esbelta rubia de ojos castaños que había llamado su atención desde el primer día que llegó a la oficina.
Las mujeres de la empresa la recibieron con recelo, dividiéndose en dos bandos. Unas decían que se teñía el pelo, que era imposible tener los ojos castaños siendo rubia natural. Otras insistían en que usaba lentillas de colores. Pasó el tiempo, y su melena seguía igual. A veces, Lucía se ponía gafas para trabajar. ¿Para qué necesitaba gafas si usaba lentillas?
El seductor del equipo, Pablo, también se fijó en ella, pero, a diferencia del tímido Jaime, no dudó en cortejarla. La invitaba a cafés en la hora del almuerzo o le llevaba un cortado a su mesa. Y cuando le ofreció llevarla a casa en su coche, a Jaime le ardía el corazón de celos.
¿Cómo iba a competir con Pablo? Era un tipo atractivo, siempre rodeado de mujeres. Sabía cómo halagarlas hasta hacerlas sonrojar, contaba chistes sin parar y, eso sí, una vez que conseguía su objetivo, perdía interés y buscaba otra. Ahora, Pablo centraba sus atenciones en Lucía, dejando a Susana, quien lloraba en el baño mientras planeaba su venganza.
Jaime, en cambio, era un hombre robusto, de mejillas sonrosadas, vestido con ropa holgada y gafas cuadradas de carey. Hasta su apellido parecía condenarlo: Villalobos. Tan inseguro y de mirada ingenua como su tocayo literario. Pero Jaime era un genio con los ordenadores. Cualquier problema técnico lo resolvía, o casi cualquiera. Por eso todos lo valoraban.
—Jaime, ¡ayúdame!
—Se me ha colgado el equipo…
—Villalobos, ¿me echas una mano con este montaje?
Jaime se sentaba frente al teclado, sus dedos volaban, y en poco tiempo todo volvía a funcionar: la presentación lista, el vídeo editado.
—Jaime, eres un sol —decía Ana o Marta, dándole un beso en la mejilla que lo dejaba rojo como un tomate.
—Villalobos, ¡eres un crack! Yo habría tardado horas, y tú lo arreglas en media hora. Te debo una copa —prometía alguno de sus compañeros, aunque luego nunca cumplía.
Jaime no bebía. Prefería las muestras de agradecimiento de sus compañeras.
En realidad, se llamaba Javier, pero alguien le puso el mote de Jaime y se le quedó. Protestaba, decía que su nombre era Javier, pero era inútil.
—Venga, no te enfades, es un nombre simpático. Te queda bien —le decía Pablo, dándole una palmada en la espalda.
Y Javier nunca sabía si era un cumplido o una burla.
No era un heredero acaudalado como su homónimo de novela. Lo había criado su madre sola. Cuando creció y preguntó por su padre, ella no le mintió. Le contó que lo tuvo porque quería ser madre antes de que se le pasara el tiempo. Era bajita, delgada y, según decía, nada agraciada.
Una vez, una compañera del trabajo la invitó a una reunión en su casa. Allí conoció a un chico joven. Todas las demás eran casadas, menos ella. Él se ofreció a acompañarla a casa. Lucía no se lo pensó dos veces y lo invitó a tomar un café. Y después… Nunca le dijo a nadie de quién estaba embarazada. Él era mucho más joven, ¿para qué arruinarle la vida? Cuando nació el niño, lo llamó Javier, como su abuelo.
Jaime fue un niño tranquilo y despierto, sin dar problemas. Desde pequeño se interesó por los ordenadores, pero no para jugar como los demás, sino para entender cómo funcionaban. Pronto descubrió que podía ganar dinero con ello. Solo necesitaba un equipo mejor. Y su madre pidió un préstamo para comprarle un buen procesador y un monitor grande. ¿Qué no haría por su único hijo?
Tras el instituto, Jaime entró en la universidad a estudiar informática. Empezó a ganar buen dinero, y su madre, orgullosa, lo adoraba. No bebía, no salía de fiesta, no se metía en peleas… Solo trabajaba en casa.
Cuando sus ingresos mejoraron, su madre se jubiló y se dedicó a cuidarlo. Cocinaba mucho y muy bien, hacía tartas caseras. Jaime comía y engordaba. No era amigo del deporte, pasaba horas frente al monitor, y así se fue encerrando en sí mismo.
Como toda madre, soñaba con una buena esposa para su hijo y con nietos. Intentó presentarle a hijas de amigas, pero a Jaime no le interesaban. Hasta que llegó Lucía. Fue la primera que le hizo perder el sueño y el apetito. Descargó fotos suyas de las redes y pasaba horas mirándolas. Y ella ni lo veía.
Un día, Jaime llegó temprano a la oficina y descompuso el ordenador de Lucía. Sin él, el trabajo se paralizó, y los jefes exigían un informe urgentemente.
—¡Ayúdame! —Lucía corrió hacia él.
Con aire serio, Jaime pasó un buen rato “arreglando” el problema que él mismo había creado. Lucía mordisqueaba sus labios, nerviosa. Finalmente, borró el programa y se levantó.
—¿No lo has conseguido? —preguntó ella, desanimada.
—Puedes usarlo. Ya está solucionado —respondió él con suficiencia.
—¿En serio? ¡Mil gracias! Pídeme lo que quieras —dijo Lucía, sin pensar.
—¿Lo que quiera? —Jaime la miró con intensidad.
Ella se dio cuenta de que había hablado sin medir.
—Sí, dentro de lo razonable —aclaró—. ¿Quieres ir al cine? ¿O a cenar?
—Ya he visto todas las películas, incluso las que no han estrenado. Pronto será la fiesta de Navidad. ¿Bailarás conmigo?
—¿Contigo? Sabes bailar…? —Lucía titubeó—. Bueno, vale, te lo prometo —respondió, menos segura.
Una semana después, en la fiesta, tras la comida y las copas, llegó el momento del baile. Jaime se acercó a Lucía, pero antes de que hablara, Pablo apareció, la tomó de la mano y la llevó al centro de la pista. Jaime los observó, desconcertado, mientras Lucía bailaba, olvidando su promesa. Él se marchó de la fiesta antes de tiempo.
Al día siguiente, último antes de las vacaciones, Lucía se disculpó.
—¿Por qué te fuiste tan pronto? Habría bailado contigo.
Jaime se ajustó las gafas.
—Lo entiendo. No soy guapo. No caigo bien como Pablo. Pensé que eras diferente, pero eres como las demás.
—Jaime, eres bueno, inteligente —dijo ella con prisa—, pero podrías perder algo de peso. ¿Has probado lentillas? O vestirte mejor. Las mujeres también nos fijamos en el físico. ¿Tú me hubieras mirado si fuera fea?
Jaime calló.
En casa, se miró largo rato al espejo. Lucía tenía razón. Lo primero fue rechazar las tartas de su madre. Cuando ella vio el plato sin tocar, se preocupó.
—¿No están buenas? ¿Se han quemado?
—Están deliciosas, mamá. Es que no quiero. Mañana me las llevo al trabajo.
Y al día siguiente, las repartió en la oficina.
—Ahora entiendo por qué estás así —dijo Pablo, comiéndose el tercer trozo.
Jaime suspiraba, pero aguantaba. La dieta no era suficiente; necesitaba ejercicio, y él nunca había sido deportista. Buscó en internet métodos rápidos para adelgazar, pero todo eran dietas o gimnasios.
Hasta que vio un anuncio: clases de baile para adultos yUn día, mientras bailaban un pasodoble, Jaime se dio cuenta de que quien realmente lo hacía feliz no era Lucía, sino Laura, su profesora de baile, que con paciencia y cariño lo había ayudado a cambiar por dentro y por fuera.