**Diario de Jorge:**
Todo empezó cuando Lucía llegó a la oficina. Era una rubia esbelta con ojos marrones que me robó el aliento desde el primer día. Las demás compañeras no tardaron en dividirse: unas decían que el pelo teñido no podía combinarse con esos ojos; otras juraban que llevaba lentillas de color. Mientras tanto, yo me quedaba callado, observándola de lejos.
Lo malo era que Javier, el seductor de la empresa, ya le había echado el ojo. A diferencia de mí, él no dudaba en invitarla a cafés, llevarle el almuerzo o incluso ofrecerse a acompañarla a casa. Cada vez que los veía juntos, algo se me encogía por dentro.
¿Cómo iba a competir con él? Javier era alto, con sonrisa fácil y ese aire de chico malo que tanto gusta. Mientras, yo, Jorge “el Gordo”, torpe, de gafas cuadradas y ropa holgada, solo destacaba por una cosa: los ordenadores.
—Jorge, ¡ayúdame con esta presentación!
—¿Puedes arreglarme el portátil?
Era mi papel en la oficina. El técnico, el solucionador. Las chicas me daban besos en la mejilla como agradecimiento, y yo me ponía rojo como un tomate.
Lo irónico es que mi nombre real es Jorge, pero alguien decidió que “Gordo” era más gracioso. Hasta Javier lo usaba, dándome palmadas en la espalda como si fuese un cumplido.
Mi madre, Carmen, me crió sola. Cuando le pregunté por mi padre, dijo la verdad: un chico mucho más joven al que nunca volvió a ver. Ella trabajó hasta los huesos para comprarme un buen ordenador. Gracias a eso, estudié informática y conseguí un trabajo decente. Pero entre el estrés y sus deliciosas empanadas, el peso me ganó la batalla.
Hasta que llegó Lucía.
Una tarde, sabotée su ordenador (sí, lo confieso, fui yo). Cuando vino a pedirme ayuda, le dije con falso orgullo:
—Ya está arreglado. ¿Qué me das a cambio?
Ella, nerviosa, soltó:
—Lo que quieras. ¿Una cena? ¿Cine?
—Prefiero que bailes conmigo en la fiesta de Navidad.
Lucía parpadeó, sorprendida.
—¿Tú bailas? Bueno… vale.
Pero en la fiesta, Javier se la llevó al centro de la pista antes de que yo pudiera abrir la boca. Me fui, humillado.
Al día siguiente, Lucía se acercó:
—Lo siento. Es que… bueno, eres muy inteligente y amable, pero… ¿has probado a llevar lentillas? O quizá ropa más ajustada…
Aquella noche me miré al espejo. Tenía razón. Empecé por dejar las empanadas, luego encontré un anuncio: *Clases de baile para principiantes*.
La profesora, Laura, tenía una voz dulce al teléfono. Cuando la conocí, no era la joven que imaginaba, pero su sonrisa me tranquilizó.
—No importa tu peso, solo las ganas —dijo.
Y así empezamos. Tango, salsa… Cada día mejoraba. Hasta que, tres semanas después, Javier me soltó:
—Oye, has adelgazado. ¿Estás enamorado?
Cambié de gafas por lentillas, de ropa holgada por trajes. Hasta Laura me ayudó a elegir zapatos.
—¿Crees que ahora le gustaré a Lucía? —le pregunté un día.
Laura se quedó callada un segundo.
—¿Todo esto es por ella?
—Sí.
Ella asintió, pero su mirada se entristeció.
En la fiesta del 8 de marzo, Lucía cumplió su promesa. Bailamos un vals, y todos quedaron asombrados. Hasta Javier. Pero cuando terminó, me fui corriendo… al estudio de Laura.
—¿Cómo fue? —preguntó, ansiosa.
—Perfecto. Pero… no es ella a quien quiero.
Laura parpadeó, confundida.
—Tú me enseñaste a bailar, a creer en mí… —y antes de que pudiera reaccionar, la besé.
—Jorge, soy mayor que tú…
—¿Y qué? Gracias a ti, mañana tendrás una clase llena. Escribiré en todas partes cómo el baile cambió mi vida.
Y así fue. Hoy, Laura tiene tantos alumnos que tuvo que ampliar el local. Y yo… sigo bailando. Porque a veces, mientras persigues un sueño, el destino te regala otro.
PD: Mamá al final aceptó a Laura. Aunque aún insiste en hacerme empanadas… “por si acaso”.