Recordaba aquel febrero helado, cuando, casi a medio camino de la estación de Atocha, un crujido tímido rompió el silencio. El viento, como una mano áspera, me arrastraba el abrigo y llevaba consigo un leve gemido, casi ahogado por el aullido de la tormenta.
Ese sonido venía de los rieles. Giré y vi la vieja caseta del cambiador, casi enterrada bajo la nieve. A su lado, entre las vías, yacía un fardo oscuro.
Me acerqué con cautela. Una manta raída y sucia cubría una figura diminuta. Un manita helada sobresalía, enrojecida por el frío.
«¡Dios mío!», susurré, con el corazón a mil por hora.
Me arrodillé y la levanté. Era una bebé, una niña que no debía tener más de un año, quizá menos. Sus labios estaban azulados, su llanto, débil, como si no tuviera fuerzas para temer.
La estreché contra mi pecho, abrí el abrigo y corrí tan rápido como me permitió la lluvia de nieve al pueblo de Valdepeñas, hasta la casa de Isabel Martínez, la única enfermera del municipio.
«María, ¿qué ha pasado aquí?», exclamó Isabel al ver el bulto en mis brazos, jadeando.
«La he encontrado en la vía. Casi se muere de frío».
Isabel la tomó con delicadeza, la examinó y, tras unos momentos, anunció: «Está hipotérmica, pero vive. Gracias a Dios». Luego, buscando el teléfono: «Hay que llamar a la Guardia Civil», dijo.
Yo la detuve: «Si la llevan al orfanato no sobrevivirá el viaje».
Isabel vaciló, abrió un armario y sacó un frasco de leche de fórmula que guardaba para su nieta: «Esto nos servirá al principio. Pero, María, ¿qué vas a hacer?»
Miré el pequeño rostro que se había acomodado contra mi suéter, respirando cálido sobre mi piel. El gemido había cesado.
«La criaré», contesté en un susurro. «No tengo otra salida».
El rumor empezó a correr de inmediato.
«¿Una mujer de treinta y cinco años, soltera, que vive sola, ahora rescata bebés abandonados?»
Los cotilleos no me importaban; la gente del ayuntamiento me ayudó con los papeles. No había familiares que la reclamaran ni denuncias de niños desaparecidos.
La llamé Marisol.
El primer año fue el más duro: noches sin sueño, fiebre, dentición. La mecía, la consolaba, le cantaba nanas que apenas recordaba de mi infancia.
«¡Mamá!», balbuceó a los diez meses, alzando sus manitas hacia mí.
Las lágrimas recorrían mis mejillas. Después de años de soledad, en mi humilde casón, me convertí en madre.
Con dos años ya era un torbellino: perseguía al gato, deshilachaba las cortinas, quería saberlo todo. A los tres reconocía cada letra de sus libros de imágenes; a los cuatro ya contaba historias enteras.
«¡Qué prodigio!», decía mi vecina Carmen, sacudiendo la cabeza en señal de asombro. «No sé cómo lo haces».
«Yo no lo soy», respondí sonriendo. «Es que ella tiene que brillar».
A los cinco organizaba transportes para llevarla al colegio infantil de la localidad vecina. Los maestros se quedaban boquiabiertos.
«Lee mejor que muchos niños de siete años», me decían.
Cuando empezó la escuela primaria, llevaba trenzas castañas largas con cintas a juego, que yo le tejía cada mañana con mimo. Ninguna reunión de padres pasaba sin que yo estuviera presente. Sus profesores la elogiaban sin cesar.
«Señora Ortega», comentó una maestra una vez, «Marisol es el tipo de estudiante con el que soñamos. Llegará lejos».
Mi corazón se hinchó de orgullo. Mi hija.
Se convirtió en una joven elegante, de figura esbelta y mirada azul como el cielo, llena de determinación. Ganó concursos de ortografía, olimpiadas de matemáticas y ferias de ciencia regionales. Todo el pueblo conocía su nombre.
Llegó una tarde, al terminar la secundaria, y me dijo: «Mamá, quiero ser médica».
Yo, sorprendido, respondí: «Es maravilloso, cariño. Pero, ¿cómo vamos a costear la universidad? La ciudad, el alquiler, la comida»
«Tengo una beca», aseguró, con los ojos brillantes. «Encontraré la manera. Lo prometo».
Y así lo hizo.
Cuando llegó la carta de admisión a la Facultad de Medicina, lloré durante dos días, entre lágrimas de alegría y de temor. Era la primera vez que me despedía de ella.
«No llores, mamá», me dijo en la estación de tren, estrechando mi mano. « Iré cada fin de semana a visitarte».
Al principio cumplió. Con el paso del tiempo, la ciudad la devoró: clases, laboratorios, exámenes. Las visitas se hicieron escasas, pero nunca dejó de llamarme cada noche.
«¡Mamá, he aprobado Anatomía con sobresaliente!»
«¡Mamá, hoy hemos asistido al parto de un bebé en la clínica!»
Siempre escuchaba sus relatos con una sonrisa.
En el tercer año, su voz tembló de emoción.
«He conocido a alguien», confesó tímida.
Se llamaba Javier, un compañero de estudios. Llegó a Navidad, alto, educado, con ojos amables y voz serena. Agradeció la cena y, sin que se lo pidieran, limpió la mesa.
«Buen comienzo», murmuré mientras lavaba los platos.
«¿Y qué?», respondió ella, radiante. «Y no te preocupes, sigo sacando sobresalientes».
Tras graduarse, empezó su residencia en pediatría.
«Una vez me salvaste», me dijo. «Ahora quiero salvar a otros niños».
Sus visitas se hicieron más raras, pero guardaba cada foto, cada historia de sus pequeños pacientes.
Una noche de jueves, sonó el teléfono.
«Mamá ¿puedo pasar mañana?», escuché su voz, baja y nerviosa. «Tengo que hablar contigo».
Mi corazón latía con fuerza. «Claro, hija. ¿Todo bien?»
Al día siguiente vino sola, sin sonrisa, sin chispa en los ojos.
«¿Qué ocurre?», pregunté, abrazándola.
Se sentó, juntó las manos y dijo: «Dos personas vinieron al hospital. Un hombre y una mujer. Dijeron ser mi tío y mi tía, que buscaban a su sobrina desaparecida hace veinticinco años».
Yo fruncí el ceño. «¿Qué quieres decir?»
«Tienen fotos, pruebas de ADN Todo coincide. Ellos dijeron que me abandonaron en la nieve».
El silencio se hizo denso.
«Me dejaron allí», susurré. «Dijeron que no eran mis padres, que huían de una violencia y se perdieron en la estación. Buscaron años sin éxito».
«¿Y tus padres?», pregunté.
«Murieron hace diez años en un accidente de coche».
No supe qué decir. Marisol tomó mi mano. «No quieren nada de mí, sólo la verdad.».
Le estreché su mano y le dije, como siempre había dicho: «No importa lo que diga el pasado, eres y serás siempre mi hija».







