Ayer fue mi cumpleaños, y sinceramente, todavía no sé si fue un completo desastre o la celebración más épica de mi vida.

Ayer fue mi cumpleaños, y, la verdad, todavía no sé si fue un desastre total o la fiesta más épica de mi vida.

Para empezar, como alma ingenua que soy, le encargué la organización a mi mejor amiga, Lucía. Me juró que todo estaría “al más alto nivel”, que la mesa rebosaría de comida exquisita y que los invitados fliparían. ¡Claaaaro, Lucía! Cuando volví del trabajo, me encontré con una escena digna de una película de comedia sobre fiestas desastrosas.

En la mesa del salón reinaba el caos. Sobras de embutidos y quesos, ya un poco secos, se mezclaban con aceitunas que, al parecer, nadie se había molestado en probar. Los vegetales —pepinos, tomates y un pimiento morrón mustio— parecían cortados el lunes pasado. Hasta me entraron dudas de si Lucía había vaciado su nevera y lo había llamado “banquete de cumple”. Botellas de vino, refrescos y algo con burbujas estaban desperdigadas, algunas ya medio vacías. Vamos, que alguien empezó la fiesta sin mí.

Lucía, al verme entrar, brillaba como las luces de Navidad. “¿Qué tal? ¿A que mola?”, preguntó, señalando con orgullo ese apocalipsis gastronómico. Solo asentí, intentando disimular mi cara de poker. No quería herir sus sentimientos, porque, se notaba, lo había intentado. Pero solo podía pensar: “¿Quién come jamón reseco en un cumpleaños?”

Mi hermano Álvaro, como siempre, quiso aportar su granito de arena al absurdo. Apareció con una tarta que parecía haber sobrevivido a una aventura épica. La caja estaba abollada, la crema manchaba la tapadera y la frase “¡Feliz Cumpleaños!” parecía ahora una obra abstracta de Dalí. “¡La elegí yo!”, anunció orgulloso, dejándola en la mesa. La miré y pensé: “Bueno, con las velas encendidas igual no se nota mucho”. Pero Álvaro estaba tan contento que no tuve corazón para criticar. Al fin y al cabo, es mi hermano, y su entusiasmo siempre compensa sus meteduras de pata.

Sofía, mi compañera de trabajo, también destacó. Me regaló un kit de cosméticos que, por lo raído del embalaje, llevaba años empolvándose en su casa. “¡Pensé que te iba genial!”, dijo con una sonrisa tan sincera que no pude enfadarme. Bueno, algo nuevo para el baño, aunque ya me imaginaba que la crema con aroma a “jazmín” estaría pasada y el rímel, seco. Pequeños detalles.

Los invitados, por cierto, le dieron aún más color. Alguien trajo un karaoke, y en media hora la casa retumbaba con versiones desafinadas de éxitos de los 2000. Lucía, animada por un par de copas de vino, se creía la reencarnación de Rosalía y se lanzó a cantar “Malamente” con un ímpetu que seguramente los vecinos aún comentan. Álvaro, picado, le siguió con “La Macarena”, provocando risas a cascoporro.

Para la medianoche, la mesa era un paisaje desolador, pero el ambiente estaba por las nubes. Nos reímos de los regalos cutres, recordamos viejas historias e incluso hicimos un concurso improvisado de brindis. Ganó Sofía, que me deseó “tanta felicidad que no quepa en una maleta, pero sin que pese como una maleta de ladrillos”. Sigo sin entenderlo, pero sonó profundo.

Cuando la gente empezó a irse, miré el desastre en el salón y supe que este cumple no lo olvidaría jamás. Sí, la mesa fue un desastre, la tarta parecía terremoto en la repostería, y los regalos dieron más vergüenza que alegría. Pero hubo tantas risas, tanto cariño y momentos tan absurdos que no lo cambiaría por nada. Lucía, Álvaro, Sofía y los demás hicieron de mi día algo auténtico, loco y lleno de vida.

La próxima vez, claro, me encargaré yo. O al menos esconderé el jamón reseco antes de que lleguen. Pero, la verdad, fiestas así… son las que importan. Y ya estoy deseando que llegue el próximo cumple para ver qué nueva locura me espera.

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MagistrUm
Ayer fue mi cumpleaños, y sinceramente, todavía no sé si fue un completo desastre o la celebración más épica de mi vida.