Ay, queridos míos, qué día aquel se presentó… Gris, llorón, como si el propio cielo supiera que en Valderredible una pena amarga se cernía. Desde la ventana de mi consultorio miro, y en mi corazón algo no encaja, como si lo apretaran en un torno y lentamente lo retorcieran.

**Diario de un pueblo español**

Ay, queridos míos, qué día aquel Gris y llorón, como si el cielo mismo supiera que en Villar del Río se cocía una pena amarga. Desde la ventana de mi consulta, miraba con el corazón encogido, como si me lo apretaran en un tornillo y lo retorcieran poco a poco.

El pueblo entero parecía muerto. Los perros no ladraban, los niños se escondían, hasta el gallo revoltoso del tío Pepe callaba. Todos miraban hacia un mismo punto: la casa de Vera Ignacia, nuestra abuela Vera.

Y junto a su verja, un coche reluciente, urbano, ajeno. Brillaba como una herida reciente en el cuerpo de nuestro pueblo.

Vino a llevársela Nicolás, su único hijo. A una residencia de ancianos.

Había llegado tres días antes, bien vestido, oliendo a colonia cara, no a tierra de aquí. Entró primero a verme a mí, como pidiendo consejo, pero en realidad buscaba justificación.

Valentina Jiménez, usted misma lo ve decía, mirando al rincón, donde había un frasco de algodón. Mamá necesita cuidados profesionales. ¿Y yo qué? Entre el trabajo, los viajes Allí estará mejor. Médicos, atención

Callé, observando sus manos. Limpias, con uñas cuidadas. Esas mismas manos que de niño se aferraban al delantal de Vera cuando ella lo sacaba del río, azul de frío. Las mismas que se estiraban hacia los pasteles que ella horneaba, sin escatimar aceite. Ahora, con ellas firmaba su condena.

Nico dije, con voz quebrada. Una residencia no es un hogar. Es un lugar frío.

¡Pero hay especialistas! casi gritó, como si intentara convencerse. ¿Y aquí qué? Usted sola para todo el pueblo. ¿Y si de noche le da algo?

Y yo pensé:

*Aquí, Nico, hay paredes que curan. Aquí la verja cruje igual que hace cuarenta años. Aquí está el manzano que plantó tu padre. ¿Eso no es medicina?*

Pero no dije nada. ¿Qué se dice cuando alguien ya ha tomado su decisión? Se fue, y yo fui a ver a Vera.

Estaba sentada en el banco de siempre, recta como una vela, pero sus manos temblaban levemente. No lloraba. Sus ojos secos miraban al río.

Al verme, intentó sonreír, pero fue como si hubiese bebido vinagre.

Ya ve, Jiménez dijo con voz tan suave como el susurro de las hojas en otoño. Tuvo que venir mi hijo a llevarme.

Me senté a su lado. Tomé su mano: fría, áspera. Cuánto habrían trabajado esas manos labrando la huerta, lavando la ropa en el arroyo, abrazando a su Nico.

¿Hablar con él otra vez, Vera? susurré.

Ella negó.

No. Él lo decidió. Cree que es lo mejor. No es por maldad, Jiménez. Es su amor de ciudad. Cree que me hace bien.

Y ante esa resignación, se me partió el alma. No gritó, no se quejó, no maldijo. Lo aceptó, como había aceptado todo: sequías, lluvias, la pérdida de su marido, y ahora esto.

Por la noche, antes de irse, volví. Ya tenía su hatillo.

Qué poco llevaba. Una foto de su difunto en un marco, el pañuelo de lana que le regalé, una pequeña imagen de cobre. Toda una vida en un hatillo de tela.

La casa estaba impecable, el suelo reluciente. Olía a tomillo y, extrañamente, a ceniza fría. Se sentó a la mesa, donde había dos tazas y un plato con restos de mermelada.

Siéntate dijo. Tomaremos té. Por última vez.

Callamos. El viejo reloj marcaba el tiempo: uno, dos, uno, dos Contando sus últimos minutos allí.

Y en ese silencio había más dolor que en cualquier grito. Era el adiós a cada grieta del techo, a cada tabla del suelo, al olor a geranios en la ventana.

Luego se levantó, abrió el armario y sacó un paquete envuelto en tela blanca.

Toma, Jiménez me lo tendió. Un mantel. Lo bordó mi madre. Quédate con él.

Lo desdoblé. Sobre el lienzo blanco, azules acianos y amapolas. Y un borde bordado con maestría. Me faltó el aire.

Vera, ¿por qué? Guárdalo. No nos hagas esto. Que te espere aquí. Volverás.

Ella me miró con sus ojos desteñidos, donde había una tristeza infinita. Y supe que no creía en el regreso.

Llegó el día. Nicolás cargó su hatillo en el maletero. Vera salió al portal con su mejor vestido y el pañuelo de lana. Las vecinas, las más valientes, asomaron. Secaban lágrimas con el delantal.

Ella miró cada casa, cada árbol. Luego a mí. Y en sus ojos vi una pregunta muda: *¿Por qué?* Y un ruego: *No me olviden*.

Subió al coche. Orgullosa, recta. No miró atrás. Solo cuando el coche arrancó, levantando polvo, vi su rostro tras el cristal.

Una sola lágrima bajó por su mejilla. El coche desapareció, y nosotros seguimos mirando el polvo que se asentaba lentamente, como ceniza sobre brasas. El corazón de Villar del Río dejó de latir ese día.

Pasó el otoño, luego el invierno. La casa de Vera quedó abandonada, ventanas tapiadas. La nieve amontonada en el portal, nadie la quitaba. El pueblo parecía huérfano. A veces, al pasar, creía oír crujir la verja, verla salir y decirme: *Buenas, Jiménez*. Pero la verja callaba.

Nicolás llamó alguna vez. Decía que Vera se adaptaba, que la cuidaban bien. Pero en su voz había una pena que delataba la verdad: no era ella la encerrada, sino él.

Luego llegó la primavera esa primavera que solo se da en los pueblos. El aire olía a tierra húmeda, el sol era tan dulce que querías ofrecerle el rostro y sonreír. Los arroyos cantaban, los pájaros enloquecían.

Y un día, mientras tendía la ropa, apareció el coche conocido. Mi corazón dio un vuelco. ¿Mala noticia?

Se detuvo frente a la casa de Vera. Bajó Nicolás, demacrado, con canas que antes no tenía. Abrió la puerta trasera y me paralicé.

Ella salió, apoyándose en su brazo. Nuestra Vera.

Llevaba el mismo pañuelo. Parpadeó bajo el sol, respirando. Como si bebiera el aire.

Fui hacia ellos sin pensarlo.

Jiménez Nicolás me miró, con culpa y alegría a la vez. No pude. Se apagaba allí. Como una vela al viento. Solo miraba por la ventana. La visitaba, y me veía como a un extraño. Entendí, viejo tonto, que no curan las paredes ni las inyecciones a horas. Cura la tierra propia.

Hizo una pausa.

Hablé con el trabajo. Vendré cada fin de semana. Cada minuto libre. Y a usted, Jiménez, le pido cuídenla. Entre todos. No puede estar allí. Su lugar es aquí.

Vera tocó la verja, como acariciando un rostro querido. Nicolás abrió la puerta, retiró las maderas de las ventanas. La casa respiró. Volvió a vivir.

Ella entró, se detuvo en el umbral. Cerró los ojos. Aspiró el olor de su hogar. Y entonces sonrió. De verdad. Como quien regresa de

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MagistrUm
Ay, queridos míos, qué día aquel se presentó… Gris, llorón, como si el propio cielo supiera que en Valderredible una pena amarga se cernía. Desde la ventana de mi consultorio miro, y en mi corazón algo no encaja, como si lo apretaran en un torno y lentamente lo retorcieran.