¡Ay, pero ¿quién es este?” — exclamó Lucía, sorprendida al entrar en la cocina de su amiga.

Oye, ¿y este quién es? se sorprendió Lucía al entrar en la cocina de su amiga.

Bajo la luz amarilla de la lámpara, en un rincón junto a la mesita más pequeña, se acomodaba con aire desvalido un hombre calvito de unos cuarenta años. Y el tipo, con modestia pero destreza, picaba perejil con el cuchillo ancho de Olga.

Lucía, este es Toño. Toño, ella es Lucía murmuró Olga, ruborizándose. Toma el azúcar, vamos.

Le metió en las manos a la vecina una lata marcada con cristales de azúcar y la empujó deprisa hacia el pasillo.

¡Mucho gusto! alcanzó a gritar Lucía por encima del hombro, intentando analizar con mirada experta al “nuevo” de su amiga.

Pero ni en los detalles había nada impresionante. Nada que justificara que ya estuviese metido en el delantal de Olga, con esos donuts de colores.

Toño, ahora vuelvo gritó Olga hacia la cocina y cerró la puerta de golpe.

Y entonces, en el pasillo, Lucía la agarró con fuerza de muerte:

¡Cuéntame ya!

¿Qué quieres que te cuente? intentó esquivar Olga. Ay, vale, vamos.

Las amigas salieron del piso, cruzaron el estrecho recibidor y entraron en el dúplex de al lado.

En casa de Lucía olía a canela y a perfume de Dior. Y todo, desde el puff blanco junto a la puerta, transmitía el cuidado que le ponía a su hogar.

«No como el mío», pensaba siempre Olga al entrar, recordando los desconchones del pasillo.

¡Cuéntame! repitió Lucía, exigente.

Echó azúcar en el bol de crema, agarró la varilla y clavó la mirada en su amiga.

¿Y tu Rodrigo? intentó cambiar de tema Olga.

En una reunión. Tardará. ¡Venga!

¿Qué venga? Lo vi en el mercado. Pues lo recogí.

¿Cómo? frunció el ceño Lucía, incrédula.

Bueno, lo veo ahí, un tipo con hierbas. Con gabardina, buena pinta. Pero como abandonado. Me acerco. “¿Cuánto el perejil?”, pregunto. Y él: “¿Puedo regalárselo?”. Yo: “¿Por qué?”. Y él: “Es que me hice una promesa: si se me acerca una mujer con ojos tristes, le regalo todo. Lléveselo, lo cultivé yo”.

¿Y tú?

Pues lo cogí. Iba a irme, pero le dije: “¿Por qué dice que tengo ojos tristes? No los tengo tristes”. Y él me miró en silencio Luego agarró mis bolsas y se vino conmigo.

¿Y tú? Lucía olvidó que llevaba la varilla y se rascó el flequillo con ella.

Pues iba callada, pensando qué hacer. Al final dije: “Bueno, el pobre está como perdido. Que se quede. Nos conocimos por casualidad”.

¡No me digas! ¿Así, sin más, te traes a un tío de la calle? ¿Escondiste al menos lo valioso?

¡Lucía! se enfadó Olga. ¿Qué dices? Es médico, por cierto. Radiólogo.

Ajá, ¿le viste el carné?

Oye, ¡tú misma me lo dijiste! se quejó Olga. Lo del aguacate

¿Qué aguacate? se perdió del todo Lucía.

Y Olga volvió a recordar aquella tarde en la misma cocina

El aguacate estaba cortado en finas láminas, con un degradado de verdes. Cerca de la piel, el tono era intenso, casi hierba, y se volvía lechoso junto al hueso.

Olga nunca supo elegir aguacates. En el súper, pasaba horas palpando los frutos, presionando su piel rugosa, tratando de adivinar su punto. A veces creía acertar, pero al abrirlo, el cuchillo se hundía como en una patata. Entonces lo dejaba madurar un par de días.

Pero aquel día, el aguacate era perfecto. Lo había comprado Lucía, que tenía mejor ojo. Olga tomó un trozo con el tenedor y lo dejó en la boca. No hacía falta masticarlo; el sabor fresco, con un toque de nuez, lo llenaba todo

Tú misma dijiste que el aguacate no se elige por fuera. Ni por tacto. Hay que sentirlo explicó Olga, volviendo al presente.

¿Y eso qué tiene que ver con los hombres?

Pues que a ti siempre te salen bien. Como los aguacates No como a mí bajó la cabeza Olga.

¿Y sentiste algo con este Toño? a Lucía le costó recordar su nombre y siguió sin verle gracia.

Me dio paz. Aunque el mercado estaba lleno de gente. Y pensé: “¿Y si no importa que sea normal?”.

Vale pues vete, no sea que le pase algo.

Lucía la empujó hacia la puerta con la lata de azúcar y pegó el oído a la rendija. Oyó el clic de la puerta de al lado. Silencio.

«Bueno, ¿y si?» volvió a la cocina y por fin removió la crema del pastel.

Mientras, Olga entró en su casa y allí estaba Toño. Con el delantal de donuts, ahora subido en un taburete, pegando un trozo de papel pintado a la pared.

Perdona, lo encontré en la cocina cuando buscaba un tarro para el perejil. El pegamento también estaba ahí. Pensé ¿te molesta? dijo, inseguro, balanceándose en el taburete.

Olga saltó hacia él, ágil como un lince, y le agarró las piernas. Bajo los vaqueros oscuros, notó sus rodillas. Las palpó como si fuera un aguacate bajo la piel dura y pensó, sorprendida: «mío».

Toño se quedó quieto, quizá por no soltar el papel, quizá por no espantar algo frágil pero importante.

Al final, apartó las manos de la pared y acarició suavemente el pelo fino de Olga.

¿Te gusta el aguacate? preguntó ella de pronto, cerrando los ojos.

¡Mucho! contestó él, aunque nunca lo había probado.

Y en ese instante, los dos sintieron cómo el papel pintado, aún húmedo de cola, los cubría con un suave crujido. O quizá era la felicidad.

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MagistrUm
¡Ay, pero ¿quién es este?” — exclamó Lucía, sorprendida al entrar en la cocina de su amiga.