¡Eh, señora, una porción de tarta para la niña! exclamó el hombre que estaba sentado en los escalones de la confitería de la Plaza Mayor, con el chaquetón empapado de la llovizna y la mirada cansada. Por lo general, la gente pasaba a su lado como si fuera una sombra más; pero ahora, al sacar del bolsillo unos billetes arrugados y tendérselos a la mujer que regañaba a su hija, la ciudad entera pareció detenerse por un instante.
La niña sollozaba desconsolada por una tarta de chocolate, y su madre, roja de vergüenza y impotencia, murmuraba entre dientes:
Ya no nos queda ni un duro para la confitería, hija ¡solo nos queda pastel de mamá!
Cuánto le duele a una madre ver a su pequeña llorar por tan poco, cuando en el fondo sabe que en otras épocas ese deseo hubiera sido fácil de cumplir pero ahora cada euro cuenta.
El mendigo la observó un momento. Tal vez recordó su propia niñez, cuando su madre le limpiaba la nariz y le aseguraba que todo iba a estar bien. O quizá sintió que el llanto no era por la tarta, sino por la impotencia.
Tome, señora. Que también ella pueda disfrutar un poquito. Yo me las arreglo dijo, extendiendo la mano con firmeza y calidez, como si no entregara dinero sino una bendición.
La mujer se quedó helada. Quiso rechazarlo, pero la mano del hombre era tan segura que no pudo decir que no. La niña dejó de llorar y miró al desconocido con los ojos tan grandes como los de un gigante de cuento.
Gracias logró entrecortar la madre, con la garganta llena de lágrimas.
No me agradezca a mí, señora. Agradezca a Dios que todavía nos deja ser humanos repuso él, ajustándose la capucha desgarrada y volviendo a su sitio en los escalones. No esperó gratitud ni pidió nada a cambio; fue solo un gesto, un rayo de luz en un día gris.
Al día siguiente, la mujer volvió, llevando una cajita de plástico. No se apresuró, ni miró a los lados para asegurarse de que nadie la viera.
Él estaba en el mismo escalón, en el mismo rincón de la ciudad, con la misma ropa delgada para el frío.
Cuando la vio, quiso levantarse de un salto, pero ella le hizo señas:
Espere, no se levante. Le traje algo.
Dejó la caja a su lado.
Pastel lo hice yo mismo. Pero no se enfade conmigo mi hija es un poco caprichosa. Quiere dulces de tienda, no los caseros. Y estamos pasando por una época en la que los caprichos son un lujo. Pero quería agradecerle.
Él alzó la mirada. Tenía esos ojos turbios de quien ha visto más noches que días, pero en ellos brillaba una luz cálida.
Gracias, señora no era necesario.
¡Claro que sí! repuso ella, tartamudeando como quien teme herir.
Dígame ¿cómo terminó aquí? preguntó, curioso.
El hombre respiró hondo, frotándose las manos como si el relato fluyera mejor al calentarlas.
Como ve, la botella me trajo. Esa fue mi tarta favorita y me devoró vivo. No me desperté un día tirado en la calle; bajé paso a paso, escalón a escalón. Y cuando miré alrededor ya no había nadie.
Guardó silencio un instante.
Pero no fue la pobreza, el frío o el hambre lo que me despertó.
Una noche estaba más borracho que un pulpo en una jarra y dormí en una banca del Retiro. Me quedé allí como un saco abandonado. Otro borracho, sin razón, empezó a golpearme. No sé a quién ataca; tal vez al mundo entero. Yo, mareado, no podía moverme. Sólo sentía puños y piernas y nada podía hacer.
La mujer se llevó la mano a la boca sin notarlo.
¡Cielo santo!
Entonces me dije continuó él que si volvía a beber, la primavera nunca volvería a encontrarme. Que no habría quien me buscara ni quien me llorara. Y me asusté.
Tanto asustado, que aquel golpe, esa sombra de muerte, despertó mi cerebro. Me arrancó de una vez por todas. Desde entonces, no volví a tocar esa botella.
Miró la tarta, casi con desdén.
Sepa, señora estoy agradecido de haber llegado a la calle. Porque si no, no me habría levantado. Aquí, en estos escalones, entre gente que me ve o no, descubrí que aún tengo vida.
Ella se quedó sin palabras, se sentó a su lado, una escalera más abajo, para estar a su altura.
Yo también le agradezco susurró por la tarta de ayer y por la lección de hoy.
Él sonrió, una sonrisa rara, cálida, de quien no ha olvidado ser humano, aun cuando la vida le ha arrebatado casi todo.
A veces, los que juzgamos por la ropa rota o el camino errante llevan dentro la mayor enseñanza de humanidad. La bondad no se mide en euros, y la generosidad no depende del monedero, sino del corazón. Y la vida nos muestra, de vez en cuando, que un pequeño gesto puede levantar a una persona, salvar un día o curar una herida.






