Avergonzado de Ellos: Mi Hijo Olvida Quién lo Crió

En una cocina nueva, blanca como la nieve, en un piso de lujo con ventanales en el undécimo piso, Javier saboreaba un café aromático en una taza de porcelana cara. Llevaba un traje impecable, el pelo perfectamente peinado, el rostro sereno y seguro. Esta vida le gustaba: pulcra, sin sobresaltos, sin recuerdos del pasado. De repente, sonó el timbre. Frunció el ceño: qué mala timing. Dejó la taza sobre la mesa de mármol y fue a abrir, rezongando.

—¿Quién es?

—Soy yo, hijo… tu madre.

Se quedó petrificado. Tras la puerta, encogida por el frío, había una mujer con un abrigo viejo y un pañuelo sobre el gorro. En sus manos, una bolsa llena de conservas, miel, embutidos y tarros atados con trapos. Por debajo del abrigo asomaban unos zapatos gastados. Sus labios temblaban más por los nervios que por el frío.

—¿Mamá? ¿Por qué no me llamaste antes? —susurró, echando una mirada furtiva al pasillo, por si algún vecino la veía.

—Javi, no contestabas. Tenía que venir, hay problemas en casa… necesitamos tu ayuda.

Suspiró, la hizo pasar de golpe y cerró la puerta rápido. Sus ojos no paraban de moverse: ¿dónde esconderla?

Javier vivía en Madrid desde que dejó su pueblo cerca de Cuenca. Estudió, sacó matrículas, entró en una multinacional. Con contactos, suerte y ambición, su carrera despegó. A sus padres apenas los visitaba. Alguna llamada en Navidad o Semana Santa, pero el pasado le daba vergüenza. Nunca lo mencionaba.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó con frialdad mientras ella se quitaba los guantes torpemente.

—Tu primo, Juanito, está muy enfermo. Rosa y Manuel no dan más. Con el nuevo bebé y sin trabajo… hijo, ellos te ayudaron cuando estudiabas. Aunque sea un poquito…

Antes de que pudiera responder, sonó de nuevo el timbre. Se giró brusco.

—¡Quédate callada! —silbó—. No salgas. ¡Que no te vea nadie!

La encerró en el dormitorio y fue a abrir. Era su compañero Álvaro.

—Oye, Javier, ¿la portera ha dicho que ha venido tu madre? —preguntó, arqueando una ceja—. Pero tú siempre dijiste que tus padres murieron en un accidente en Cancún…

—¡Ah! La portera se confunde. Era una señora perdida. Ya se fue —se rió incómodo y cambió de tema—. Oye, ¿podrías ir a por vino? Viene Sofía, la hija del jefe. Quiero impresionarla. Esto puede ser algo serio.

Le guiñó un ojo y casi lo empujó fuera. Al volver, miró hacia el dormitorio. Su madre estaba sentada al borde de la cama, rígida, con los ojos vidriosos. Lo había oído todo.

—Hijo… ¿dices que estamos muertos? —murmuró con voz quebradiza—. ¿De dónde sacas tanta vergüenza?

Hizo una mueca.

—Mamá, basta. ¿Cuánto necesitan?

—Cuarenta…

—¿Mil euros?

—¡No, hijo! Cuarenta euros…

—¿Y por esta tontería arruinas mi noche? Toma, cincuenta. Y no vuelvas así, por favor. Tengo otra vida ahora. Somos distintos.

Le pidió un taxi, una habitación cutre cerca de la estación y un billete de vuelta. Se despidió sin mirarla.

Esa noche, entró con Sofía en el dormitorio. Ella se sentó en la cama, olfateó el aire y vio la bolsa.

—¿Qué es este trasto? Javier, ¿qué peste es esta?

—La asistenta, otra vez dejando sus cosas. Este mes le quito el bonus —dijo distraído, apartando la vista.

Mientras tanto, en un vagón destartalado de tren, su madre viajaba de vuelta. Miraba por la ventana las luces fugaces, tragando lágrimas. Se preguntaba: ¿en qué fallaron? ¿Cuándo perdieron a su hijo, que ahora le avergüenza su olor, sus manos, su vida?

Y por qué el amor con el que lo criaron les dolía tanto ahora…

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Avergonzado de Ellos: Mi Hijo Olvida Quién lo Crió