Aventura junto al mar

**Viaje al Mar**

A los cincuenta y nueve años, Miguel Ángel Martín quedó viudo. Su hija, apenas terminaron los funerales, le propuso mudarse con ella.

—Papá, ven con nosotras. No puedes quedarte aquí solo. Es demasiado duro. Aunque sea por un tiempo, mientras te recuperas…

—Gracias, hija, pero no iré. No te preocupes por mí. No soy un anciano inútil, me las arreglo bien. ¿Qué haría en tu casa? Mejor quédate tú aquí un poco más —dijo Miguel Ángel, mirándola con esperanza.

—Papá, Leo y Sergio están solos. Leo está en esa edad difícil y Sergio no para de trabajar… Tengo que irme —respondió Lucía, abrazándolo.

—Lo entiendo —murmuró él, acariciándole la mano.

—Prométeme que me llamarás si necesitas cualquier cosa.

—¿Qué voy a necesitar? Sé cocinar, la lavadora hace su trabajo y puedo fregar el suelo. Cuando Isabel enfermó, aprendí a hacerlo todo. Ella solo me guiaba. ¿O acaso crees que vivo en la suciedad? —Su voz sonó herida.

—No, papá, tu casa está impecable. Solo me preocupo por ti —susurró Lucía, apoyando la cabeza en su hombro.

—No voy a ahogar las penas en alcohol. De joven no me tentaba el whisky, y ahora ya es tarde para empezar. No te inquietes, ve con tranquilidad.

Así quedaron. Miguel Ángel le preparó a Lucía una bolsa con provisiones. Ella la levantó, sorprendida por el peso.

—Papá, ¿para tanto? Ya tenemos de todo.

—¿Y si tu madre me viera negarte algo? Llévatelo, nunca sobra. El tren te llevará, y Sergio te esperará al llegar —refunfuñó, sin malicia.

Llegaron a la estación minutos antes de la salida. La revisoría revisó el billete y les advirtió que el tren partía en un minuto. Lucía abrazó a su padre por última vez, besó su mejilla barbuda y, con prisas, tomó la bolsa mientras escondía las lágrimas. Subió al vagón y, tras la puerta cerrada, saludó con la mano, sonriendo a través del llanto.

Miguel Ángel observó cómo el tren se convertía en un punto lejano hasta desaparecer. Un dolor agudo le atravesó el pecho. Ahora estaba solo. Mientras Lucía estuvo allí, se mantuvo firme, pero ahora dejó escapar las lágrimas. A su alrededor, la gente reía y charlaba, pero él caminó hacia la parada del autobús como si atravesara un desierto, ciego a todo.

«Ay, Isabel, ¿cómo vivir sin ti? ¿Me equivoqué al no ir con Lucía?» Al llegar a la parada, decidió volver a casa a pie, retrasando el encuentro con el piso vacío.

Caminó lentamente por la calle polvorienta, recordando cómo conoció a Isabel…

***

Desde el instituto, Miguel estuvo enamorado de Abril, una chica frágil, con un rostro salpicado de pecas doradas y cabello rojizo. Las pecas nunca desaparecían, ni siquiera en invierno, solo se aclaraban un poco. Miguel la llamaba cariñosamente «mi sol».

En el último curso, el padre de Abril enfermó de tuberculosis. Los médicos recomendaron mudarse a un clima más cálido, lejos de la humedad del centro. Sus padres vendieron el piso y se trasladaron al sur, a la costa mediterránea, donde compraron una casa.

Al principio, Miguel y Abril se escribían constantemente. En cada carta, él le prometía visitarla el verano siguiente. Su madre se quejaba de que, en vez de estudiar para los exámenes de ingreso a la universidad, perdía el tiempo soñando. Pero Miguel apenas la escuchaba; su mente ya estaba allí, con Abril.

Tras el primer año, Miguel se unió a una brigada de construcción para ahorrar y no pedir dinero a sus padres. Regresó en agosto, delgado y moreno, y anunció que viajaría al sur, a ver a Abril.

Su madre se opuso.

—No irás solo. Escribe primero, avisa a sus padres. No puedes aparecer así, de sopetón. Un año ha pasado, las cosas cambian.

No había móviles entonces, y los teléfonos fijos eran un lujo, sobre todo en una casa particular. Miguel tuvo que enviar otra carta, esperando impaciente la respuesta, lamentando no haberlo hecho antes.

Cuando llegó, descubrió que conseguir billete de tren era casi imposible, y más aún el de vuelta. Todos parecían haberse puesto de acuerdo para pasar el verano en la playa. Así que ese año, Miguel no vio a Abril.

Frustrado, escribió prometiendo que al siguiente verano iría sin falta, que aún tenían todo por delante…

Abril no respondió. Miguel sufrió, se enfadó con sus padres, envió carta tras carta… pero el silencio persistió.

Una mañana lluviosa de otoño, corriendo hacia la parada, chocó con una chica. De la impresión, ella dejó caer su bolso en un charco. Ese día, Miguel no llegó a clase.

Él e Isabel —así se llamaba— hablaron en una cafetería. Con ella se sentía en casa, como si se conocieran de siempre. Ella estudiaba enfermería. Su bolso y sus libros secaban junto al radiador.

—¿No te importa perder clase por mí? —preguntó él, preocupado.

—Un examen de anatomía. El profesor es estricto, igual habría suspendido —respondió ella, despreocupada.

A Miguel le cautivaron sus ojos negros, profundos como un abismo. Al principio, aún pensaba en Abril, pero ella estaba lejos, y el amor nuevo, tan cerca.

A su madre, Isabel le cayó bien: seria, humilde, con una profesión digna. No le daba miedo dejar a su hijo en sus manos. Su amor fue tranquilo, como ella. Se graduaron juntos y se casaron. Un año después, Isabel dio a luz a Lucía.

Abril aún aparecía en sus sueños. Miguel despertaba alterado, pero se calmaba al ver a Isabel y a su hija. Seguramente Abril también tendría su familia. No había por qué lamentarse. Las cosas fueron como fueron.

***

De vuelta en casa, Miguel Ángel decidió no sumirse en la tristeza. Limpió: retiró los paños negros de los espejos, lavó las sábanas que usó Lucía, abrió las ventanas y fregó el suelo. El ruido de la ciudad entraba a raudales, y el piso ya no parecía tan vacío.

«Mira, Isabel, lo llevo bien. No te preocupes por mí. Pronto nos veremos», murmuraba, mirando su foto en el marco. Lucía quería ponerle un lazo negro, pero él se negó. «Para mí sigue viva, aquí, en mi corazón», le dijo con firmeza.

En el trabajo, el director lo llamó.

—Sé lo duro que es ahora. Te conseguimos un viaje al sur, descansa. Es temporada baja, tranquila, con fruta fresca.

—Pero ya usé mis vacaciones —objetó Miguel Ángel.

—Tómalas sin sueldo. Te aprobé una ayuda económica. Considéralo un bonus por tu dedicación —dijo el director, dándole una palmada en el hombro.

Miguel compró un billete de tren para mediados de septiembre y solicitó el permiso.

Con Isabel solo habían ido al sur una vez, cuando Lucía, a los cinco años, enfermaba sin parar. El médico recomendó el mar para fortalecerla. Tras el viaje, mejoró. Luego, a Isabel le falló el corazón, y los viajes quedaron atrás.

En el tren, Miguel Ángel dormitaba en el litera inferior o recordaba viejos tiempos al ritmo de las ruedas. «¿Y si encuentro a Abril? ¿Cómo estará? ¿Me guardará rencor?» Se reprendió: «Tendrá su vida, su familia. No debo revivir el pasado». Otra idea lo asaltEl sol del atardecer teñía el Mediterráneo de oro mientras Miguel Ángel cerraba los ojos por última vez, sintiendo que Isabel le tomaba la mano para guiarlo hacia un lugar donde el dolor ya no existía.

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