Hoy me apetece escribir sobre algo que llevo en el corazón. Mi hermano y yo ya somos adultos, con nuestras propias vidas y familias, pero nuestro padre, de 70 años, sigue siendo el pilar de nuestra familia. Vive solo en una casita en las afueras de Madrid. Mamá ya no está con nosotros, y tanto yo como mi hermano Jaime hacemos lo posible para que no se sienta solo y siempre esté rodeado de amor y atención. Me llamo Javier, y mi hermano se llama Jaime. Aunque la rutina nos consume, los dos intentamos visitarle con frecuencia.
Cada domingo voy a su casa. Le preparo comida para varios días: cocido, tortilla de patatas, lentejas y guisos. Siempre bromea diciendo que cocino mejor que en ningún restaurante, pero sé que lo hace solo para hacerme feliz. Mientras cuecen los platos, aprovecho para limpiar y arreglar lo que haga falta. Se llama Francisco José, pero todos le decimos Paco. Le encanta rememorar su juventud y cuenta las mismas anécdotas una y otra vez. Pero yo nunca me canso de escucharlas, porque en sus palabras vive su historia, y me encanta ver cómo se le ilumina la mirada al recordar.
Jaime va los miércoles. Vive algo más lejos, pero siempre saca tiempo. Él se encarga de las reparaciones: arregla grifos, corta el césped, y en invierno quita las hojas secas del jardín. Nuestro padre intenta echar una mano, pero le insistimos en que descanse. “Con vosotros no tengo tiempo para aburrirme”, dice riendo. A veces, Jaime lleva a su hija Lucía, de siete años. La pequeña adora a su abuelo, y él le corresponde con cuentos y partidas de damas. Esos ratos son su mayor alegría.
Paco es muy activo a pesar de sus años. Tiene un pequeño huerto donde cultiva tomates, pimientos y hierbas aromáticas. Dice que trabajar la tierra le mantiene en forma. También le gusta leer el periódico y ver películas antiguas. Alguna vez le proponemos salir a pasear o visitar a otros familiares, pero casi siempre se queda en casa: “Aquí estoy bien”. Pero sabemos que nuestras visitas son importantes para él. Nunca lo dirá abiertamente, pero su sonrisa lo dice todo.
Jaime y yo somos muy distintos, pero en algo coincidimos plenamente: admiramos a nuestro padre. No es solo nuestro progenitor, es un ejemplo. Recuerdo cómo nos enseñó a trabajar duro, a ser honestos y a respetar a los demás. Incluso ahora, siendo padres nosotros mismos, sigue siendo nuestra referencia. Tras la pérdida de mamá, se volvió más callado. Pero intentamos llenar ese vacío con cariño. A veces pienso cuánto le habría gustado a ella vernos cuidar de él.
Mi mujer, Marta, también le quiere mucho. Siempre le compra pan recién hecho o le lleva mermelada casera. Paco le da las gracias y bromea: “Me estáis malcriando”. Tenemos dos hijos: Álvaro, de doce años, ayuda en el huerto, y Elena, de nueve, se queda embobada escuchando las historias de su abuelo. Esos momentos nos unen como familia.
A veces pienso en lo rápido que pasa el tiempo. Paco ya no tiene la misma energía de antes, pero su espíritu sigue fuerte. Jaime y yo tenemos claro que nunca lo dejaremos solo. Si hace falta, lo acogeremos en casa o buscaremos ayuda. Pero mientras quiera seguir en casa, respetaremos su decisión. Lo importante es que sepa que siempre estaremos ahí.
Nuestras visitas domingueras y los miércoles de Jaime se han convertido en rituales. No es solo cuestión de la comida o las tareas, es nuestra forma de decirle lo mucho que significa para nosotros. Cuando le veo sonreír, cuando abraza a Lucía o me da las gracias por la cena, sé que estos momentos no tienen precio. La vida me ha enseñado a valorar a la familia, y doy gracias por tener a un padre que sigue siendo nuestro lazo más fuerte.