Aunque somos adultos, nuestro padre sigue siendo el eje de nuestra familia

Mi hermano y yo somos ya adultos, cada uno con su propia familia, pero nuestro padre de 70 años sigue ocupando un lugar especial en nuestros corazones. Vive solo en una casita en las afueras de Madrid. Nuestra madre ya no está con nosotros, y tanto yo como Luis hacemos lo posible para que nuestro padre no se sienta solo y siempre esté rodeado de cariño. Me llamo Javier, y a mi hermano le dicen Luis. Aunque estamos ocupados, los dos nos esforzamos por visitar a nuestro padre con regularidad, aunque el trabajo a veces nos quite mucho tiempo y energía.

Yo voy a verlo todos los domingos. Le preparo comida para varios días: cocido, tortilla de patatas, pisto y lentejas. Siempre bromea diciendo que cocino mejor que en un restaurante, aunque sé que es su manera de hacerme feliz. Mientras cuecen los guisos, limpio la casa y reviso que todo esté en orden. Se llama Antonio Martínez. Le encanta recordar su juventud y repite las mismas historias que he escuchado docenas de veces. Pero nunca me cansan, porque en esos relatos está su vida, y me encanta ver cómo se le iluminan los ojos al revivir el pasado.

Luis lo visita durante la semana, normalmente los miércoles. Vive un poco más lejos, pero siempre encuentra tiempo. Se ocupa de los arreglos de la casa: arregla grifos, corta el césped y en invierno retira la nieve del camino. Nuestro padre intenta ayudarlo, pero insistimos en que descanse. “No me dejáis aburrirme”, dice riendo. A menudo, Luis lleva a su hija Lucía, de siete años, que adora a su abuelo, y él le corresponde contándole cuentos o enseñándole a jugar al ajedrez. Esos momentos son su mayor alegría.

A pesar de su edad, nuestro padre es muy activo. Tiene un pequeño huerto donde cultiva tomates, pimientos y hierbas aromáticas. Dice que trabajar la tierra lo mantiene en forma. Le gusta leer el periódico y ver películas antiguas. A veces intentamos convencerlo para que nos acompañe a dar un paseo o a visitar a familiares, pero casi siempre se niega: “En casa estoy bien”. Aun así, sabemos que nuestras visitas son lo más importante para él. Nunca lo dice abiertamente, pero su sonrisa lo expresa todo.

Luis y yo somos muy distintos, pero en algo coincidimos plenamente: valoramos infinitamente a nuestro padre. No es solo nuestro progenitor, sino también un ejemplo. Recuerdo cómo nos enseñó a trabajar, a ser honestos y a respetar a los demás. Incluso ahora, siendo ya padres nosotros mismos, sigue siendo nuestra referencia. Tras la pérdida de nuestra madre, cambió, se volvió más callado. Pero procuramos llenar ese vacío con nuestro afecto. A veces pienso cuánto le habría gustado a ella vernos cuidar de él.

Mi mujer, Carmen, también lo quiere mucho. A menudo le lleva dulces caseros o conservas. Él siempre le da las gracias y bromea diciendo que lo hemos “malacostumbrado”. Tenemos dos hijos: el mayor, Pablo, de doce años, lo ayuda en el huerto, y la pequeña, Laura, de nueve, escucha embelesada sus historias. Esas visitas fortalecen nuestros lazos familiares.

A veces reflexiono sobre lo rápido que pasa el tiempo. Nuestro padre ya no tiene la misma energía de antes, pero su espíritu sigue fuerte. Luis y yo tenemos claro que jamás lo dejaremos solo. Si hiciera falta, lo llevaríamos a vivir con nosotros o contrataríamos ayuda. Pero mientras quiera mantener su independencia, la respetaremos. Lo esencial es que sepa que siempre estaremos ahí.

Nuestras visitas dominicales y entre semana se han convertido en una tradición. No es solo cuestión de asegurarnos de que tenga comida o la casa en orden, sino nuestra manera de decirle cuánto lo queremos. Y cuando lo veo sonreír mientras abraza a Lucía o da las gracias por la cena, comprendo que esos instantes no tienen precio. La vida me ha enseñado a valorar a la familia, y doy gracias por tener a nuestro padre, que sigue siendo el nexo que nos une a todos. Al final, lo que perdura no son las posesiones, sino el amor que compartimos.

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Aunque somos adultos, nuestro padre sigue siendo el eje de nuestra familia