¡AÚN HAY TIEMPO!

Al mediodía tiene programada la intervención. Simple, programada, una hora de anestesia, maniobras sin complicaciones y alta el mismo día. Podía acompañarla, pero ella no insistía. Sabía que él estaba ocupado; la apertura de la nueva sucursal de la empresa estaba a la vuelta de la esquina.

Todo saldrá bien le dijo. Te llamo en cuanto termine.

Le dio un beso en la mejilla, metió en el bolso varias bolsitas de pienso para los gatos que viven en el sótano y se escabulló por la puerta.

Él se ajustó la corbata, se miró una vez más en el espejo con escrutinio y, tomando la carpeta del proyecto sobre la mesa, se dirigió al coche.

Como director general de la compañía que había llevado a la cima del mercado en pocos años, su puesto exigía entrega total. Y él entregaba. Cada minuto libre, en exceso. Se consolaba pensando que todo era por ellos, por ella, incluso por los gatos del sótano a los que ella alimentaba sin cesar.

No es que no le gustaran los gatos; simplemente aquel hobby le parecía una distracción inútil, sin sentido, una peculiaridad de la que había de convivir como se convive con los defectos del ser amado. Por eso, cada intento de llevar a casa a esos felinos sin dueño terminaba en rotundo rechazo. No veía utilidad ni provecho. Le resultaba más fácil aceptar un gato de raza exótica, dignidad que sí añadía estatus. ¿Y los del sótano? No sabía qué sacar de ellos, y ella ya estaba harta de explicarle.

Operación simple programada nada fuera de lo común ¡Yo debería haber ido con ella! se repetía una y otra vez durante la semana, miles de veces, hasta que, lanzado al hospital, agarró con fuerza la bata blanca del médico, tembló mientras le retorcía la mirada al cirujano, destrozó el proyecto que le mantenía alejado y, arrodillado junto a la cama, presionó su frente contra su mano implorándole que no lo dejara, que regresara, que abriera los ojos, que pronunciara al menos una palabra.

Pero ella guardó silencio. Ninguno de los dos sospechaba que una operación programada y una hora de anestesia podrían convertirse en una coma

Hacemos todo lo que está en nuestras manos le decía el médico.

¡Ustedes no hacen nada! exclamaba él, impotente, pagando la habitación privada de ella.

Hay una oportunidad, hay que esperar intentaba calmarlo la enfermera.

¿Dónde está esa oportunidad? gritó al pasillo cuando, tras una semana, Almudena aún no despertaba.

Recorrió todas las opciones: consultas con los mejores especialistas, música, charlas, inundó su habitación de flores. Casi dejó de acudir a la oficina, sólo para estar a su lado cada instante libre. Suplicó, prometió, chantajeó. Cediendo a la ira del momento, la besó mientras recordaba la absurda historia de la Bella Durmiente, y, con cada día que pasaba, se hundía más en la desesperación, en una furia animal que quería destrozarlo todo.

Sillas volteadas, jarrón roto, bolsa tirada al suelo en un arrebato de cólera, bolsitas de pienso esparcidas por el piso. No llegó a alimentar a esos gatos que tanto le molestaban, pero que ella cuidaba con devoción.

¡Qué desgraciado! exclamó, sintiendo que todo se desmoronaba.

Quisiera retroceder, borrar con un gesto la escena. Estaría dispuesto a arrastrarse de rodillas, a rescatar a esos gatos, a amar para que ella

De pronto, el impulso que había mantenido su adrenalina a flor de piel se disipó. Con las manos temblorosas recogió del suelo los paquetes de pienso, para dentro de diez minutos estar frente a la puerta del sótano.

Se llama felinoterapia, aunque no existen casos documentados de ayuda en situaciones como la nuestra comentó, con seriedad, el médico que la atendía, observando cómo él introducía una sexta transportadora para la paciente.

Entonces seremos los primeros repuso, con el pecho oprimido, mientras liberaba a los animales de sus jaulas.

Son sus gatos. ¿Entiendes? ¡SON DE ELLA! gritó, dispuesto a entregarlo todo solo para decírselo, para que ella supiera

Avisaré al personal.

Gracias debí haberlo hecho antes ¿Me entiendes? Yo

Nunca pierdas la esperanza. Todos aprendemos de nuestros errores, no lo olvides.

No lo olvidaré nunca más.

Al mediodía tiene programada la intervención. Simple, programada, una hora de anestesia, maniobras sin complicaciones y alta el mismo día. Almudena no insiste en que él esté presente. Vuelve a sonreír, feliz, al verlo desabrochar la corbata y, con una mueca de disgusto, ponerse una sexta correa tras otra a los gatos que se resisten y huyen.

Sus gatos. Los de la bodega, plagados de pulgas, con los que ella despertó el año anterior, sin comprender qué le ocurría.

Siete pares que perforaban sus ojos. Seis suspiros aliviados al borde del oído y un grito victorioso, lleno de infinita alegría, que jamás olvidará.

Quizá por eso, ahora que vuelve a enfrentarse a lo mismo, no siente miedo. Al ver al hombre, agotado, con pelos de gato adheridos a la camisa, mirándola reprochador, ella amplía la sonrisa.

Y se ríe a carcajadas ante los curiosos que los rodean. Un hombre elegante, rodeado de seis gatos sin raza pero increíblemente cuidados, cada uno tirando de una delicada correa, haciendo sonar la calle con un ¡Miau! indignado un espectáculo no apto para corazones débiles.

Operación. Simple. Programada. Una hora de anestesia, maniobras sin complicaciones y alta el mismo día. Y si no dejan de morder todo, la próxima vez se quedarán en casa murmura, sentado en la entrada del hospital, con una ligera rosa mordisqueada pero aún hermosa sobre sus rodillas.

Mira el reloj, acomoda con delicadeza los seis colgantes coloridos, verifica que las correas no estén sueltas y, al mirar por la ventana de la habitación donde Almudena despierta tras la cirugía, sabe que pronto podrán entrar. Entonces podrá quejarse de los seis felinos holgazanes que, sin ella, no le hacen caso.

Y decirle, con la voz quebrada, cuánto la ama y que la amará siempre, aun cuando ella desaparezca durante días en el refugio felino cuya construcción su empresa había financiado meses atrás.

Un tonto, claro Pero al recordar el día en que abrió los ojos, se convence una y otra vez: mientras ella esté a su lado, no hay nada más importante en su vida que esa tonta suya. Y seguirá persiguiendo esos caprichos absurdos que, de algún modo, la hacen inmensamente feliz.

Mientras aún sea posible

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MagistrUm
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