¡AÚN ESTÁS A TIEMPO!

ANTES DE QUE SEA TARDE

A los doce años tiene programada una intervención. Sencilla, programada, una hora bajo anestesia, maniobras simples y alta el mismo día. En condiciones normales habría ido con ella, pero ella no insistía. Sabía que él estaba ocupado. Además, el lanzamiento de la nueva sucursal de la empresa estaba a la vuelta de la esquina.

Todo saldrá bien le dijo. Te llamo en cuanto termine.

Y, dándole un beso en la mejilla, metiendo en la mochila varios sobres de comida para los gatos que viven en el sótano, salió disparado por la puerta.

Él se ajustó la corbata, se miró de nuevo en el espejo con crítica minuciosa, tomó del escritorio la carpeta del proyecto y se dirigió al trabajo. Ser director general de la compañía, a la que había llevado a la cima del mercado en pocos años, exigía entrega total. Y él lo daba. Cada minuto libre. Sin escatimar. Se consolaba pensando que era por ellos, por ella, y hasta por los gatos del sótano que ella alimentaba a diario.

No es que no le gustaran los gatos. Simplemente eso era su afición, le parecía una tontería sin sentido, inútil, sin carga emocional. Un capricho con el que había aprendido a convivir como se convive con los defectos de la persona que se ama. Por eso, cada intento de llevar a casa a un gatito sin hogar terminaba con un rotundo no. No había razón ni beneficio. Si había que ceder, al menos ofrecía un gato de raza oriental, que al menos daba prestigio. ¿Y los del sótano? ¿Qué se podía esperar de ellos? Él no lo entendía y ella estaba harta de explicarle.

***

Operación sencilla programada nada del otro mundo ¡Yo debía ir con ella! se repetía en su cabeza una y otra vez. Miles de veces, quizás diez mil. Cada vez que se lanzaba al hospital, dejando todo atrás, cuando sus manos temblaban al aferrarse al borde de la bata blanca del médico, cuando destrozaba el proyecto que le impedía estar a su lado, arrodillado junto a la cama, con la frente apoyada en su mano pidiéndole que no lo abandonara, que volviera, que abriera los ojos, que dijera una sola palabra.

Pero ella guardó silencio. Ninguno de los dos sabía que una operación programada, una hora de anestesia, podían convertirse en una coma

Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos intentó explicarle el doctor.

¡Ustedes no hacen nada! gritaba él, impotente, mientras pagaba la transferencia a una habitación privada.

Hay una posibilidad, hay que esperar le tranquilizaba la enfermera.

¿Dónde está esa posibilidad? rugía por el pasillo cuando, tras una semana, ella aún no despertaba.

Probó de todo: consultas con los mejores especialistas, música, charlas, inundó su habitación con flores. Casi dejó de ir a la oficina, sólo para estar a su lado cada momento libre. Rogó, suplicó, prometió, chantajeó. Cediendo a la urgencia del momento, la besó, recordando la absurda historia de la Bella Durmiente, y con cada día que pasaba se hundía más en la desesperación, en una furia animal que lo empujaba a destruir todo a su paso.

Una silla volcada, un jarrón roto. La bolsa que había lanzado en un arrebato de cólera se deshizo en el suelo, esparciendo los coloridos sobres de comida para gatos. No llegó a alimentar a esos felinos inútiles, los mismos que le provocaban una aversión que ocultaba bajo una fachada de indiferencia.

¡Maldito! ¡Dios mío, qué maldito es! se lamentó.

Quisiera volver atrás, borrar todo con un gesto. Estaría dispuesto a arrastrarse a sus pies, a seguirla por esos callejones donde ella rescata a sus gatos, llevarlos a casa, incluso amar, solo para

El impulso se disipó sin que se diera cuenta. De pronto, la adrenalina que le hacía hervir la sangre se apagó. Exhausto, mirando el desorden que había causado, recogió con manos temblorosas los sobres de comida y, en diez minutos, se encontró de nuevo frente a la puerta del sótano

***

Se llama felinoterapia, pero no hay registros de casos como el nuestro le dijo en tono serio el médico, observando con curiosidad cómo él arrastraba la sexta transportadora de gatos a la habitación de la paciente.

Entonces seremos los primeros balbuceó, liberando a los animales de sus jaulas.

Son sus gatos. ¿Entiende? ¡Suyos! le explicó, al borde de las lágrimas, daría lo que fuera por decírselo, por simplemente

Avisaré al personal intervino el doctor.

Gracias, debí haberlo hecho antes ¿Me entiende? Yo

Nunca hay que perder la esperanza. Todos aprendemos de los errores, recuérdelo.

No lo olvidaré No volveré a olvidarlo.

***

A los doce años tiene programada la operación. Sencilla, programada, una hora bajo anestesia, maniobras simples y alta el mismo día. Ella no insiste en que él esté allí. Otra vez. Pero no puede evitar la sonrisa al verlo, después de desatar su corbata, ponerse la sexta correa tras otra en los gatos que se resisten y huyen.

Sus gatos. Los del sótano, cojos y peludos, bajo cuyo peso ella despertó hace un año, intentando respirar sin comprender nada.

Siete pares de ojos que le perforan la mirada. Seis suspiros aliviados que apenas se oyen y un grito triunfal, lleno de alegría infinita, que nunca olvidará.

Quizá por eso, ahora que vuelve a enfrentarse a lo mismo, no siente miedo. Y al ver al esposo, agotado, con pelos de gato atrapados en la camisa, mirándola con reproche, ella amplía la sonrisa.

Luego se ríe a carcajadas de los transeúntes que la observan. Un hombre de traje caro, rodeado de seis gatos sin raza pero sorprendentemente cuidados, cada uno tirando de su propia correa, resonando en la calle con un ¡Miau! indignado un espectáculo no apto para cardíacos.

Operación. Sencilla. Programada. Una hora bajo anestesia, maniobras simples y alta el mismo día. Y si no dejan de morder todo, la próxima vez se quedarán en casa murmura en el patio del hospital un hombre serio, rodeado de gatos, con un ramo de rosas ligeramente mordisqueado pero todavía bastante bonito sobre sus rodillas.

Mira el reloj, agarra con más soltura los seis coloridos collares, verifica que no se hayan aflojado y contempla la ventana de la habitación donde su esposa está despertando tras la operación. Pronto le permitirán entrar. Entonces podrá quejarse de los seis felinos holgazanes que, sin ella, no le prestan ni una oreja.

Y decirle que la ama. Que la amará siempre. Incluso cuando ella se pierda durante días en el refugio de gatos cuya construcción su empresa financió hace meses.

Un tonto, claro Pero al recordar el día en que ella abrió los ojos, se convence una y otra vez: mientras ella esté a su lado, no hay nada más importante en su vida que esa suya. Así que seguirá persiguiendo esos caprichos absurdos que, de alguna manera, la hacen inmensamente feliz.

Siempre, antes de que sea tarde.

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