Ataron a una pastora alemana a un árbol de tal forma que no podía sentarse ni acostarse

El pastor alemán estaba atado al árbol de tal manera que no podía ni sentarse ni acostarse.
El sol de julio abrasaba Madrid como un martillo al rojo vivo sobre el asfalto, derritiendo los últimos vestigios de frescor. El aire temblaba sobre la tierra, como si la propia ciudad se asfixiara bajo el peso del calor. Hasta las sombras de los árboles, que normalmente eran un refugio, parecían un engaño: franjas delgadas de frío incapaces de proteger del sofocante bochorno. Fue en ese agobiante mediodía cuando Lucía, como de costumbre, se apresuraba al trabajo, pero hoy decidió tomar un atajo: un pequeño bosque que bordeaba la antigua carretera.
Caminaba rápido, refugiándose bajo las escasas copas de los árboles, cuando un sonido extraño llamó su atención. No era el canto de un pájaro ni el murmullo de las hojas. Era algo vivo, tenue, angustioso: un gemido ahogado, como si alguien pidiera ayuda desde las profundidades de una pesadilla. Lucía se detuvo en seco. Su corazón latía con fuerza. Escuchó con atención. El sonido se repitió, débil, entrecortado, desesperado.
Levantó la vista lentamente. Y entonces lo vio.
A casi dos metros de altura, atado por el cuello con una correa corta a un grueso roble, colgaba un perro grande. Pelaje marrón rojizo, pecho ancho y pelo largo, estaba encadenado al árbol como en un suplicio medieval. Sus patas apenas rozaban el suelo. La lengua colgaba, reseca y oscura. Sus ojos, enormes, húmedos, llenos de dolor y terror, suplicaban auxilio. Moscas revoloteaban alrededor de su hocico, y su pelaje estaba enmarañado, empapado de sudor y miedo.
Dios mío… ¿Quién te hizo esto? exclamó Lucía.
Se lanzó hacia adelante, con el corazón golpeando su pecho como si quisiera salir. El perro intentó ladrar, pero solo emitió un sonido ronco y forzado, señal de que había llorado tanto que su voz lo había abandonado.
Lucía sacó el teléfono y, con dedos temblorosos, llamó al servicio de rescate de animales. La respuesta fue la esperada: no llegarían antes de una hora. Una hora. Con ese calor, era una sentencia de muerte.
No. No puedo esperar susurró, mirando a su alrededor.
Había una rama seca cerca. La agarró e intentó alcanzar el nudo de la correa. Estaba apretado, húmedo de sudor y baba. Golpeó la cuerda, empujó, trató de aflojarla hasta que, tras largos y agónicos minutos, el nudo cedió.
La correa se soltó de golpe. El perro cayó al suelo como un saco, respirando con dificultad, temblando.
Tranquilo, tranquilo, estás a salvo murmuró Lucía, arrodillándose junto a él.
Pasó un minuto. Luego otro. De repente, el perro se levantó con esfuerzo. Tambaleó, pero se mantuvo en pie. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sus ojos brillaron. Se acercó a Lucía, apoyó el hocico en su mano y lamió sus dedos con suavidad, agradecido.
¿Cómo te llamas, campeón? preguntó ella, revisando el collar.
No había placas, ni números, ni contactos. Solo piel enrojecida y marcas de la cuerda en su pelaje.
Dos horas después, en el refugio “Corazón del Bosque”, llegó un nuevo inquilino. El perro, aún tembloroso por el shock, pero ya bebiendo agua y acostado en una manta suave, despertó la inmediata compasión de los voluntarios.
Hay que ponerle un nombre dijo una de las chicas, acariciándolo. Algo fuerte. Algo que evoque el bosque.
Cid propuso la voluntaria más veterana. Como el héroe castellano, valiente y noble.
El veterinario Javier lo examinó detenidamente.
Mírenlo dijo, sacudiendo la cabeza. Es un perro de casa. Pelaje cuidado, dientes limpios, buen tono muscular. No es callejero. Alguien lo quiso. Lo alimentó, lo sacó a pasear, lo llevó al veterinario. Alguien cuidó mucho de este chico.
Entonces, ¿cómo terminó atado a un árbol como un criminal? preguntó otra voluntaria, apretando los puños.
La foto de Cid, con los ojos hundidos, marcas de la cuerda en el cuello y cuerpo tembloroso, se volvió viral en redes sociales.
“¿Quién sería capaz de esto?”
“Esto no es crueldad, ¡es tortura!”
“Si encuentran al responsable, que pague ante la ley.”
“Pobre chico… mira directo al alma…”
Miles de compartidos, cientos de llamadas al refugio, ofertas de ayuda y exigencias de justicia.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de Madrid, en la costa de Málaga, la familia Morales disfrutaba de sus vacaciones. Diego y Carmen reposaban en sus tumbonas, escuchando el sonido de las olas. Su hijo Pablo construía un castillo de arena, decorándolo con conchas.
¿Crees que Simón estará bien? preguntó Carmen, terminando su café.
No te preocupes sonrió Diego. Manuel es de fiar. Simón lo adora. Son como dos viejos amigos.
Pero la realidad era muy distinta.
Manuel, el vecino de abajo, quería a Simón. El perro solía visitarlo, echándose a sus pies y recibiendo golosinas. El anciano aceptó encantado cuidarlo durante las vacaciones.
Pero esa noche, todo salió mal.
Simón salió como siempre a pasear. De pronto, un movimiento fugaz: un gato cruzó el patio. El perro salió disparado con tanta fuerza que la correa se escapó de las manos del hombre.
¡Simón! ¡Para! ¡Ven aquí! gritó Manuel, corriendo tras él.
Pero el perro, joven y fuerte, con la adrenalina impulsándolo, atravesó el patio, salió a la calle y desapareció tras una esquina.
Manuel buscó hasta altas horas de la noche. Preguntó a vecinos, revisó callejones, llamó a refugios. Simón había desaparecido.
¿Qué le digo a Diego? murmuró, sentado en un banco. ¿Cómo pude perder a su hijo…?
Tres días de búsqueda. Carteles en postes. Llamadas a clínicas veterinarias. Nada.
Mientras tanto, Simón vagaba por la ciudad. Un perro de casa, acostumbrado al calor, al cariño y a comer a su hora, se debilitó rápido. El bozal que Manuel le puso por seguridad le impedía beber de los charcos. Pasó hambre, soportó el calor, temió a la gente.
Y alguien nunca se supo quién lo ató a un roble.
Quizás fue alguien que creyó ayudar, “protegiendo” a un perro callejero. O un sádico que disfrutó de su sufrimiento. O simplemente un indiferente que decidió “eliminar un estorbo”.
El misterio persistió.
Una semana después, Diego regresó. Al enterarse de la desaparición de Simón, palideció.
¿¡Cómo!? gritó. ¿Dónde buscaron? ¿Por qué no avisaron a la policía?
Manuel lloraba. Carmen sollozaba. Pablo preguntaba:
Mamá, ¿dónde está Simón? ¿Por qué no vino a recibirnos?
No había respuesta.
La búsqueda se reanudó. Diego tomó días libres, visitó refugios, puso anuncios.
Hasta que un día, en la página de un refugio, vio una foto.
Su corazón se detuvo

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Ataron a una pastora alemana a un árbol de tal forma que no podía sentarse ni acostarse