¿Así que no me invitarás a la boda, hija? ¿Te da vergüenza de mí?

—¿Entonces no me invitarás a la boda, hija? ¿Te avergüenzo?

Lucía se enamoró de su compañero de clase, Julián, en el último año de instituto. Era un chico corriente, sin nada llamativo. Pero tras las vacaciones de verano, dio un estirón, los hombros se le ensancharon. Un día, en clase de gimnasia, se torció el tobillo. Julián la cargó en brazos hasta la enfermería. Ella se aferró a él, descubriendo de pronto su fuerza y su belleza.

Desde entonces, ya no se separaron. En primavera, Lucía supo que estaba embarazada. Tras los exámenes finales, celebraron una boda sencilla. Julián no siguió estudiando, se puso a trabajar en la construcción. Poco antes de Navidad, Lucía dio a luz a una niña, Rosita. Él ayudaba; paseaba a la pequeña mientras ella lavaba, cocinaba o descansaba. En primavera, se marchó a hacer la mili.

Luego, otra desgracia: su padre abandonó a la madre de Lucía por otra mujer. Su madre no lo superó. Se consumió, perdió las ganas de vivir. Le diagnosticaron un cáncer rápido, y en dos meses, murió. Lucía se quedó sola con la niña. La suegra aparecía de vez en cuando, recriminándole el desorden de la casa y el descuido de la niña, pero sin ofrecer ayuda.

Una vecina mayor se compadeció. Le pidió que limpiara su casa y le hiciera la compra a cambio de unas pesetas. Además, cuidaba a Rosita mientras ella trabajaba.

Lucía sobrevivió como pudo. Al fin, Julián volvió del servicio. Pero fue para decirle que su matrimonio había sido un error, un capricho de juventud. La acusó de atarlo con el embarazo, y anunció que quería seguir estudiando.

Lucía se quedó sola con Rosita. Sin nadie a quien quejarse, pedir ayuda o llorar. Se mató trabajando para criarla. Y Rosita se convirtió en una belleza, estudiante ejemplar. No le faltaban pretendientes, pero los rechazaba a todos.

—¿No te gusta ninguno? —preguntaba Lucía.

—¿Por qué? Me gusta Guille. Y Dani tampoco está mal. Pero son como nosotras. Sus padres viven al día. No quiero eso. No quiero pasarme la vida en la miseria. Soy guapa, y la belleza tiene precio.

—La belleza se acaba, hija. Yo también fui guapa, y mírame ahora. Todo se fue cuando naciste.

—¿Por qué me comparas contigo? No pienso tener hijos, al menos no pronto. Primero quiero casarme bien, con alguien con dinero —la interrumpió Rosita.

—¿Y dónde vas a encontrarlo? En nuestro pueblo hay más dedos en una mano que hombres ricos. Y no es felicidad. Ellos buscan iguales, ni te mirarían —argumentó Lucía.

—No pienso quedarme aquí. Terminaré el instituto y me iré a estudiar a Madrid. Allá hay oportunidades. Por cierto, mamá, necesito un vestido nuevo. Y zapatos. Y un abrigo que vi. No puedo ir así de pobre —señaló el vestido en que Lucía había ahorrado meses.

Tomó otro trabajo. Llegaba rendida a casa, se desplomaba en la cama. Se privaba de todo para que Rosita tuviera lo mismo que las demás. Los vecinos alababan a Lucía por haber criado sola a una hija tan brillante. Ella se enorgullecía, ocultando el sacrificio. Se distanciaban, dejando de entenderse, aunque vivieran bajo el mismo techo.

Al terminar el instituto, Rosita se marchó a Madrid, llevándose los últimos ahorros de Lucía. Entró en la universidad. Llamaba poco, y a las llamadas de su madre contestaba secamente, pidiendo dinero. En toda la carrera, no sumó dos semanas de visitas. En el último año, apareció de repente.

—Mamá, me caso. El padre de Alejandro es empresario. Viven en una mansión. Tengo el carné de conducir y él me comprará un coche… —contó, emocionada.

Lucía se alegró al verla feliz.

—¿Cuándo conoceré a tu prometido? No tengo nada para la boda. Le pediré a Mari, la de abajo, que me cosa un vestido. ¿Cuándo es? —preguntó, nerviosa.

Rosita bajó la mirada.

—Mamá… Les dije que vives en el extranjero, que no puedes venir —murmuró, pero al ver la expresión de su madre, estalló—. ¡No podía decirles que eres una limpiadora, que somos pobres! No lo entenderían, ¡no hubiera habido boda!

—¿No me invitas? ¿Te avergüenzo? —preguntó Lucía, dolida—. ¿Qué dirá la gente?

—¡Me da igual la gente! ¿Qué dijeron cuando mi padre te dejó? ¿Alguien te ayudó? Si no quieres que acabe como tú, aceptarás mis condiciones. Mírate, sin dientes, vestida de aldeana…

Las palabras le atravesaron el corazón.

—No esperaba esto. Lo di todo por ti, y tú… Algún día sabrán la verdad. ¿Qué harás entonces?

—No lo sabrán si no hablas.

Lucía lloró, pero cedió. Dolió, pero no arruinaría su felicidad. En los dos días antes de que Rosita se fuera, apenas hablaron. Madre e hija se habían convertido en extrañas.

Lucía se quedó sola. El dolor le subió la tensión, el corazón le falló. En la ambulancia, lamentó no haber cogido sus cosas. El conductor, Andrés, se ofreció a traérselas. Ella le dio las llaves sin miedo; no tenía nada valioso.

—Vives con lo justo. Hace falta reforma. ¿Sin marido? ¿Sin hijos? —preguntó él al llevarle sus cosas al hospital.

—Mi hija está en Madrid. Se casa… —y sin querer, le contó su vida a un desconocido.

Andrés la visitó varias veces. Cuando la dieron de alta, la llevó a casa en la ambulancia.

—Eres buena, humilde. Mi mujer solo pedía: un abrigo de piel, un anillo de diamantes… Al final, se fue con otro. Echo de menos a mi hijo. ¿Quieres que te arregle la casa? Sé hacer de todo.

Al principio, Lucía se negó. Pero Andrés la cortejaba, le traía flores. Nadie la había mirado así desde Julián. Recordó que solo tenía cuarenta años. ¿Cuánto más podía vivir sola?

Andrés reformó el piso. Todo le salía bien. La casa se volvió luminosa, incluso más amplia. Hasta Lucía renació. Dejó los trabajos extra, volvía contenta del trabajo. Sonreía más.

Él le pidió matrimonio, pero ella dudó. Temía la reacción de Rosita. Y no se atrevía a llamarla; su hija le había prohibido molestar.

Una tarde, llamaron a la puerta. Era Rosita, con una maleta.

—¡Rosita! ¡Qué alegría! ¿Te quedas? —exclamó Lucía.

Su hija observó el cambio en ella, en la casa, la chaqueta de hombre en el perchero.

—¿No vives sola?

—No, hija. Tú no dejaste que te llamara… Andrés es bueno, hacendoso. Mira cómo ha dejado el piso. Pronto volverá del trabajo, lo verás —se excusó, turbada.

—¿Te has casado? ¿O solo vive aquí? ¿Por el piso? —preguntó Rosita, fría.

—¿Por qué esa crueldad? Tiene su propia casa —se entristeció Lucía.

—¡Vaya, madre! ¿Y ahora vivimos los tres aquí?

—¿Vuelves para quedarte? ¿No encajaste con los ricos? ¿No iba todo bien?

Rosita frunció el ceño, pero al final confesó: en un café,En el silencio que siguió, Lucía comprendió que, por primera vez, había elegido su propia felicidad sobre los caprichos de su hija, y supo que, aunque la vida seguía siendo impredecible, al fin había encontrado algo que valía la pena defender.

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¿Así que no me invitarás a la boda, hija? ¿Te da vergüenza de mí?