Así fue la vida de Pablo, criado por su abuela aunque su madre seguía con vida. Su madre era una mujer extraordinaria, guapa y de buen corazón, pero trabajaba como cantante en el Teatro Real, así que casi nunca estaba en casa. Tanto viajaba que incluso se separó del padre de Pablo. Así que el chico creció al cuidado de su abuela, la única constante en su vida.
Desde pequeño, Pablo recordaba que, al volver a casa, siempre levantaba la mirada hacia el cuarto piso de su edificio en el barrio de Chamberí. Allí, tras la ventana de la cocina, veía la silueta de su querida abuela esperándole con impaciencia. Y cuando ella le despedía, nunca dejaba de asomarse para despedirse con la mano, gesto que él siempre devolvía.
Pero cuando Pablo cumplió veinticinco años, su abuela falleció. Desde entonces, al regresar a casa y no ver su figura en la ventana, sentía un vacío inmenso. Incluso cuando su madre estaba en casa, Pablo se sentía solo. Habían dejado de hablar con sinceridad hacía años, como si fuesen dos extraños bajo el mismo techo.
Unos meses después del fallecimiento de su abuela, Pablo decidió mudarse a otra ciudad. Además, su profesión como informático tenía mucha demanda. Encontró una buena empresa por internet que le ofrecía un sueldo alto y hasta le pagaban el alquiler. Su madre se alegró, claro. Al fin y al cabo, su hijo ya era un hombre y debía buscar su propio camino.
De casa solo se llevó la taza favorita de su abuela como recuerdo y algo de ropa. Al salir con su mochila al hombro, miró una última vez hacia la ventana de la cocina, pero no vio a nadie. Ni siquiera su madre se asomó para despedirle. Un taxi le llevó a la estación de Atocha, y pronto se encontró subido en un tren con destino a Barcelona.
A la mañana siguiente, el tren llegó puntual. Pablo encontró la oficina donde trabajaría, se registró y salió a buscar piso con las direcciones que había visto en internet. Mientras caminaba por calles desconocidas con el móvil en mano, de pronto vio un edificio que le llamó la atención. Era idéntico al suyo en Madrid. Claro, muchas de esas construcciones de los setenta se parecen, pero a él le pareció que aquel edificio tenía algo especial. Quizá porque los marcos de las ventanas estaban pintados del mismo tono turquesa desgastado.
Sin pensarlo, se desvió de su ruta y se acercó despacio. Solo quería quedarse un momento allí, recordando a su abuela. Al acercarse, levantó instintivamente la mirada hacia la ventana de la cocina, en el cuarto piso y de pronto se le cortó la respiración. Le dio tal mareo que casi se tambaleó. Porque allí, tras el cristal, estaba la silueta de su abuela. La reconoció al instante, y el corazón casi se le salió del pecho.
Pablo era una persona racional y sabía que aquello era imposible. Cerró los ojos, se dio la vuelta y comenzó a alejarse. La razón le decía que detrás de esa ventana habría otra abuela, cualquiera menos la suya. Pero el corazón le gritaba: “¡Para! ¡Es ella!”. Y al final, obedeció. Se detuvo, volvió la cabeza y miró otra vez hacia arriba.
La figura seguía allí. Pablo no pudo resistirse. Con la mochila a la espalda, corrió hacia el portal, subió las escaleras hasta el cuarto piso y, como en su casa de Madrid, la cerradura de la puerta estaba estropeada. Llamó al timbre con el corazón a mil. La puerta la abrió una chica con bata y cara de sueño, que le miró confundida.
¿Qué quieres?
Yo busco a mi abuela balbuceó Pablo.
¿Tu abuela? repitió la chica, sorprendida. Luego, de pronto, sonrió y gritó hacia dentro: ¡Mamá! ¡Han venido a verte!
Mientras esperaban, la chica le observaba con curiosidad. A Pablo le latía el corazón tan fuerte que casi no oía nada.
¿Quién me llama? apareció una mujer de unos cincuenta años, también en bata.
Mamá, no te lo vas a creer dijo la chica riendo. Este chico te ha llamado abuela.
Esperen musitó Pablo. Yo no me refería a usted Es que allí, en su ventana en la cocina estaba mi abuela. La he visto, de verdad.
¿Estás drogado o qué? bufó la chica. ¡Aquí no vive ninguna abuela! Solo estamos mi madre y yo. ¿Entiendes?
Sí lo siento me he confundido A Pablo todo le daba vueltas. Apoyó una mano en la pared para no caerse. Disculpen me quedaré un momento aquí y me iré
La chica iba a cerrar, pero su madre la detuvo.
Oye, joven le dijo con preocupación, ¿cómo te encuentras?
Bien mintió él en un susurro. No se preocupen
Pues a mí me parece que tienes la tensión por las nubes. ¡Estás rojo como un tomate! Vamos, pasa le tomó del brazo y le guió dentro, dando órdenes a su hija: ¡Laura, tráele el tensiómetro! ¡Y date prisa!
La chica, con los ojos como platos, obedeció.
La mujer le hizo sentarse en el sofá del recibidor y, sin decir más, le midió la tensión. Después, volvió a dar instrucciones.
Tráeme el maletín. Tengo medicación Luego, miró a Pablo. Te voy a poner algo, por si acaso, y llamaremos a una ambulancia.
¡No hace falta! protestó él, asustado. Solo es que acabo de llegar en tren No tengo dónde quedarme aún
¡Hazle caso a mi madre! intervino Laura. ¡Ella es médica!
¿No eres de aquí? preguntó la mujer.
Pablo asintió en silencio.
Por favor, no llamen a nadie Mañana empiezo a trabajar Es mi primer día
¡Cállate! La mujer ya le estaba inyectando algo. ¿Has tenido antes ataques así?
No susurró él.
¿Cuántos años tienes?
Veinticinco
¿Problemas de corazón?
Ninguno estoy sano
¿Sano? Pues con ciento ochenta de tensión no se juega.
Quizá ha sido el susto.
¿Qué susto?
Pues ver a mi abuela en su ventana. Estaba allí en la cocina mirándome.
¿Tu abuela?
Sí. Pero ella murió hace dos meses. ¿No vive ninguna abuela en este edificio?
Qué raro eres se rio Laura. Te he dicho que solo estamos mi madre y yo. Pero si quieres, voy a la cocina a comprobarlo.
Laura entró en la cocina y, de pronto, gritó:
¡Mamá! ¡¿Qué es esto?! Un segundo después, apareció con una taza en la mano. ¡Mira! ¡Nunca habíamos tenido una taza así en casa!
Pablo palideció.
Esa es la taza de mi abuela. Yo la pero debería estar en mi mochila.
¿Dónde está tu mochila? preguntó la mujer, desconcertada.
Ahí señaló Pablo hacia la entrada.
Revistieron toda la mochila, pero no encontraron ninguna taza.
Hasta el día de hoy, aquella familia no encuentra explicación a lo sucedido. Sobre todo la madre de Laura, que dos meses después se convirtió en la suegra de Pablo. Vaya misterio…





