Así fue como actué cuando, en el bolsillo de mi marido, encontré dos vales para un crucero por el Mediterráneo. En uno de ellos brillaba, como en una pesadilla líquida, el nombre de otra mujer.
Recuerdo cómo conocí a mi esposo, Iñigo, bajo la luz mortecina de una farola madrileña, mientras el autobús se arrastraba con el cansancio del atardecer. Había perdido mis llaves intentando sacar mi monedero. La acera era viscosa, las sombras bailaban. Iñigo, con manos de sueño, me ayudó a encontrarlas, como si pescara peces invisibles en un charco que nadie veía. Le dí las gracias y, como si fuera lo más natural en ese mundo onírico, resultó que ambos íbamos en el mismo autobús, que parecía más bien un vagón suspendido entre realidades.
Aquel día, Iñigo me acompañó a casa. Desde entonces, empezamos a vernos, flotando juntos durante seis meses hasta que, como quien se lanza a una piscina de ámbar, nos casamos. Iñigo susurraba que se había enamorado de mí nada más verme, como si siempre lo hubiera sabido en otro sueño distante. Vivimos bien, tres años se deshicieron como nata sobre café caliente. Luego Iñigo consiguió un nuevo trabajo y, de pronto, empezó a transformarse. Enmudecí, pensando que eran reflejos de mi propia mente, distorsionados como en un espejo de feria. Hasta que un día me dijo que debía irse dos semanas de viaje de negocios.
Esa noche, mientras el cuarto de baño se llenaba de vapor, decidí lavar sus pantalones. Mis dedos tocaron dos billetes ondulantes, invitaciones a un crucero cuyos destinos olían a salitre y traición. En uno, un nombre: Carmen, tan ajeno y cercano como la bruma. Él me había engañado, pisoteado la fe y los lazos de mi amor, como si todo hubiera sido un malentendido entre dos gotas de lluvia.
La rabia era un animal multicolor en mi pecho. Pero en ese sueño no grité. Llamé a Alfonso, mi compañero de la universidad, con quien siempre tuve una complicidad inexplicable, y le pedí ayuda. Juntos, Alfonso y yo fuimos a ese mismo puerto, a la misma terraza en la que mi marido soñaba estar con su nueva musa. Fingimos ser amantes: reímos, alzamos copas de vino tinto a la luna. Cuando Iñigo nos vio, la escena se torció: se acercó como si el suelo fuera de plumas, reclamando que yo le engañaba. Y le contesté, sin despertar:
¿Pensabas que tú podías engañarme, pero yo no podía engañarte a ti? Rápido encontré tu reemplazo, Iñigo.
Cerca, como flotando en un reflejo de agua, estaba Carmen, la amante sorprendida, el sueño roto de mi marido. Descubrió de golpe que no sabía nada; ni siquiera que Iñigo estaba casado. La traición era un espejo infinito y múltiple.
Poco después, deshicimos nuestro matrimonio; el divorcio se selló con euros y papeles que parecían hojas de olivo bajo la brisa. No pude perdonarle nunca. Medio año después, Alfonso y yo nos casamos en una pequeña iglesia, con el sol filtrándose a través de vidrieras deformadas por las lágrimas y la risa. Y soy feliz con él en esta nueva realidad líquida. Carmen y Iñigo, como sombras que se desvanecen, también se separaron; Carmen nunca pudo perdonarle a Iñigo haberle mentido, ni siquiera en sueños.







