¡Así es la vida! Perdimos veinte años preciosos, pero al fin llegó nuestro momento.
Me llamo Lucía Mendoza y vivo en Segovia, donde las callejuelas medievales se esconden entre campos de olivos. Nunca logré ser su amada; el destino nos negó la oportunidad de unirnos como pareja. Él, mi Alejandro, se lanzaba de cabeza al amor una y otra vez, entregándose a mujeres que le destrozaban el corazón. Dos décadas danzando cerca, y solo ahora, al borde de la madurez, la vida nos concedió piedad.
Todo comenzó en cuarto de la ESO, cuando Alejandro llegó a nuestro instituto. Timidez, mirada sincera, alma de poeta. Me cautivó al instante. Siete meses después, se enamoró de Marta, una compañera astuta y burlona. Ella fingía corresponderle, manipulándolo como un títere. Hasta lo presentó a sus padres, quienes celebraban tener un «novio ejemplar». Mientras, Marta coqueteaba con el chico más popular, Adrián. Alejandro ignoró las señales hasta que los pilló juntos en una fiesta. Aun así, no se alejó; siguió siendo su escudo. Los padres de Marta odiaban a Adrián por «gamberro», y él seguía siendo el «yerno perfecto». Compartía a Marta en silencio. Yo, su amiga, escuchaba sus excusas, su llanto, su angustia. Así pasaron años.
Luego vino Clara: dulce, divertida, pero incapaz de compromiso. Alejandro soñaba con familia, hijos. Cuando ella dijo «sí» a su propuesta de matrimonio, él creyó en el «para siempre». Pero la mañana de la boda, Clara huyó sin vestido ni explicaciones. Alejandro se hundió en la desesperación. Yo estaba allí, ya como su compañera de trabajo. Lo vi ahogar el dolor en proyectos, jurando no amar jamás. Hasta que apareció Sofía: alma de las fiestas, risa contagiosa. Todos la adoraban, y ella parecía adorar a todos. Alejandro se entregó sin reservas. Luego descubrió que esperaba un hijo de otro. Al nacer, el padre biológico lo rechazó. Alejandro le dio su apellido, lo crió como propio. Sofía le fue infiel repetidamente, pero él aguantó: por el niño, por el amor que aún ardía. Hasta que ella lo sorprendió pidiéndole que fuera padrino en su boda con otro. Él aceptó, quedándose al cuidado del pequeño, justificando su inconstancia.
Después llegó Nuria: exigente como una diva. Lo obligaba a llevarla a restaurantes caros, servirle desayunos en la cama, organizar viajes lujosos. Tres años dobló la espalda por ella, hasta que ella lo humilló en un avión por una demora de una hora. Allí mismo lo abandonó, gritando que no merecía su brillo. Luego fue Paula: celosa hasta la obsesión. Alejandro, fiel como un perro, nunca dio motivos. Pero ella me odió a mí, su amiga. Trabajábamos juntos, inseparables como hermanos. Paula exigió que renunciara por mi culpa. «En casa solo hablas de ella», decía. Sí, compartíamos días enteros, pero solo había amistad. Yo lo amaba en secreto; él no lo veía. Tenía un novio, Carlos, que sabía: mi corazón pertenecía a otro. Resignado, vivió esperando un milagro. Alejandro seguía buscando amores nuevos, creyendo en su pureza. Así nos separamos diez años.
Una década después, nos encontramos en una cafetería de la Plaza Mayor. El tiempo se detuvo. Hablamos horas, reímos, recordamos. Yo no me casé; él tampoco. En esos años, él tuvo tres relaciones vacías; yo dejé a Carlos cuando encontró a alguien que lo amó por completo. Yo esperaba a Alejandro. «No encontraré un amor verdadero con quien compartir la vida. Quizá no lo merezco», murmuró él, mirando su taza vacía. Entonces no aguanté más: lo besé. Él se apartó: «¿Qué haces? ¡No es compasión!» ¿Compasión? Yo solo me compadecía de mis años callados. «Alejandro, ¿nunca viste que te amo desde el instituto?», balbuceé temblorosa. Él se paralizó. Confesó que también me amaba, pero me veía solo como amiga, temía preguntar, arruinar lo nuestro. Perdimos veinte años por esa ceguera.
Llevamos ya veintidós juntos. Nuestra hija Marta, igual que su madre, me confesó su primer amor. Su chico es bueno, auténtico; se nota que la adora. ¿Qué le dije? «No esperes dos décadas como nosotros. Vive tu amor ahora». Alejandro y yo perdimos tanto tiempo, pero al fin llegó nuestra hora. Agradezco al destino cada día a su lado: por su bondad, por su corazón que tanto buscó mi calor en brazos ajenos. La vida es cruel, pero a veces concede segundas oportunidades. La agarramos fuerte, y jamás la soltaremos.