Arrepentimiento Tardío

**El Arrepentimiento Tardío**

Ángela nunca soñó con tener un segundo hijo. Con Luis, su esposo, ya tenían un niño de siete años, y la idea de volver a noches sin dormir, pañales y llantos no le atraía para nada. Además, su carrera por fin despegaba. Acababa de salir del agujero del primer permiso de maternidad, y ahora, un nuevo embarazo. Pero Luis, como si fuera un capricho del destino, siempre había querido una niña, y ahora que sucedía, parecía demasiado tarde para echarse atrás.

La niña nació increíblemente hermosa: un rostro delicado, una nariz diminuta, labios rosados y, sobre todo, unos ojos azules profundos como el cielo de verano. Mirarlos era como encontrar alegría, pero pronto todo cambió. Los médicos anunciaron que la pequeña tenía una cardiopatía congénita. Necesitaría tratamiento constante, quizás una operación complicada, vigilancia sin fin. Toda su vida daría un giro.

Ángela escuchó esto y sintió su mundo desmoronarse. ¿Dónde quedaban sus fiestas de empresa, los viajes al extranjero, los gimnasios exclusivos, las noches de juerga y los viajes a la playa con sus amigas? No quería renunciar a todo eso. No a los veintiocho años. Luis la escuchó y… accedió demasiado rápido. Decidieron renunciar a la niña. A familiares y conocidos les contaron que había muerto al nacer.

María Josefa trabajaba como cuidadora en un orfanato desde hacía veinticinco años. Cualquiera pensaría que se habría acostumbrado, pero cada niño abandonado le dolía como la primera vez. Esta vez, fue especialmente difícil ignorar a aquella criaturita de ojos claros y mirada pura.

La pequeña se encariñó enseguida con María Josefa: la buscaba, reía con ella, le tocaba la cara con sus manitas diminutas. Cada día, la mujer pensaba: «Mis hijos ya son mayores, viven lejos. Con mi Paco y yo, solos en el pueblo… Tenemos salud, la huerta, las gallinas. Aire limpio, tranquilidad… ¿Por qué no?»

Se lo comentó a su marido. Él, en silencio, fue al orfanato, miró a la niña y, parpadeando rápidamente, murmuró:

—Tú decides, María. Si puedes con los tratamientos, yo la apoyo. Y con el dinero, ya nos arreglaremos.

—¡Podré, Paco, podré! —le apretó la mano.

—La llamaremos Esperanza. Para que tenga fuerza para luchar. El destino mismo nos lo dice —declaró Paco antes de salir.

Así, la niña encontró una verdadera familia. Fueron años difíciles: hospitales, pruebas, rehabilitación, sanatorios. María Josefa pasaba noches en vela, estudiaba libros de medicina, rogaba consejos a los médicos. Paco trabajaba sin descanso, adelgazó, le salieron canas, pero cuando Esperanza corría a abrazarlo, él florecía como un almendro en primavera.

Esperanza creció siendo una niña dulce, luminosa. Todo el pueblo la adoraba, desde los ancianos hasta los más pequeños. Ayudaba en lo que podía, y una vez, con cinco años, llevó dos mazorcas de maíz a la vecina Carmela, anunciando orgullosa:

—¿Verdad que así le es más fácil?

—Claro que sí, cariño, eres como un rayo de sol —respondió la anciana, sonriendo.

Cuando llegó el día de la operación, todo el pueblo rezó. El procedimiento fue un éxito. La niña vivió. Su corazón, y su alma, estaban salvados.

Pasaron los años. Esperanza terminó el instituto con honores y entró en la facultad de medicina. Un día de abril, paseaba por un parque en flor. Los pájaros cantaban, la tierra despertaba. Soñaba con volver a su pueblo en mayo, ayudar a su madre en la huerta y tomar infusiones en el porche al atardecer.

De pronto, algo blando chocó con su pierna: un conejo de peluche. En un banco cercano, un niño y una mujer elegante, bien vestida, la miraban.

—¿Por qué tiraste al conejo? —preguntó Esperanza.

—¡Porque está enfermo y se va a morir! —gritó el niño con rabia.

La joven se quedó perpleja. La mujer suspiró:

—Perdone… Tiene un problema en el corazón. Sus padres no lo quisieron, así que vive conmigo. Es mi nieto…

Esperanza observó a la mujer. Bella, arreglada, pero sus ojos… vacíos, como quemados. Para consolarla, le contó su historia. Que ella también nació con el corazón débil. Que la adoptaron. Que sus padres la salvaron de la muerte.

Entonces, la mujer palideció. Era Ángela.

La miraba sin poder apartar la vista. Aquella era su hija. Aquella misma. Los ojos azules, los rasgos que le recordaban a Luis. Sintió un vuelco en el pecho, la respiración se le aceleró.

—No puede ser… —musitó.

—¡Todo es posible! —respondió Esperanza, confiada—. Lo importante es querer, creer y luchar. Mis padres me curaron. ¡Y usted también podrá! ¡Buena suerte!

Y siguió caminando, dejando atrás a una mujer hecha añicos.

Ángela se quedó en el banco, derrumbada, como una sombra vieja. Temblaba al comprenderlo. Esa era su hija. La que había abandonado. Por su carrera, sus fiestas, su libertad. Pero esa libertad nunca llegó. Luis se fue con otra, su hijo se volvió rebelde, bebía, se peleaba, vivía vacío. Su nuera huyó, dejándole al nieto enfermo.

Ahora, Ángela quiso correr tras ella, gritar: «¡Soy tu madre!». Pero no se atrevió. No tenía derecho. Lo perdió el día que la abandonó.

Mientras tanto, Esperanza seguía su camino, sonriendo al cielo. No sabía que acababa de salvar otro corazón.

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