Lamenté haber dejado a mi sobrino vivir en nuestro piso — ahora hay más enemigos en la familia que vecinos
Lucía y su hermana menor, Marina, provenían de un pueblo diminuto en el sur de España, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento. Sus destinos fueron distintos.
Lucía fue la “estrella del instituto” — terminó con matrícula de honor, se mudó a Burgos y entró en la universidad. Allí, años después, conoció a quien sería su marido, se casó y se quedó en la ciudad, heredando junto a él un pequeño apartamento.
Marina se quedó en la casa de sus padres. Dos matrimonios — ambos fracasos. Un hijo de cada uno. Quizá por su carácter o por mala suerte al elegir hombres, pero tras los divorcios regresó con sus dos hijos bajo el techo familiar.
Lucía y su esposo también pasaron épocas difíciles. El dinero iba y venía. Pero ladrillo a ladrillo, construyeron su futuro. Primero compraron un cuarto, luego lo vendieron, invirtieron en otro piso — esta vez de dos habitaciones. Decidieron que sería el comienzo para su hijo Javier. El chico entró en Medicina, estudiaba con ahínco. Soñaban que, al graduarse y casarse, se mudaría allí con su esposa y empezaría su vida adulta.
Pero nada salió según lo planeado.
Cuando el hijo de Marina — Adrián — terminó el instituto, también decidió mudarse a Burgos. Entró en un ciclo formativo, planeaba trabajar y alquilar algo. Pero no tenía dinero. Entonces Marina, con su típica insistencia, pidió a su hermana que acogiera a su hijo “un par de años”. Prometió que pagaría los gastos, encontraría trabajo y que ellos ayudarían cuando pudieran. Lucía confió. Y aceptó.
Dos años volaron. Javier se enamoró, le propuso matrimonio a Sofía. Empezaron los preparativos de la boda. Lucía avisó a su sobrino:
— Adrián, para verano tendrás que irte. En otoño Javier y su mujer se mudarán.
Parecía justo. Pero empezaron las llamadas.
— Encontré un nuevo trabajo, el sueldo es una miseria…
— Mi novia está embarazada…
— Nos vamos a casar…
Lucía y su marido cedieron otra vez. Les dejaron quedarse hasta septiembre. Después, reformas, la mudanza de su hijo. Todos lo sabían. Incluso Marina. Asentía, decía:
— Claro, lo entendemos. Ayudaremos.
Pero el verano pasó. Llegó agosto. Marina llamó:
— No tengo dinero para ayudar a mi hijo. Mi hija va a dar a luz, lo necesita más. Y su boda está al caer…
Luego, las llamadas de los abuelos. Rogaban por comprensión.
— ¡Es tu sobrino! ¡Sangre de tu sangre!
Lucía y su esposo claudicaron otra vez. Dijeron: hasta finales de noviembre, y punto.
Llegó el invierno. Hubo bodas. Nacieron niños. Pero Javier y Sofía seguían viviendo con los padres. Y en “su” piso seguía Adrián con su mujer, Elena, y un bebé. Sin intención de irse.
Siempre con excusas nuevas.
— Me retrasaron el sueldo…
— Encontramos un alquiler, pero está fatal…
— Perdí el móvil, por eso no contesté…
— Caí enfermo, casi acabo en el hospital…
Lucía llamaba — en vano. Una vez fue a hablar en persona — no abrieron la puerta. Aunque sabía que estaban. La segunda vez fue con su marido. Adrián abrió y… se abalanzó a golpes contra su tío. Aquello fue el colmo.
Lucía temblaba de humillación y rabia. Por primera vez sintió que los lazos de sangre no eran sinónimo de amor. Eran abuso. Manipulación. Convertirse en el saco de golpes de todos.
Luego vino la presión. La abuela y Marina empezaron a llamar a Javier.
— ¡Qué falta de vergüenza!
— ¡A la mujer de Adrián se le cortó la leche del estrés!
— ¿Cómo podéis echar a familia con un bebé?
Pero Lucía y su marido ya no iban a ser complacientes. Presentaron una denuncia. Fueron a la policía. Dos meses después, el desahucio.
Javier y Sofía por fin se mudaron a su piso. Empezaron de cero. Y Lucía… ya no contesta las llamadas de su familia. Ni su hermana, ni su abuela. Nadie.
La familia ahora son solo aquellos que te apoyan. No los que, con una sonrisa, te pisotean sin piedad.
¿Tú qué opinas? ¿Los lazos familiares obligan al sacrificio o deben ser un intercambio con respeto?