Arena entre los dedos: cuando el tiempo se escapa sin dejar huella

El silencio en la casa era denso como la miel, solo interrumpido por el crepitar de la leña en la chimenea. Ana Martínez, una mujer de rostro cansado y marcado por las arrugas, seguía con la mirada a su hijo, que en silencio guardaba sus últimas pertenencias en un saco de lona. Mañana se iba al servicio militar.

Hijo, Pablo, dime, ¿qué le ves a esa a esa pava? no pudo contenerse más, y su voz, ahogada por el dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora ni un duro! Te mira por encima del hombro, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras chicas en el pueblo! ¿Y Natalia, la hija de los Molina? Lista, trabajadora, siempre pendiente de ti Pero tú ni la miras. Como si no hubiera más mujeres que Lucía.

Pablo, alto y de hombros anchos, con una mandíbula firme y ojos bondadosos que ahora fruncían el ceño, no se giró. Sus manos anudaron el saco con movimientos seguros.

No quiero a ninguna Natalia, mamá. Lo tengo claro. A Lucía la quiero desde que era un crío. Y si ella no me quiere Pues no me casaré con nadie. No insistas, déjalo ya.

¡Te va a hacer sufrir, Pablo! ¡Mi corazón lo sabe! sollozó la madre. Guapa, sí, como el demonio Pero fría y voluble. A ella le gustaría brillar en la ciudad, no arrastrarse por nuestro pueblo.

Pablo finalmente se volvió. Su mirada era una pared impenetrable.
Basta. Se acabó el tema.

Mientras, en la casa de al lado, que olía a perfume barato y juventud, el espejo reflejaba una escena muy distinta. Lucía terminaba su ritual nocturno: delineaba sus ojos con kohl, pintaba sus labios con cuidado. Su imagen, audaz y llamativa, gritaba su deseo de ser vista, de ser llevada lejos de allí.

Lucía, ¿adónde vas tan arreglada? preguntó su madre desde la cocina. ¿Otra vez de fiesta? ¿Y luego parranda hasta el amanecer? Podrías invitar a Pablo. ¡Es un buen partido! Acaba de terminar el instituto, tiene futuro. Ha contratado obreros, está construyendo una casa con su padre Dice que es para su futura esposa. Y solo tiene ojos para ti.

Lucía resopló, girándose frente al espejo, admirando su reflejo.
Tu Pablo es un palurdo como no hay otro. «Construye una casa» ¡La juventud solo viene una vez, mamá! Hay que vivir, divertirse, y él trabaja como una mula, no sale, no disfruta. Cuando pase la juventud, no habrá nada que recordar. No lo quiero, ¿me oyes? Ni loca. Ni lo menciones.

Y, como una mariposa, salió volando de casa, dejando tras de sí una estela de perfume inquietante.

Ese otoño fue dorado y amargo. Pablo, tras recibir su título, recibió también la cartilla militar. Sus padres organizaron una despedida sencilla pero entrañable. Lucía y su madre asistieron, como vecinas cercanas.

Pablo, incómodo en su traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. Atrapó a Lucía en el pasillo, recostada tímidamente contra la pared.

Lucía empezó, y su voz le traicionó. ¿Puedo escribirte cartas? Todos los soldados escriben a sus novias. Y yo no tengo novia. ¿Podrías ser la mía? ¿Aunque sea desde lejos?

Lucía lo miró con condescendencia, como a un cachorro molesto. Pensó un instante.
Vale, escribe. Si tengo ganas, te contesto. Si no, no te enfades. ¿De acuerdo?

Eso fue suficiente. Su rostro se iluminó con tal esperanza que Lucía apartó la mirada, casi incómoda.

Durante un tiempo, respondió a sus cartas, escritas con letra pulcra de soldado. Pero tras terminar el instituto, huyó a la ciudad para estudiar magisterio. La vida gris del pueblo quedó atrás, junto con aquellas cartas ingenuas. La correspondencia se cortó de golpe.

Su madre suspiraba, esperando en secreto que su hija recapacitara, esperara a Pablo, se estableciera. Pero Lucía no quería ni oír hablar de ello.

¡Terminaré la carrera, me casaré con un hombre de ciudad, culto! ¡Y nunca, jamás volveré a este pueblo olvidado por Dios! gritaba histérica cuando su madre mencionaba al pretendiente rural.

Pero el destino se burló de ella. Suspendió el primer examen, un comentario de texto. La ironía era cruel: en su pueblo, faltaban profesores. Lengua y francés los daba la misma persona, una mujer que apenas dominaba el español. Lucía, como sus compañeros, no sabía bien ninguna de las dos.

Pero no se entristeció mucho tiempo. La ciudad la llamaba, y pronto encontró consuelo en Eduardo, un joven cínico y encantador. Edi estudiaba el último año de Derecho y vivía solo en un piso de tres habitaciones mientras sus padres trabajaban en el extranjero.

Lucía se mudó con él rápidamente. Para no depender de su madre, consiguió trabajo en un comedor obrero. No era cocinera, sino que repartía bandejas entre los trabajadores, sintiendo sus miradas.

En el piso de Edi, se sintió dueña: limpió, cocinó y soñó con ser su esposa. Estaba perdidamente enamorada, creyendo haber alcanzado la vida urbana que deseaba.

Vivieron juntos casi un año. Hasta que una noche fría y lluviosa, Edi, recostado en el sofá, dijo sin emoción:
Lucía, se acabó. Me cansé de ti. Vete. Mis padres vuelven pronto.

Algo se rompió dentro de ella. Pero, orgullosa y ya curtida, no mostró dolor. Recogió sus cosas en silencio y se fue a casa de una amiga. Solo entonces, sola, lloró.

Dos semanas después, notó que algo andaba mal. Náuseas, mareos. El médico confirmó sus peores sospechas.

Estás embarazada. Es demasiado tarde para abortar dijo la doctora con frialdad.

Lucía no pensó en deshacerse del bebé. Era hijo de su querido Edi. Pero llegó una carta de su madre, mencionando que Pablo había vuelto del servicio.

Y en su desesperación, urdió un plan ruin: volver al pueblo, hacerse pasar por la novia fiel, casarse con Pablo. Si no funcionaba, al menos tendría a su madre cerca.

Pablo la recibió como a una reina. No hizo preguntas. Su amor era ciego, y ella lo necesitaba. Esa misma noche, la llevó a ver la casa que había construido para ella. Era hermosa, sólida, llena de promesas.

Se casaron en dos semanas. Pablo estaba radiante. No notó los rumores, ni las miradas de Natalia, ni las sospechas de su madre al ver el vientre de Lucía crecer demasiado rápido.

¡Será un gigante! decía él orgulloso.

Lucía dio a luz en la ciudad, sobornando al médico para que dijera que el bebé era prematuro. El niño nació pequeño, de 2,7 kilos. El médico aceptó el dinero: «Sí, de siete meses».

«Dios existe», pensó Lucía, aliviada.

Marcos creció tranquilo y obediente. Pablo lo adoraba. Lo llevaba a la granja, le enseñaba los tractores. Hasta su suegra lo quiso como nieto.

Pablo trabajaba sin descanso. Su granja prosperaba. Lucía cuidaba la casa, pero su corazón seguía frío. Seguía amando a Edi en secreto.

Pero la verdad siempre sale.

Marcos tenía ocho años. Un día soleado, jugando, cayó en

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