– Aquí tienes toda la verdad sobre tu prometida – dijo el padre con frialdad, entregándole un pendrive a su hijo

Hace muchos años, en un cálido atardecer de Madrid, don Álvaro de Mendoza entregó a su hijo un pequeño objeto con gesto grave.

“Aquí está toda la verdad sobre tu prometida”, dijo secamente.

Diego consultaba su reloj con impaciencia. Había reservado mesa en “La Perla Blanca”, el restaurante más exclusivo de la ciudad. Lucía llevaba diez minutos de retraso, y eso siempre le alteraba el ánimo. La puntualidad era una de las virtudes que más valoraba en las personas.

Con un sollozo, repasó la carta por enésima vez, aunque ya sabía qué pedirían. La fatiga acumulada y la reciente conversación con su padre le nublaban la mente. Justo cuando iba a llamar a Lucía, la puerta del restaurante se abrió.

“¡Amor mío! Perdona el retraso”, exclamó ella, acercándose como un remolino vestido de azul claro que realzaba su figura esbelta. Le plantó un beso ligero en los labios. Olía a flores de primavera y a algo tan familiar que su enfado se desvaneció al instante.

“Sabes que no me gusta esperar”, intentó poner voz severa, pero sus labios se curvaron en una sonrisa. Era imposible enfadarse con aquella mujer.

“Pues yo”, Lucía guiñó un ojo, “adoro que un hombre tan apuesto me espere en un sitio como este. ¡Imagínate, me quedé atascada en un semáforo! Y luego una señora cruzó la calle tan despacio que casi me vuelvo loca”.

Diego rió:

“Te conozco. Seguro que pasaste media hora maquillándote”.

“¡Qué dices! Solo veinticinco minutos”, fingió indignarse.

No podía apartar la mirada de ella. Su melena castaña caía en suaves ondas sobre los hombros, sus ojos azules brillaban, y hoyuelos enmarcaban su sonrisa. Cada vez que la miraba, se preguntaba cómo había tenido tanta suerte.

Llevaban dos años juntos y uno de compromiso. Ahora…

“¿Por nosotros?”, alzó su copa de cava.

“Por nosotros”, sonrió ella, pero en sus ojos hubo un destello que le hizo estremecerse.

Hablaron de sus días. Lucía, como siempre, contó anécdotas de su trabajo en la clínica, de aquel niño que había hecho reír a todos, de cómo el director la llamaba “la enfermera de oro”.

“¿Y tú? ¿Cómo va el proyecto con tu padre?”, preguntó, probando un trozo de salmón.

“Normal. Los plazos se ajustan, como siempre”.

Ella asintió y, de pronto, soltó:

“Ya que hablamos de plazos… ¿Cuándo fijaremos la fecha de la boda?”.

Diego se tensó.

“Lucía, ya lo hablamos. Cuando terminemos el proyecto con mi padre…”.

“¡Sí, sí, lo sé! Pero lleva medio año así. Diego, no quiero esperar más. Llevamos un año comprometidos. ¿Por qué lo retrasas?”.

“No lo retraso. Es que ahora no es el momento”.

“¿Y cuándo lo será? ¿Cuando tenga cincuenta años? Quiero ser tu esposa, ¿entiendes? ¡No tu novia, no tu prometida, tu esposa!”.

“Lucía, estoy hasta arriba de trabajo…”.

“¡Por favor! Como si la boda requiriera más que aparecer el día indicado”.

“No es eso. Quiero que todo sea perfecto”.

“¡Yo también! ¿Y sabes qué sería perfecto? Una boda en una isla. Ya lo hablamos. He visto catálogos. Mallorca, Canarias, Ibiza… ¡Elige! Lo organizan todo, solo tenemos que llegar”.

“¿Otra vez con lo de la isla? ¿Necesitas tanto lujo? ¿O que todas tus amigas mueran de envidia?”.

Ella apartó bruscamente el plato.

“¿Así que piensas que estoy contigo por dinero? ¿Que solo quiero una boda fastuosa?”.

“¿No es así?”, las palabras se le escaparon. “Solo hablas de bodas, viajes, de todo lo que quieres hacer… Nunca dices que solo quieres estar conmigo”.

“¡Eres insoportable!”, sus ojos se llenaron de lágrimas. “¡Solo quiero ser tu mujer! Y tú pones excusas ridículas. Si no quieres casarte, dilo”.

“¡No pongo excusas!”, alzó la voz, atrayendo miradas. “¿Por qué me presionas?”.

“¡Porque te amo, necio! Y tú no lo ves. O quizá no te importa”.

Él se levantó de un salto y arrojó unos billetes sobre la mesa.

“Sabes qué? No discutiré esto aquí. Llámame cuando te calmes”.

Salió a toda prisa, ignorando los sollozos de Lucía.

***

Diego conducía como un poseso por las calles de Madrid, superando los límites de velocidad. El Audi último modelo se deslizaba entre curvas. Subió la música al máximo para ahogar sus pensamientos, pero no sirvió de nada.

¿Cuándo se había vuelto todo tan complicado con Lucía? Recordó cuando se conocieron.

Él había ido a la clínica de su padre por unos documentos. Don Álvaro de Mendoza, uno de los cardiólogos más prestigiosos del país y dueño de una red de clínicas privadas, nunca separaba negocios de familia.

“Los negocios deben quedarse en casa”, solía decir.

Diego, único hijo y heredero, creció bajo una atención especial. En el colegio, la universidad, el trabajo… todos lo trataban diferente.

A los veinticinco, ya estaba harto de mujeres que solo veían en él su fortuna y posición. Modelos, ejecutivas ambiciosas, socialités… todas parecían llevar la misma máscara, ocultando cálculo tras sonrisas.

Hasta que conoció a Lucía.

Aquel día, ella estaba en recepción, rellenando papeles. Su uniforme blanco de enfermera, el pelo recogido… nada pretencioso. Cuando alzó la vista y le sonrió, Diego sintió que algo se removía dentro de él. En su mirada no había falsedad, solo calidez y una luz especial.

La invitó a un café, luego a cenar…

Lucía era distinta. Creció en una familia humilde, trabajó desde los dieciséis, pagó sus estudios sola. Lo cautivó su autenticidad, su humor, su falta de pretensiones. Nada que ver con las mujeres de su mundo.

Su madre, doña Isabel, la adoró desde el primer día.

“Es auténtica, hijo. No la sueltes”, le dijo. Desde entonces, llamaba a Lucía “mi hija”.

Su padre… Don Álvaro nunca criticó a la chica. La respetaba como profesional. Pero cada vez que Diego hablaba de planes serios, algo extraño brillaba en sus ojos.

“Es una buena chica, Diego… pero no para ti”, dijo una vez. Esa frase le corroía la mente.

¿Quizá su padre veía lo que él no? ¿Era Lucía como las demás, solo que mejor ocultando sus motivos?

Esos pensamientos crecían en noches como esta. Cuando ella hablaba de bodas fastuosas, recordaba a sus ex. Todas querían fiestas suntuosas, joyas, el estatus de esposa de un heredero.

“¡Maldita sea!”, gritó al frenar en un semáforo.

Amaba a Lucía, sin duda. Pero hoy lo había herido tanto que, por primera vez, consideró terminar. Por mucho que su corazón la anhelara, no permitiría que nadie lo usara.

***

Llegó a casa pasada la medianoche. Sin encender la luz, encontró a su padre en el salón, con un whisky.

“¿Qué haces despierto?”.

“Te esperaba. Tu madre llamó a Lucía para invitaros el domingo… y la encontró llorando. ¿Qué pasó?”.

“Nada importante. Solo una discusión”.

“¿Por qué?”.

“Padre, no ahora, ¿vale

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– Aquí tienes toda la verdad sobre tu prometida – dijo el padre con frialdad, entregándole un pendrive a su hijo