¡Aquí se come bien, no esa porquería!” —susurró el hombre. Pero mi respuesta en su plato lo dejó pálido.

**Diario de un Hombre Sabio**

Aquel día en el buffet del hotel, mi mujer me dejó sin palabras. “¡Por fin comeré algo decente, y no tu bazofia!”, le espeté con desprecio. Pero su respuesta, servida en mi plato, me dejó pálido.

Los que lleváis años casados sabéis que hay dos tipos de maridos. Unos comen todo lo que les pongas delante y hasta te dan las gracias. Los otros, como yo, Borja López, tienen el arte de criticar hasta el último bocado. Treinta años juntos, y mi Carmen solo ha escuchado de mí: “La sopa está sosa”, “La paella tiene demasiado azafrán”, “Mi madre hacía unas croquetas que se deshacían en la boca, no como estas suelas de zapato”. ¡Vaya joya de marido, ¿verdad?

Ella se esforzaba, ¡os lo juro! Compraba libros de cocina, veía programas de Karlos Arguiñano, preparaba cocidos madrileños, fabadas asturianas y hasta cochinillo asado en Navidad. Y yo, ¿qué hacía? Poner mala cara y compararla con mi difunta madre.

Hace unos años, el médico me puso en mi sitio: “Don Borja, si sigue así, el próximo infarto será el último. Nada de fritos, ni grasas, ni sal”. ¿Y quién tuvo que vigilar mi dieta? Carmen, claro. Me cocinaba al vapor, sin aceite, con la sal justa. Pero yo no hacía más que refunfuñar: “¡Me estás matando de hambre con estos platos insípidos!”.

Cuando reservamos un hotel “todo incluido” en Mallorca, me froté las manos. “Por fin comeré bien”, pensé. Mi mujer, en cambio, suspiró aliviada. “Descansaré de la cocina y de sus quejas”, debió de pensar. ¡Pobrecilla, qué equivocada estaba!

Desde el primer día, me abalancé al buffet como un jabalí hambriento. Montañas de paella, platos de jamón ibérico, tortillas de patatas bañadas en aceite… Mi bandeja parecía un monumento a los excesos. Carmen, prudente, me recordaba: “Borja, el médico te prohibió esto… ¿No recuerdas el susto del mes pasado?”. Yo me limitaba a gruñir: “¡Déjame en paz, mujer! ¡Estoy de vacaciones!”.

Así pasaron los días. Yo devorando, ella callada. Hasta que una noche, harto, solté la bomba: “¡Esto sí es comida de verdad! Sabrosa, jugosa… ¡no como tus platos sosos!”.

Su mirada helada me atravesó. Al día siguiente, Carmen, dulce como la miel, me dijo: “Borjita, siéntate, hoy te sirvo yo”. Y acto seguido, armó un espectáculo: llenó un plato hasta los bordes con costillas a la brasa, patatas bravas, chorizos al infierno y hasta un torreznón crujiente. Todo bañado en aioli y salsa brava. “¡Come, cariño! Tú querías comida de verdad, ¿no?”, anunció a voz en grito.

El comedor entero nos miró. Yo me quedé blanco. No podía montar un escándalo, pero comer eso era firmar mi sentencia de muerte. Así que, con el rabo entre las piernas, aparté el plato. El resto de las vacaciones, me limité a pechuga de pollo y ensalada.

Moraleja: Aprende a valorar lo que tienes antes de que la vida, o tu mujer, te pongan los puntos sobre las íes. Y si tu esposa cocina, ¡cierra el pico y da las gracias!

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¡Aquí se come bien, no esa porquería!” —susurró el hombre. Pero mi respuesta en su plato lo dejó pálido.