Querido diario,
Hoy, al bajarme del bote impregnado de resina y de la espuma del río, sentí que no habría marcha atrás. El aire aquí era distinto: húmedo, cargado del perfume de pinos, musgo, trucha y algo más, como si fuera la propia vida sin aditivos.
Bienvenida me saludó el guía, un joven con chaleco de pescador. Esta es la base Aguas Vivas. Monta tu tienda donde quieras. El baño está allí. Si quieres trabajar, mañana a las ocho nos vemos en la orilla; limpiamos la zona de basura.
Asentí. La palabra trabajar no me asustó; lo que sí me heló fue el silencio. Por primera vez en meses nadie me preguntó ¿Cómo estás? o ¿Ya te has recuperado? o ¿Volverás a dar clases?. Ninguna mirada cargada de lástima o de preocupación.
Instalé mi tienda en una pequeña colina, justo al borde del agua. Me senté en un tronco, me quité las botas y dejé que mis pies se sumergieran en la corriente helada. Por primera vez en mucho tiempo, no lloré.
Han pasado dos semanas. Llevo cubos, cavo zanjas, lavo ollas. Mis manos están raspadas, la espalda me duele de tanto cargar herramientas, pero en mi cabeza reina la calma. La gente del campamento es variopinta: estudiantes, biólogos, exinformáticos, pintores, voluntarios de toda España. Todos un poco excéntricos, todos un poco perdidos.
Una noche, Almudena, una chica de trenzas rojas y voz áspera, se acercó y me preguntó:
¿A qué te dedicabas?
A la docencia. Historia del arte. Universidad de Salamanca.
¿Y por qué te fuiste?
Mi hijo se ahogó hace un año. Desde entonces las palabras se me escapaban.
Almudena no soltó ni una exclamación, sólo asintió:
Lo entiendo. Yo perdí a mi padre por cáncer en diciembre. Me vine aquí para no volverme loca.
¿Aquí no se vuelve loca?
Aquí se vuelve, pero no da miedo.
Fue entonces cuando sonreí por primera vez.
Empecé a dibujar sobre papel kraft hecho de sacos viejos: bocetos del río, de las aves, de la gente alrededor del fuego, a veces de mi hijo, ahora con chaleco de pescador y remo, sonriendo.
Un día colgaron mis dibujos en una cuerda cerca del comedor. Al atardecer, todos trajeron lo suyo: fotos, poemas, figuras de corteza.
¡Declaro el Día de la Autoexpresión! gritó Andrés, el coordinador alto y desgreñado. ¡Mostrad lo que fuisteis, lo que sois, lo que queréis ser!
¿Y tú? me preguntó.
Fui mercadólogo. Ahora soy hombre con hacha. Y, la verdad, me gusta.
Reímos y dejamos atrás la vergüenza de nuestras cicatrices.
En el tercer mes llegó la tormenta, pero no del bosque, sino de la ciudad. En una canoa aparecieron mi madre, Carmen, y mi hermana, Verónica, como espectros en chaquetas de colores chillones, con maletas gigantes y miradas cargadas de reproche.
¡Tania! ¿Estás loca? exclamó mi madre frente a mi tienda. ¿Dónde estás? ¡Esto parece una tribu salvaje! ¿Es esto legal?
Verónica, con el ceño fruncido, buscaba a quién culpar.
¡Nos hemos preocupado tanto por ti! No contestas al móvil, desapareciste como una adolescente. Y, por cierto, ¡casi tienes cuarenta! ¡Eras profesora!
Guardé silencio. El fuego se apagó mientras la gente del campamento se quedaba paralizada. Almudena se acercó y, con una mano en mi hombro, susurró:
¿Quieres hablar?
No. Yo misma.
Mi madre siguió:
Pensábamos que estabas deprimida. Queremos llevarte a casa, ya hablamos con un psicoterapeuta que dice que necesitas rehabilitación.
Eso es mi rehabilitación, madre.
No seas tonta. Duermes en una tienda, llevas agua, andas con extraños.
No son extraños. Y tú hace tiempo que no me escuchas.
Verónica intervino:
No nos escuchas a nosotras. ¡Somos tu familia!
¿Dónde estabais cuando me quedé bajo la manta semanas enteras? Cuando no podía levantarme, cuando cada día pensaba que habría sido mejor morir en lugar de él?
Intentábamos ayudar.
No. Llamabais y decíais: Ánimo, eres fuerte. La fuerza no es ayuda; es una excusa para no estar.
Un silencio denso cayó, solo roto por el chapoteo del río. Andrés se acercó con una taza de té.
¿Quién es él? ¿Te ha hipnotizado?
Es una persona. Uno de los pocos que no huye de mi dolor. Yo no estoy hipnotizada, estoy viva.
Verónica murmuró:
Estás loca.
Tal vez, pero es mi elección.
Al día siguiente se fueron sin despedidas. Me quedé en el muelle, descalza, con un tarro de miel. Almudena se sentó a mi lado.
¿Cómo te sientes?
Como un árbol al que le arrancaron las raíces y que, sin embargo, vuelve a brotar.
Eres genial, profe.
Sí, pero ahora soy sólo vida.
A finales de septiembre quedé entre los últimos del campamento. Algunos se fueron, otros se quedaron para el invierno. Andrés también. Construyó una casita de invierno, avivó la leña y preparó una sopa de setas.
Una tarde fuimos juntos al río. Guardé silencio, luego dije:
Creo que me he enamorado. No de ti, sino de mí misma de este sitio.
Andrés se rió:
Eso es lo principal. Lo demás vendrá solo.
Le tomé la mano.
¿Y si quiero quedarme aquí?
Quédate.
¿Y si quiero montar un taller? Invitar a otros que se han perdido?
Entonces levantaré un porche. Así sabrán que los esperamos.
Sabía que el río recuerda, el bosque cura, y un corazón roto también puede volver a cantar si se le presta oído.
El primer invierno fue largo y callado. El bosque quedó cubierto de blanco, el río se vistió de hielo fino que crujía bajo el sol matutino. Sólo quedamos cinco: Andrés, yo, Almudena, y dos fotógrafos de Sevilla, Sergio y Laura, que habían llegado para escapar de la ciudad.
Vivía en una casita junto al taller, con una estufa, estanterías hechas a mano y luz cálida. Me levantaba temprano, avivaba el fuego, preparaba té de espino y observ