¡Aquí está toda la verdad sobre tu prometida! dijo el padre con frialdad, extendiéndole a su hijo una memoria USB.
Daniel no dejaba de mirar el reloj. Había reservado mesa en *El Rincón de Oro*, el restaurante más caro de Madrid. Lucía llevaba diez minutos de retraso, y eso siempre le arruinaba el humor. La puntualidad era una de las cualidades que más valoraba en la gente.
Suspiró, hojeando el menú por enésima vez, aunque ya sabía perfectamente qué iba a pedir. El cansancio acumulado y la reciente conversación con su padre le tenían los pensamientos revueltos. Justo cuando decidió llamar a Lucía, la puerta del restaurante se abrió.
¡Cariño! Perdón por llegar tarde la chica se acercó a la mesa como un torbellino en un vestido azul cielo que le marcaba la figura. Se inclinó y le dio un beso rápido a Daniel. Olía a flores de primavera y a algo tan familiar que su enfado se esfumó al instante.
Sabes que no me gusta esperar intentó poner cara seria, pero no pudo evitar sonreír. Era imposible enfadarse con ella.
Pero a mí Lucía le lanzó una mirada pícara me encanta que un hombre tan guapo me espere en un restaurante. ¡Imagínate, me quedé atascada en un semáforo! Y luego una abuelita cruzó la calle tan despacio que casi me vuelvo loca.
Daniel se rio.
Seguro que te pasaste media hora maquillándote.
¡Qué va! protestó ella, fingiendo indignación. Solo veinticinco minutos.
Él no podía apartar la vista de ella. Su pelo castaño caía en ondas suaves sobre los hombros, sus ojos azules brillaban y esos hoyuelos en las mejillas hacían su sonrisa aún más encantadora.
Cada vez que la miraba, no podía creer su suerte. Se habían conocido hacía dos años, llevaban año y medio juntos y uno comprometidos. Y ahora
¿Por nosotros? Daniel alzó su copa de cava.
Por nosotros sonrió Lucía, pero en sus ojos había algo que le hizo sentir un vuelco en el estómago.
Hicieron el pedido y charlaron con naturalidad sobre el día. Ella, como siempre, hablaba animadamente de su trabajo en la clínica, de un paciente gracioso y de cómo el jefe de medicina la llamaba *la enfermera de oro*.
¿Y qué tal va lo tuyo? ¿Cómo avanza el proyecto con tu padre? preguntó, llevándose a la boca un trozo de salmón.
Normal se encogió de hombros Daniel. Todo según lo planeado, pero los plazos, como siempre, están apretados.
Lucía asintió y, como si nada, soltó:
Hablando de plazos ¿Cuándo vamos a poner fecha a la boda?
Daniel se quedó helado. Otra vez.
Lucía, ya lo hemos hablado. Cuando terminemos el proyecto con mi padre
Sí, sí, lo sé cortó ella, impaciente. ¡Pero ya llevamos medio año así! Daniel, no quiero esperar más. Llevamos un año comprometidos. ¿A qué esperas?
No estoy esperando. Es que ahora no es el mejor momento.
¿Y cuándo lo será? ¿Cuando tenga cincuenta años? Quiero ser tu mujer, ¿entiendes? ¡No tu novia, no tu prometida, tu esposa!
Lucía, tengo tanto trabajo que no levanto cabeza
¡Por favor! Como si para la boda tuvieras que hacer algo más que aparecer el día y a la hora acordados.
No es eso la voz de Daniel empezó a subir. Quiero que todo sea perfecto.
¡Yo también! exclamó ella. ¿Y sabes qué sería perfecto? ¡Una boda en una isla! Ya lo hablamos. Hasta he mirado catálogos. Mallorca, las Canarias, Ibiza ¡tú eliges! Allí lo organizan todo, solo tenemos que ir.
Otra vez con lo de la boda en una isla se exasperó él. ¿Tan importante es el lujo y el espectáculo? ¿O solo quieres que los demás mueran de envidia?
Lucía apartó bruscamente el plato.
¿Ah, sí? ¿Crees que estoy contigo por dinero? ¿Que solo quiero una boda de cuento?
¿Y no es así? le salió antes de pensarlo. Solo hablas de la boda, de viajes, de lo que quieres visitar ¡Nunca dices que solo quieres estar conmigo!
¡Eres insoportable! sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Solo quiero ser tu esposa! Y tú te inventas excusas ridículas. Si no quieres casarte, dilo de una vez.
¡No me las invento! Daniel alzó la voz tanto que varios comensales volvieron la cabeza. ¿Por qué siempre me presionas?
¡Porque te quiero, idiota! ¡Y tú no lo entiendes! O quizá ¡simplemente no lo deseas!
Él se levantó de un salto y dejó varios billetes de cien euros sobre la mesa.
¿Sabes qué? No voy a discutir esto aquí. No pienso hacer el ridículo. Llámame cuando te hayas calmado.
Salió rápido, ignorando la mirada confusa del camarero y los sollozos de Lucía tras él.
***
Daniel conducía por la ciudad a toda velocidad, muy por encima del límite. Su último modelo de BMW tomaba las curvas con suavidad. Puso la música a todo volumen para ahogar sus pensamientos, pero no funcionó.
¿Por qué todo con Lucía se había vuelto tan complicado? Al principio, todo era diferente. Recordó el día en que se conocieron.
Había ido a la clínica de su padre a recoger unos documentos. Javier Mendoza, uno de los cardiólogos más reputados del país y dueño de una red de centros médicos privados, nunca separó el trabajo de la familia.
*«Los negocios deben quedarse en casa»*, solía decir.
Daniel, único hijo y heredero, siempre estuvo rodeado no solo del cariño de sus padres, sino también de la atención especial de los demás. En el colegio, en la universidad, en el trabajo todos lo trataban diferente.
A los veinticinco, ya estaba harto de chicas que solo veían en él una cartera y una posición social. Modelos, ejecutivas ambiciosas, *socialites* todas parecían llevar la misma máscara, ocultando tras sus sonrisas miradas calculadoras.
Y entonces conoció a Lucía.
Aquel día, ella estaba en recepción rellenando papeles. Llevaba el uniforme blanco de enfermera, el pelo recogido en una coleta sencilla, nada de más. Cuando levantó la vista y le sonrió, Daniel sintió algo revolverse dentro. En su mirada no había falsedad, solo calidez y una luz especial.
Encontró una excusa para hablarle, luego la invitó a un café, después a cenar
Lucía era diferente a todas las chicas que había conocido. Había crecido en una familia humilde, trabajaba desde los dieciséis y se pagó los estudios sola. A él le conquistó su naturalidad, su humor y el hecho de que nunca intentó aparentar ser quien no era. Nada que ver con las chicas de su mundo.
Su madre, Isabel, la aceptó enseguida.
*«Es auténtica, hijo. No la sueltes»*, le dijo después de conocerla. Desde entonces, llamaba a Lucía *«mi niña»*, incluso cuando acababan de empezar a salir.
Pero su padre Javier nunca criticó abiertamente a la novia de su hijo. Es más, la valoraba como profesional y siempre elogiaba su trabajo.
Sin embargo, cada vez que Daniel mencionaba planes serios con ella, algo extraño aparecía en la mirada de su padre.
*«Es una buena chica, Daniel, pero no para ti»*, le dijo una vez. Y esa frase se le quedó grab







