— Aquí está el menú, prepara todo para las cinco, no voy a estar en la cocina en mi aniversario, — ordenó la suegra, aunque se lamentó mucho después.

Aquí tienes el menú, prepara todo antes de las cinco, que no me quede yo parada en la cocina en mi aniversario ordenó la suegra, pero al instante sintió una punzada de arrepentimiento.

Doña Ana despertó aquel sábado por la mañana con una sensación de fiesta. Sesenta años, cifra redonda digna de celebración. Llevaba meses tramando aquel día, anotando invitados, pensando en el traje. En el espejo se reflejaba el rostro satisfecho de una mujer acostumbrada a que todo siguiera su guion.

¡Mamá, feliz cumpleaños! fue el primero en aparecer en la cocina Andrés, con una cajita pequeña en la mano. Es de parte nuestra y de Elena.

Elena asintió en silencio, apoyada al fogón con una taza de café. Por la mañana siempre era de pocas palabras, sobre todo cuando el asunto involucraba los festejos de la suegra.

¡Ay, Andrés, mil gracias! recibió Doña Ana el regalo con una alegría mostrada. ¿Ya habéis desayunado?

Sí, mamá, todo bien contestó él, mirando a su esposa.

Elena dejó la taza en el fregadero, preparando mentalmente lo que le aguardaba. En los últimos días la suegra había adoptado un humor exaltado que, curiosamente, intensificaba sus ansias de mando. Parecía creer que el ambiente festivo le otorgaba derecho a imponer sus deseos más allá de lo habitual.

Elena, querida dijo Doña Ana con ese tono que siempre presagiaba una petición disfrazada de orden tengo para ti una pequeña misión.

Elena se giró, intentando mantener una expresión neutra. Tras tres años compartiendo aquel piso, había aprendido a leer a la suegra como si fuera un libro abierto.

Aquí tienes el menú, prepara todo antes de las cinco, que no me quede yo parada en la cocina en mi aniversario entregó Doña Ana una hoja doblada al doble, escrita con su pulcra caligrafía.

Elena tomó el papel, recorrió las líneas y sintió que todo se comprimía en su interior. Doce platos. ¡Doce! Desde simples picoteos hasta elaboradas ensaladas y entrantes calientes.

Doña Ana, comenzó con cautela, pero eso supone un día entero de trabajo

¡Pues claro! rió la suegra, como si Elena hubiera dicho algo obvio. ¿Qué más se puede hacer en una celebración tan grande? Por supuesto, cocinar para la cumpleañera. Sabes que vendrán muchas amigas, los vecinos No podemos presentarnos desaliñados.

Andrés cambiaba la mirada de su madre a su esposa, percibiendo la tensión que se acumulaba.

Mamá, ¿y si pedimos algo ya preparado? sugirió, titubeante.

¡Qué dices! exclamó Doña Ana. ¿Alimentar a los invitados con comida comprada en mi aniversario? ¡Qué pensarán de mí! No, todo tiene que ser casero, hecho con alma.

Elena apretó los puños. Con alma. Con, pues, el alma ajena la suya, que iba a pasar el día atorada en la cocina.

Está bien respondió brevemente y se dirigió hacia la salida.

¡Elena! gritó Andrés. Espera.

Se detuvo en el pasillo, respirando con dificultad. Andrés se acercó, bajando la mirada avergonzado.

Mira, te ayudaría, lo juro, pero tú sabes que en la cocina solo estorbó No tengo manos para eso.

Por supuesto sonrió Elena, forzada. ¿Y que tu madre me use como sirvienta, eso es normal?

No digas tonterías murmuró Andrés, encogiendo los hombros. Piensa, preparar para mamá en su día no es nada. Ella tanto nos da, nos da techo sin cobrarnos los suministros

Elena lo observó largo y tendido. Podía recordarle cómo su madre le reprochaba el piso, la desorden, sus cocinados, hacía alusión a que había aceptado a una niña del campo como si fuera un gran favor. Pero ¿de qué servía? Andrés nunca lo entendería. Para él, la madre siempre sería sagrada y sus reclamos meras caprichas de una esposa mimada.

Vale dijo Elena y volvió a la cocina.

Las horas siguientes volaron en un ritmo frenético. Elena picaba, hervía, freía, mezclaba. Sus manos trabajaban como autómatas, mientras su mente giraba ideas una tras otra, cada vez más insistentes. De pronto, al remover una salsa, una chispa de claridad la iluminó. La idea era tan simple y a la vez tan elegante que Elena esbozó una sonrisa.

Sacó del armario una pequeña cajita que había comprado en la farmacia hace un mes para uso propio, pero nunca había utilizado. Era un laxante de acción suave. En la etiqueta indicaba que el efecto aparecía una hora después de ingerirlo.

Elena repasó la lista de platos: ensaladas, complejos aperitivos en todos se podían añadir discretamente unas gotas. Pero el plato caliente, carne con patatas, lo dejaría intacto. Después de todo, también había que alimentar a su marido.

A las cinco la mesa rebosaba de manjares. Doña Ana, vestida con un vestido nuevo y una lluvia de accesorios, inspeccionaba la cocina como una capitana antes de la batalla.

No está nada mal admitió con indulgencia. Aunque la ensalada capital podría estar más salada.

Elena calló, colocando los platos en la mesa. Dentro de ella cantaba la anticipación.

Los invitados empezaron a llegar puntual a las cinco. Doña Ana recibía a cada uno con abrazos abiertos, aceptando regalos y halagos. Sus amigas, señoras de la misma edad, vestidas con elegancia, no cesaban de admirar la decoración.

¡Ana, no te has perdonado nada! exclamó Virginia, la vecina del tercer piso. ¡Qué hermosura!

¡Ay, no digáis eso! respondió la cumpleañera con modestia. Fue labor de Elena y mía. La mayor parte la hice yo, ella me echó una mano.

Elena, mientras disponía los platos, casi estalló en carcajada. Claro que había ayudado.

Andrés, susurró al marido, no comas ensaladas todavía. Espera lo caliente.

¿Por qué? preguntó él, sorprendido.

Solo espera, ¿de acuerdo?

Él se encogió de hombros, pero obedeció. Elena se sentó a un lado, observando cómo los invitados se abalanzaban sobre los aperitivos. Doña Ana narraba cómo había pensado el menú, cómo había elegido los productos, cómo intentaba complacer a todos los paladares.

Y esta ensalada se jactó, señalando la capital es mi firma. La receta la heredé de mi abuela.

¡Divina! aplaudió Tamara, otra invitada. ¡Tienes manos de oro, Ana!

Pasó una hora. Elena miró el reloj, marcando el paso del tiempo. Entonces, el primer dolor surgió.

¡Ay! gime Virginia, agarrándose el vientre. Me siento fatal

¡Yo también! replicó su compañera de mesa. Ana, ¿segura que todo estaba fresco?

Doña Ana se puso pálida.

¡Claro! protestó. ¡Ayer mismo lo compré todo!

Pero el malestar la alcanzó también a ella. Se disculpó apresuradamente y se dirigió al baño. Una fila de invitados la siguió.

Elena, susurró Andrés, ¿qué ocurre?

No lo sé respondió con serenidad. Algo no nos cayó bien. Menos mal que no hemos tocado las ensaladas.

El caos se desató en el piso. Los invitados, uno a uno, desaparecían en el baño, luego reaparecían murmurando disculpas y quejas por sentirse indispuestos. Doña Ana corría entre la gente y el aseo, intentando remediar la situación, pero ya era demasiado tarde.

A las siete de la tarde solo quedamos ellos tres. Doña Ana, pálida y desconcertada, se acomodó en el sofá.

Vayan a recostarse dijo Elena con compasión y nosotros limpiamos todo.

¿Qué le has metido a la comida? preguntó la suegra, recuperándose poco a poco, con ira contenida.

Elena, sin perder la calma, siguió cortando la carne con patatas.

Es laxante. Solo lo puse en ensaladas y aperitivos. No toqué lo caliente, así que pueden comerlo sin miedo.

Doña Ana quiso replicar, pero el malestar la retuvo de nuevo y se refugió en el baño.

¡Elena! la reprendió Andrés. ¿Por qué?

¿Qué más da? respondió ella, volviendo a su marido. No imaginas cómo se porta tu madre conmigo cuando tú no estás. La mitad de las veces ni te cuento, porque sé que la defenderás. «Mamá se preocupa, ayuda, nos cobija». Que te trate como a una sirvienta no te concierne.

Andrés permaneció en silencio, masticando la carne.

Puede que sea duro prosiguió Elena pero estoy harta. Harta de ser invisible en esta casa, de que me usen y luego me reprochen. Hoy ha recibido una lección. Quizá ahora piense dos veces antes de cargar todo sobre mí y atribuirse los méritos.

Pero es demasiado… empezó Andrés.

¿Demasiado qué? Nadie resultó herido. Solo pasamos unas horas en el baño. La lección quedará grabada.

Y, efectivamente, quedó grabada. Tras aquel desafortunado cumpleaños, Doña Ana cambió sutilmente su forma de tratar a la nuera. Seguía sin ser la más cálida, pero los bordes afilados se suavizaron. Ya no resonaban órdenes soberbias ni intentos de cargarle todo el trabajo doméstico.

Seis meses después, Andrés anunció inesperadamente que se mudaban a su propio piso.

Hemos ahorrado la entrada dijo durante la cena. Creo que ya es hora de vivir por nuestra cuenta.

Doña Ana lo miró, sorprendida. No esperaba tal decisión, pero solo asintió.

Seguro que es el momento aceptó. Los jóvenes necesitan su nido.

El día de la mudanza, mientras sacaban las últimas cajas, Doña Ana se acercó a Elena.

Sabes murmuró quizá no fui del todo justa contigo.

Elena, con una caja de vajilla en la mano, se detuvo.

Tal vez respondió. Ya no importa. Lo esencial es que hemos encontrado la manera de comunicarnos.

Sí concordó Doña Ana. Y, aun así, ese cumpleaños fue todo un espectáculo.

Se miraron y, de pronto, ambas soltaron una risa inesperada. La primera vez en años que reían sin reservas.

En su nuevo hogar, Elena recordaba aquel día con una extraña mezcla de satisfacción y alivio. A veces, para hallar un lenguaje común, hay que hablar el idioma que los demás entienden. Doña Ana, al fin, descubrió que su lengua era la del poder.

Pero lo esencial fue que la lección benefició no solo a la suegra, sino también a Andrés. Él vio, al fin, que su esposa no solo se quejaba, sino que sufría injusticias. Aunque todavía le parecieran métodos extremos, nunca volvió a desestimar sus reclamos.

Doña Ana, de vez en cuando, pasaba a visitar el nuevo piso con un pastelito, indagando por la familia, a veces ofreciendo ayuda. Ya nunca volvió a imponer órdenes a la nuera.

Sabes, dijo una tarde Elena a Andrés mientras cenaban en su propia cocina, al final la llegué a querer un poquito. Cuando dejó de comportarse como una general.

Yo aún creo que te pasaste de rosca sonrió él.

Puede ser aceptó ella. Pero el resultado valió la pena. A veces los métodos más radicales son los que funcionan.

Y, al fin, la familia halló la paz, basada en respeto mutuo y límites claros. ¿No es eso lo más importante en las relaciones humanas?

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MagistrUm
— Aquí está el menú, prepara todo para las cinco, no voy a estar en la cocina en mi aniversario, — ordenó la suegra, aunque se lamentó mucho después.