Valeria está junto a la ventana de la cocina, mordisqueando pan duro con mantequilla mientras mira al patio vecino. La mañana es gris, lluviosa, como su ánimo estas últimas semanas. Tras el cristal aparece una figura conocida: Ana Martínez se acerca al portal cargando pesadas bolsas.
—Mamá, tu vecina otra vez sola con las compras —grita Valeria hacia la habitación donde Lucía García, sentada a la mesa, hojea una vieja revista—. ¿Le ayudo?
—¿Vecina para mí? —refunfuña la mujer sin levantar la vista—. Una desconocida. Tiene hijo, que él la ayude.
Valeria frunce el ceño, pero calla. Últimamente Lucía García se ha vuelto más áspera, como un erizo al que no conviene tocar. Antes era la primera en ofrecerse si alguien del edificio lo pasaba mal.
—Su hijo trabaja en Alemania, bien lo sabes —dice Valeria en voz baja mientras se pone la chaqueta—. Voy al supermercado, de paso le ayudo con las bolsas.
—Anda, anda, santa de sacristía —rezonga Lucía García—. Te compadeces de todos menos de tu madre.
Valeria se detiene en la puerta, mirando a la mujer que llama mamá desde hace más de cuarenta años. Delgada, pelo gris recogido en un moño, Lucía García parece más pequeña que nunca en esa silla. Las arrugas de su rostro se ahondan, sus manos tiemblan al pasar las páginas.
—¿Te traigo algo? —pregunta Valeria con dulzura.
—Nada necesito. Vete ya, si estás lista.
En el rellano, Valeria tropieza con Ana Martínez, que jadea al detenerse a descansar.
—Ana Martínez, déjeme ayudarle —propone Valeria, tomando una de las bolsas.
—¡Ay, gracias, hija! —suspira la vecina aliviada—. Las fuerzas ya no son lo que eran. La edad, supongo.
Suben lentamente, parándose en cada descansillo.
—¿Y cómo sigue su Lucía García? —pregunta Ana Martínez con cuidado—. Hace tiempo que no la veo.
—Pues… va tirando —responde Valeria evasiva—. Unos días mejor, otros peor.
—Lo comprendo, sí. Mi hermana también… —Ana Martínez calla, pero Valeria entiende lo que no dice.
Ayuda a llevar las bolsas al piso de su vecina y regresa a casa. Lucía García sigue en el sillón, pero ya no lee. Mira fijamente al vacío, como buscando algo.
—Mamá, ¿te apetece un té? —propone Valeria quitándose la chaqueta.
—Mamá… —repite Lucía García, y hay algo extraño en su tono—. Tú me llamas mamá.
Valeria se queda inmóvil. Algo en su voz la alerta.
—Claro, mamá. ¿Cómo si no?
—Pero no lo soy —dice Lucía García mirándola, apenas un susurro—. No soy nada para ti.
Valeria siente un nudo en el pecho. Ahí está. Lo que temía hace meses. Lo que evitaba cuando veía a Lucía García mirarla con desconcierto.
—¿Qué dices, mamá? —Valeria se arrollida junto a ella, toma su mano—. Eres mi mamá. La única.
—No —niega la anciana con terquedad—. Ahora lo recuerdo. Todo. Tú no eres mi hija. Eres… una extraña.
El nudo en la garganta de Valeria aprieta. Sabía que llegaría este día. Los médicos avisaron: la enfermedad avanzaría, perdería memoria más a menudo. Pero no estaba preparada para que recordase precisamente esto.
—Mamá, escúchame —empieza Valeria, controlando la voz—. Sí, es cierto. No me diste a luz. Pero sí me criaste. Me quisiste. Eres mi madre.
—Criarte… —Lucía García frunce el ceño como si luchara por recordar—. Sí, te crié. Llegaste… tan pequeña. Llorabas siempre, no comías.
—Sí, mamá. Tenía tres añitos.
—Tres… —susurra Lucía García—. ¿Y tu madre verdadera? ¿Dónde está?
Valeria cierra los ojos. Siempre evitó esta conversación. Lucía García nunca dio detalles; Valeria nunca preguntó. Le bastaba tener una madre que la quería.
—No lo sé, mamá. Nunca me lo contaste.
—No te lo conté… —Lucía García medita—. Tal vez hice bien. No hay bondad en esa historia.
Valeria espera, inmóvil. Lucía García guarda un largo silencio hasta que habla:
—Era mi amiga. Tu madre. Se llamaba Elena. Estudiamos juntas en Formación Profesional, luego trabajamos en la misma fábrica. Guapísima, alegre. Los hombres la rondaban como moscas a la miel.
Valeria contuvo la respiración. Por primera vez en cuarenta años, oía sobre su madre biológica.
—Se casó joven, te tuvo. Pero su marido era… un sinvergüenza. Bebía, le pegaba. Ella lo dejó, ¿pero adónde ir con un niño? Vivió con conocidos, de favor, un sitio y otro. Luego conoció a otro hombre. Él le pedía matrimonio, pero no quería hijos.
—¿Y me abandonó?
—Te trajo aquí. Dijo: “Lucía, ayúdame. Es cosa de meses, hasta que me instale”. Pero ella… —calló, como si dudase continuar.
—¿Qué, mamá?
—Se marchó con ese hombre. Prometió regresar por ti a los seis meses. Nunca lo hizo.
Valeria sintió lágrimas rodándole. Siempre sospechó algo así, pero oírlo dolía.
—¿Y después?
—Entonces comprendí que eras ya mi niña. Trasnoché cuando enfermabas. Te enseñé a andar, a hablar. Tu primera palabra fue “mamá”, y me miraste a mí. —Lucía García sonrió entre lágrimas—. Recuerdo mi alegría. Pensé: aquí está, mi hija.
—Siempre fuiste mi madre —murmuró Valeria abrazándola—. La mejor.
—Lo fui… —repitió Lucía García—. Ahora soy una extraña. La memoria me falla, Valeria. La siento escaparse. Hoy recuerdo, mañana quizás olvide quién eres, quién fui.
—No digas eso.
—¿Por qué no, si es verdad? —Se soltó del abrazo, mirándola a los ojos—. Escúchame bien. Quiero decirte algo vital mientras aún puedo.
Valeria asintió, enjugándose las lágrimas.
—Nun
Y mientras los primeros rayos de sol entraban por la ventana, iluminando los platos vacíos, sus manos se entrelazaron sobre el mantel como testimonio silencioso de un vínculo más fuerte que cualquier recuerdo que pudiera desvanecerse.