Aquella a la que llamaba madre

Recuerdo aquella mañana lluviosa en Madrid, cuando Carmen observaba desde la ventana de la cocina, mordisqueando un trozo de pan duro con aceite. La luz gris del alba se avenía a la tristeza que la acompañaba en esas últimas semanas. Al otro lado del cristal divisó una figura conocida: doña Ana Romero ascendía trabajosamente la escalinata del edificio, cargada con bolsas de la compra.

—Madre, la vecina vuelve sola con las compras —llamó Carmen hacia la estancia donde Emilia Casares hojeaba una vieja revista junto a la mesa—. ¿La ayudo?

—¿Qué vecina ni qué vecina? —masculló la mujer sin levantar la vista—. Es una desconocida. Que la ayude su hijo.

Carmen frunció el ceño pero calló. Últimamente Emilia se había vuelto esa erizada, como esos puercoespines de los cuentos a los que no se debe rozar. Y pensar que antaño era la primera en acudir si algún vecino pasaba apuros.

—Su hijo está en Alemania trabajando, ya lo sabes —dijo Carmen en voz baja mientras se ponía el chaquetón—. Voy a las tiendas, se las ayudaré a subir.

—Anda, ve, alma de cántaro —refunfuñó Emilia—. Siempre compadeciéndote de los demás y olvidándote de mí.

Carmen se detuvo en la puerta, volviéndose hacia la mujer a quien durante cuarenta años había llamado madre. Delgada, con cabellos plateados recogidos en un moño severo, Emilia parecía aún más pequeña en aquel sillón. Las arrugas de su rostro se habían ahondado, y sus manos temblaban al pasar las páginas.

—¿Te traigo algo? —preguntó Carmen con suavidad.

—Nada necesito. Vete, si tanto te apuras.

En el descansillo tropezó con doña Ana Romero, que jadeaba tras detenerse a tomar aliento.

—Doña Ana, deje que le ayude —ofreció Carmen, aliviándola de una bolsa.

—¡Ay, bendita seas, hijita! —suspiró la vecina aliviada—. Las fuerzas ya no son las de antes. Cuestión de edad, se me antoja.

Ascendieron lentamente, parando en cada rellano.

—¿Y cómo sigue su señora madre? —inquirió doña Ana con cautela—. Hace tiempo que no se la ve.

—Pasa, como puede —respondió Carmen evasivamente—. Unos días más lúcida, otros menos.

—Comprendo, comprendo. A mi hermana le pasa… —Doña Ana calló, pero Carmen adivinó lo que callaba.

Tras ayudar con las bolsas, regresó. Emilia seguía en su sillón, pero ya no leía. Fijaba su mirada en un punto impreciso del suelo, como buscando algo invisible.

—Madre, ¿tomamos un té? —propuso Carmen quitándose el chaquetón.

—Madre… —repitió Emilia, y en su voz resonó una extraña vibración—. Tú me llamas madre.

Carmen se quedó inmóvil. Algo en el tono la alertó.

—Pues claro, madre. ¿Cómo si no?

—Pero si yo no soy tu madre —dijo Emilia en un susurro, volviéndose hacia ella—. No soy nada para ti.

Carmen sintió un puño cerrarse en su pecho. Había llegado. Lo que temía desde hacía meses. Lo que evitaba mirar cuando sorprendía en los ojos de Emilia destellos de desconcierto.

—¿Qué dices, madre? —Carmen se arrodilló junto al sillón y tomó sus manos—. Claro que eres mi madre. La más verdadera.

—No —negó Emilia con obstinación, moviendo la cabeza—. Ahora lo recuerdo. Recuerdo todo. Tú no eres mi hija. Tú… tú eres una extraña.

Un nudo apretó la garganta de Carmen. Sabía que este día llegaría. Los médicos advirtieron que la enfermedad avanzaría, que la memoria la traicionaría cada vez con más frecuencia. Pero nunca estuvo preparada para que Emilia recordara precisamente esto.

—Madre, escúchame —empezó Carmen, esforzándose por modular su voz—. Sí, es cierto. Tú no me diste la vida. Pero me criaste. Me quisiste. Para mí, tú eres mi madre.

—Criarte… —frunció el ceño Emilia, como hurgando en el pasado—. Sí, criarte. Te trajeron… tan pequeñita. Llorabas sin cesar, no querías comer.

—Sí, madre. Tendría yo tres años.

—Tres… —murmuró Emilia—. ¿Y dónde está tu verdadera madre? ¿Dónde está?

Carmen cerró los ojos. De esta conversación había huido toda su vida. Emilia jamás entró en detalles, y Carmen nunca preguntó. Le bastaba tener una madre que la amaba.

—No lo sé, madre. Nunca me lo contaste.

—Nunca te lo conté… —Emilia caviló—. Y quizá fue lo acertado. Nada bueno había en aquella historia.

Carmen esperó, temerosa de moverse. Emilia guardó silencio largo rato, hasta que de pronto habló:

—Era mi amiga. Tu madre. Juliana se llamaba. Estudiamos juntas en la escuela de comercio, luego trabajamos en la misma fábrica. Guapa era, y dicharachera. Los hombres la rondaban como abejas al panal.

Carmen la escuchaba sin respirar. Era la primera vez en cuarenta años que oía hablar de quien la trajo al mundo.

—Casóse pronto, y te tuvo. Pero el marido resultó ser… un ruin. Bebía, la maltrataba. Ella lo dejó, pero ¿adónde ir con una criatura? Vivió de alojada, aquí y allá. Luego conoció a otro, que se la quiso llevar, mas quería ir sin hijos.

—¿Y ella me dio a ti?

—Te trajo a casa. Dijo: “Emilia, socórreme. Por un tiempo, hasta que me coloque”. Pero ella… —Emilia se calló bruscamente, como arrepentida.

—¿Qué, madre?

—Se fue con aquel hombre. Prometió volver por ti en medio año. Nunca regresó.

Carmen
Aquella mañana, mientras el aroma a huevos fritos con tomate envolvían la cocina, Valeria comprendió que el amor no se mide en sangre sino en las arrugas de las manos que te acunan y los desvelos compartidos bajo un mismo techo. Carmen, al pasarle la sal con esa mirada antigua que aún guardaba destellos de lucidez, musitó mientras removía su café: “Me olvidaré de muchas cosas, niña mía, pero jamás de este hueco aquí que se llena cuando sonríes” y Valeria, apretando su taza humeante, supo que mientras quedaran migas en la mesa y súbitos recuerdos en el aire, seguirían tejiendo su historia contra viento y marea, madre e hija en el único terreno que perdura: el recuerdo tibio de lo vivido.

Rate article
MagistrUm
Aquella a la que llamaba madre