**Diario de un hombre**
Aquella mañana, una mujer llamó a mi puerta. No la veía desde hacía cinco años. Era doña Carmen Álvarez. En nuestro pueblo de Valdeperales, todos la llamaban “la señora marquesa” a sus espaldas. No por marido alguno, sino por su porte altivo, su mirada afilada como una navaja y un orgullo capaz de cercar el pueblo tres veces como si fuera una muralla. Caminaba siempre erguida, la barbilla en alto, como si sus pies no pisaran el barro de nuestras calles, sino los mármoles de un palacio. No se mezclaba con nadie; un gesto desdeñoso y ahí terminaba toda conversación.
Y ahora estaba allí, en la puerta de mi consulta. Irreconocible. La espalda aún recta por costumbre, pero en sus ojos, una tristeza acorralada. Llevaba su pañuelo de flores hasta las cejas, como si quisiera esconderse. Vacilaba, sin atreverse a cruzar el umbral.
Pasa, doña Carmen le dije con dulzura. No te quedes ahí dejando entrar el frío. Veo que no vienes por unas pastillas.
Entró, se sentó en el taburete junto a la estufa, las manos sobre las rodillas. Siempre las tuvo cuidadas, pero ahora estaban secas, agrietadas, temblando levemente. Callada. Yo no la apresuré. Le serví un té de menta y tilo, lo dejé frente a ella.
Bebe le dije. Calienta el alma.
Tomó la taza, y en sus ojos brillaron lágrimas. No cayeron; el orgullo no se lo permitió, pero estaban ahí, como el agua quieta en un pozo.
Estoy completamente sola, don Luis suspiró al fin, con una voz quebrantada. No puedo más. Me torcí el brazo, por suerte no me lo rompí, pero duele como el demonio. No puedo traer leña ni agua. Y la espalda me mata, no me deja ni respirar.
Y entonces empezó a quejarse, como un arroyo turbio en primavera. Yo la escuchaba, asentía, pero en mi mente no veía su presente, sino el pasado. Recordaba cuando en su casa, la mejor del pueblo, se oían risas. Su único hijo, Javier, un hombre trabajador y apuesto, había traído una novia. Lucía.
Era una chiquilla callada, un ángel. Javier la trajo de la ciudad. Ojos claros, confiados. El pelo rubio en una trenza gruesa. Manos finas, pero hábiles. Era obvio por qué le gustó a Javier. Lo que nadie entendía era por qué doña Carmen la despreció desde el principio.
Y así fue. Desde el primer día, la criticó sin piedad. No se sentaba bien, no miraba bien. El cocido no tenía suficiente color, el suelo no estaba lo bastante limpio. Si hacía compota: “Has malgastado el azúcar, derrochona”. Si arrancaba malas hierbas: “Has arrancado la ortiga para la sopa, inútil”.
Al principio, Javier la defendía, pero luego cedió. Era un niño de mamá, acostumbrado a su protección. Vacilaba entre las dos como una hoja al viento. Y Lucía callaba. Solo adelgazaba y palidecía día tras día. Una vez la vi junto al pozo, con los ojos llenos de lágrimas.
¿Por qué aguantas, hija? le pregunté.
Ella sonrió con amargura:
¿Adónde iría, tío Luis? Lo amo. Quizá ella se acostumbre a mí, tenga piedad
No la tuvo. La gota que colmó el vaso fue un mantel antiguo, bordado por la madre de doña Carmen. Lucía lo lavó sin cuidado y los colores se desteñieron. ¡Dios, qué escándalo armó! Se oyó en todo el pueblo.
Esa misma noche, Lucía se fue. Sin decir nada. Javier, al amanecer, enloqueció buscándola. Luego fue a ver a su madre, los ojos secos, llenos de rabia.
Esto es culpa tuya, madre dijo. Mataste mi felicidad.
Y también se marchó. Según los rumores, encontró a Lucía en la ciudad, se casaron, tuvieron una niña. Pero a su madre no la volvió a ver. Ni una carta, ni una llamada. Como si la hubieran borrado.
Doña Carmen al principio se hizo la fuerte. “Mejor así decía a las vecinas. No quiero una nuera así, y mi hijo ya no es mi hijo si me cambia por una mujer”. Pero envejeció de golpe, se consumió. En su casa impecable, fría como un quirófano, se quedó completamente sola.
Y ahora, sentada frente a mí, todo su orgullo, su aire de marquesa, se había desprendido como la cáscara de una cebolla. Solo quedaba una mujer vieja, enferma, abandonada. El boomerang no vuelve por maldad; solo sigue su camino y regresa a quien lo lanzó.
No le importo a nadie, don Luis susurró, y una lágrima solitaria le recorrió la mejilla. Más me valdría colgarme.
No digas eso, doña Carmen repliqué con firmeza, aunque la compasión me ahogaba. La vida es para vivirla, no para acortarla. Déjame ponerte una inyección, te aliviará la espalda. Luego veremos.
Le puse la inyección, le unté la espalda con una pomada aromática. Pareció revivir un poco, enderezó los hombros.
Gracias, don Luis dijo. No esperaba bondad de nadie.
Se fue, y yo me quedé con el corazón encogido. Puedo curar enfermedades, pero hay una que no tiene remedio: la soledad. Y se cura solo con otra persona.
Pasé días pensando, intranquilo. Hasta que al final conseguí el teléfono de Javier a través de un conocido. Las manos me temblaban al marcar. ¿Qué le diría?
¿Javier? Soy don Luis, de Valdeperales. ¿Te molesto?
Hubo un silencio. Creí que había colgado.
Hola, tío Luis respondió al fin, con una voz más grave, madura. ¿Pasa algo?
Sí, hijo. Tu madre está muy sola. Se está quebrando. Enferma y no lo admite. Tan orgullosa
Otra pausa. Oí a Lucía preguntarle algo en voz baja. Luego su voz, dulce pero firme:
Déjame a mí.
Hola, tío Luis. ¿Está muy mal?
Y le conté todo. Sin omitir nada. Del brazo, de la espalda, de las lágrimas que no caían. Lucía escuchó sin interrumpir.
Gracias por avisarnos dijo con determinación. Iremos. El sábado. Pero no le digas nada. Que sea una sorpresa.
Qué corazón tenía esa mujer. La habían echado, la humillaron, y aún así no guardaba rencor. Solo compasión. Esa es la fuerza más grande, queridos míos: la compasión, más poderosa que el resentimiento.
Llegó el sábado. Un día gris, húmedo. Fui a ver a doña Carmen por la mañana, a tomarle la tensión. Estaba sentada junto a la ventana, mirando fijamente la calle. La casa estaba impecable, pero helada, como abandonada.
¿Qué, esperando a alguien? pregunté.
¿A quién voy a esperar? replicó. Solo a la muerte
Pero no podía evitar mirar hacia el camino. Todas las madres esperan, aunque no lo admitan.
Me fui, pendiente del reloj. Y después del mediodía, oí un coche pararse frente a su casa. No era el camión del pan, sino un turismo. Miré por la ventana, y el corazón me dio un vuelco. Bajó Javier