Aquella tarde apareció en mi consulta una mujer a la que no veía desde hacía cinco años. Tamara Núñez. En el pueblo la llamaban “la Generala” a sus espaldas. No por ser esposa de un militar, sino por su porte altivo, su mirada más afilada que un bisturí y un orgullo capaz de cercar tres veces nuestro pequeño pueblo de La Ribera. Siempre caminaba con la espalda recta, la barbilla en alto, como si no pisara el barro de nuestras calles sino el mármol de un palacio. Con nadie se daba mucha confianza; un saludo por encima del hombro y punto final.
Y ahí estaba, en la puerta de mi consulta. Irreconocible. La espalda seguía recta por costumbre, pero sus ojos reflejaban una tristeza acorralada. Llevaba su pañuelo de flores hasta las cejas, como queriendo esconderse. Dudaba, sin atreverse a cruzar el umbral.
Pasa, Núñez le dije con suavidad. No vamos a enfriar el pasillo. Algo me dice que no vienes por un analgésico.
Entró y se sentó en el taburete junto a la estufa, las manos sobre las rodillas. Siempre las tuvo cuidadas, pero ahora la piel estaba seca, agrietada, los dedos temblaban como hojas. Callaba. Yo no la apresuré. Le serví un té de menta y tilo.
Bebe le dije. Calentarás el alma.
Tomó la taza y sus ojos brillaron de lágrimas. No cayeron, claro; el orgullo no se lo permitió, pero ahí estuvieron, como el agua quieta en un pozo.
Estoy completamente sola, Valeria suspiró al fin, con una voz que no le pertenecía. Ya no puedo más. Me torcí el brazo, nada roto, gracias a Dios, pero duele como el demonio. Ni leña puedo traer, ni agua. Y la espalda… ni respirar se puede.
Y empezó a quejarse, como un arroyuelo turbio y amargo. Yo la escuchaba, asentía, pero en mi mente veía no su presente, sino lo ocurrido cinco años atrás. Recordaba su casa, la mejor del pueblo, llena de risas. Su único hijo, Adrián, un buen mozo y trabajador, trajo a su prometida. Leticia.
Una chiquilla callada como un ángel. Adrián la trajo de la ciudad. Ojos claros, confiados. El pelo castaño en una trenza gruesa. Manos finas pero hábiles. Cualquiera veía por qué Adrián se enamoró. Pero por qué disgustó a Tamara… eso nadie lo entendió.
Y sin embargo, la despreció desde el primer día. “No se sienta como debe”, “no mira como debe”. La sopa no tenía suficiente color, los suelos no brillaban lo bastante. “Has echado demasiado azúcar al postre, derrochona”. “Arrancaste la ortiga de la sopa, inútil”.
Adrián al principio la defendía, pero luego se rindió. Era un niño de mamá, acostumbrado a su sombra. Se debatía entre ambas como una hoja al viento. Y Leticia callaba. Solo adelgazaba y palidecía día a día. Una vez la encontré en el pozo, los ojos húmedos.
¿Por qué aguantas, hija? le pregunté.
Ella sonrió, amarga:
¿Adónde iría, tía Val? Lo amo. Quizá ella se acostumbre a mí… tenga piedad.
No la tuvo. La gota que colmó el vaso fue un mantel bordado por la madre de Tamara. Leticia lo lavó sin cuidado y los colores se desteñieron. ¡Dios mío, el escándalo que armó! Se oyó en todo el pueblo.
Esa misma noche, Leticia se fue. Sin ruido, a la inglesa. Adrián, al amanecer, salió como un loco a buscarla. Luego se plantó frente a su madre, los ojos secos y terribles.
Esto es culpa tuya dijo apenas. Mataste mi felicidad.
Y también se marchó. Corrió el rumor de que encontró a Leticia en la ciudad, se casaron, tuvieron una niña. Pero a su madre… ni una visita, ni una llamada. Como si la hubiera borrado.
Tamara al principio se hizo la fuerte. “Mejor así decía a las vecinas. No quiero una nuera así, y un hijo que cambia a su madre por una falda… no es mi hijo”. Pero envejeció de golpe, se encogió. En su casa impecable, limpia como un quirófano, se quedó sola. Y ahora, frente a mí, todo su orgullo de “Generala” se desprendía como la cáscara de una cebolla. Solo quedaba una mujer vieja, enferma, sola. El boomerang no va con maldad; solo da vueltas y regresa a quien lo lanzó.
No le importo a nadie, Valeria susurró, y una lágrima avara rodó por su mejilla. Más me valdría colgarme.
Eso no se dice, Núñez respondí firme, aunque la compasión me ahogaba. La vida es para vivirla, no para acortarla. Vamos, te pondré una inyección, te aliviará la espalda. Luego veremos.
Le puse la inyección, le unté una pomada aromática. Ella pareció reanimarse un poco, enderezó los hombros.
Gracias, Valeria dijo. No esperaba bondad de nadie.
Se fue, y mi corazón pesaba como una piedra. Puedo curar cuerpos, pero hay males sin pastillas ni inyecciones. Uno se llama soledad. Y solo se cura con otra persona.
Pasé días intranquila, con el alma en vilo. Hasta que conseguí el teléfono de Adrián a través de unos conocidos. Me temblaban las manos al marcar. ¿Qué le diría?
¿Adrián? Soy Valeria, de La Ribera. ¿Te molesto?
Calló casi un minuto. Creí que había colgado.
Hola, tía Val contestó al fin. ¿Pasa algo?
Sí, hijo. Tu madre… está muy sola. Se está apagando. Enferma, pero no lo admite. Ya sabes, orgullosa…
Volvió a callar. Oí a Leticia preguntarle algo en voz baja. Luego, su voz, dulce pero firme:
Déjame a mí.
Hola, tía Val. ¿Está muy mal?
Se lo conté todo. Sin omitir nada. El brazo, la espalda, las lágrimas contenidas. Ella escuchó sin interrumpir.
Gracias por llamar dijo al final, resuelta. Iremos. El sábado. Pero… no le digas nada, ¿vale? Que sea sorpresa.
¡Vaya corazón el de esta mujer! La echaron de casa, la humillaron, y ni un ápice de rencor guardó. Solo compasión. Esa es la fuerza más grande, queridos: la piedad que vence al resentimiento.
Llegó el sábado. Gris, húmedo. Fui a casa de Tamara por la mañana, a tomarle la tensión. Estaba sentada junto a la ventana, mirando al vacío. La casa, impecable, pero fría. Como un museo.
¿Qué, esperas a la furgoneta de los helados? bromeé.
¿A quién voy a esperar? replicó. A la muerte, quizá…
Pero no podía evitar mirar hacia el camino. Todas las madres esperan, aunque no lo admitan.
Me fui, pendiente del reloj. Después del almuerzo, oí un coche frente a su casa. No la furgoneta, un turismo. Miré por la ventana y el corazón me dio un vuelco. Adrián, más ancho de hombros, salió del auto. Abrió la puerta trasera y apareció Leticia,







