¡Qué lío!
Leticia leía con asombro el mensaje en su móvil:
«Hola, hija. Perdona que te escriba ahora, había motivos. Nos separamos hace mucho, cuando tenías tres años, y no me recuerdas. No diré que me arrepiento o que quiero compensarte. Me fui con otra mujer que amaba y no me siento culpable. Dejé a tu madre el piso donde vivíamos y mis cosas. Pagué la manutención, modesta pero constante. No creo haber actuado mal.
Ahora, al grano. Hace cinco años me mudé a Australia con mi nueva familia. Mi madre, tu abuela Carmen, se negó a venir. Vivía en su pequeño piso de dos habitaciones. Pagué sus gastos, pero hace poco falleció. No pude asistir al funeral; desde aquí es complicado y caro, aunque vivimos bien.
Sin familia cercana aquí, vender el piso no valía la pena. Los trámites superarían el beneficio. Por eso, decidimos dejártelo a ti. Ya está todo legalizado. Un abogado gestionará los papeles. Solo tendrás que pagar tasas y mantener la tumba de tu abuela. No es mucho comparado con tener un piso propio.
Es un regalo para ti, solo para ti. Tu madre ya recibió su parte: el piso, la manutención. Ni ella, ni su posible nuevo marido, ni sus otros hijos tienen derecho aquí. Repito: esto es tuyo.
Ojalá te ayude. Tu padre, Javier Martín.»
Abajo estaban los datos del abogado. Leticia llamó de inmediato. Confirmaron la información y concertaron una cita para el día siguiente. Decidió no contarle aún a su madre; primero quería verlo todo con sus propios ojos.
En el piso de su madre vivían también su media hermana, Patri, tres años menor. Nadie sabía quién era su padre, ni siquiera su madre. Patri ya estaba casada y tenía dos hijos. Los cuatro compartían la habitación grande, mientras Leticia y su madre dormían en la pequeña. Si lo del piso era cierto, ¡sería un milagro! Ella había ahorrado para una entrada, pero con una hipoteca apenas alcanzaría un estudio diminuto.
¡Y ahora la vida le ofrecía esto! Su padre le envió un plano: un piso viejo, pequeño, con habitaciones conectadas y sin reformar. ¡Pero sería suyo! No más televisor a todo volumen, ni niños gritando, ni falta de privacidad. Podría bañarse en paz, salir en toalla, dejar de encontrar los suyos comiendo sus cosas.
Por la noche, tras el baño, se pondría el albornoz, haría café y diseñaría interiores en su portátil, trabajo que le daba buenos ingresos. Y quizá, pensó sonrojándose, ¡hasta podría tener vida sentimental! Una habitación sería su dormitorio privado, la cocina su estudio, y la sala, para invitados. Pero primero debía confirmarlo todo.
Al día siguiente, el abogado, un hombre de mediana edad con ropa cara pero desaliñada, le mostró los documentos y la llevó al piso. Estaba viejo y descuidado, pero a ella no le importó: sabía cómo arreglarlo.
Le explicó que tardaría seis meses en formalizarse, pero podía cambiar la cerradura y presentarse a los vecinos. Esa noche, Leticia le contó a su madre.
—¿Por qué Javier te lo da a ti? —preguntó la madre, fría.
—Porque soy su hija.
—Yo fui su esposa. Estos temas deberían tratarse conmigo.
—Mamá, es el piso de su madre. Él no puede venir de Australia, y no tiene a nadie más aquí.
—¿Y por qué es solo tuyo? ¿Qué pasa conmigo? ¿Con Patri y los niños?
—No sois familia de su madre. A ti te dejó un piso, y a mí la manutención. ¿Por qué debería mantener a Patri, que ni es suya? ¡Yo pospuse mi vida por ellos! ¡Tengo 22 años y quiero mi espacio!
—Patri lo pasa mal, viviendo así.
—Ella eligió casarse sin tener dónde vivir. Yo ahorré para mudarme, pero ahora tengo esta oportunidad.
—¿Y nos dejas aquí? —preguntó su madre, quieta.
—Sí. Os cedo mi parte del piso.
—Soñaba con juntar ambos pisos para una casa más grande…
—Con lo que valen no da. Y sería temporal: Patri tendría más hijos y volveríamos a lo mismo.
—Entonces llévame contigo. Dos habitaciones, una para cada una.
—Son habitaciones conectadas. Sería otra vez compartir, pero con tele a todo volumen. ¡No quiero!
—¡Patri tiene familia!
—¡Y yo no! —gritó Leticia—. A ella le salió todo fácil: es guapa, encontró marido. Yo no tengo nada, pero con un piso, quizá alguien me quiera. ¡Basta, mamá! No cambiaré de idea.
Se sentó frente al portátil, con auriculares. Su madre encendió el televisor al máximo, aunque sabía que no la oiría. Miró la pantalla, sin ver, mientras las lágrimas resbalaban por su cara.