¡Qué apretado!
Lourdes miraba asombrada el mensaje en su móvil:
«Hola, hija. Perdón por escribirte solo ahora, tenía mis razones. Nos separamos de tu madre hace mucho, cuando tenías tres años, y lógicamente no me recuerdas. No voy a disculparme ni a decir que me arrepiento; me enamoré de otra mujer y no me siento culpable. Dejé a tu madre el piso donde vivíamos y todo lo que tenía, sin llevarme nada. Pagué la pensión, aunque modesta. En fin, no fui deshonesto.
Al grano: hace cinco años me mudé a Australia con mi nueva familia. Mi madre, tu abuela, Dolores Fernández, se negó a venir. Vivía en su pequeño piso de dos habitaciones. Pagué su tratamiento y cuidados, pero hace poco falleció. No pude viajar ni al funeral; es muy caro, aunque vivimos bien.
No tenía más familia, y no vale la pena venir solo para vender ese piso. Los gastos superarían las ganancias. Por eso decidimos dejártelo a ti. Ya he tramitado los papeles con un abogado. Tu abuela te dejó todo en testamento. Ponte en contacto con él, te explicará los trámites. Sus honorarios están pagados, solo tendrás que cubrir tasas e impuestos. Y, sobre todo, cuidar su tumba y poner una lápida. No es caro, comparado con recibir un piso entero.
Espero que este regalo te ayude. Y recalco: es solo para ti. Tu madre ya recibió su parte —el piso, la pensión—. Su nueva vida no es asunto mío. Repito: la herencia es solo tuya.
Que seas feliz, hija. Tu padre, Antonio Ruiz.»
Al final estaban los datos del abogado. Lourdes no pudo esperar y llamó. Le confirmaron la información y acordaron una cita para el día siguiente. Decidió no contarle a su madre todavía; primero quería verlo todo con sus propios ojos.
En el piso de su madre vivían además su media hermana, Marta. Nadie sabía quién era su padre, ni siquiera su madre. Aunque Marta era tres años menor, ya se había casado y tenido dos hijos seguidos. Ahora vivían los cuatro apretados en la habitación grande, mientras Lourdes y su madre compartían la pequeña. Si lo del piso era cierto, ¡sería un milagro! Tenía ahorros para la entrada de una hipoteca, pero con este golpe de suerte…
El piso era pequeño, un antiguo bloque de los 60 sin reformar, pero sería suyo. No más televisión a todo volumen, ni niños gritando. Podría bañarse tranquila, salir envuelta en una toalla… La cocina no estaría llena de platos sucios. Por las noches, tras un café, trabajaría en su portátil diseñando interiores, algo que le daba buenos ingresos.
Y quizás, pensó con una sonrisa tímida, hasta podría tener vida propia. La habitación pequeña sería su dormitorio, la cocina su estudio, y la grande recibiría visitas. Pero primero debía asegurarse.
Al día siguiente, el abogado —un hombre de mediana edad, vestido informal pero con ropa de marca— le mostró los documentos y la llevó al piso. Estaba viejo, pero a ella no le importó. Sabía arreglarlo.
“Los trámites tardarán seis meses”, le explicó. “Puedes cambiar la cerradura y presentarte a los vecinos, pero no mudarte aún.”
Luego llegó el momento de contárselo a su madre. Su reacción fue fría.
“¿Por qué tu padre hace esto a través de ti?”, preguntó con rencor.
“Porque soy su hija”, respondió Lourdes.
“Yo fui su esposa. Estos asuntos deberían tratarse conmigo.”
“Mamá, el piso es de la abuela. Papá no puede venir desde Australia, así que me lo dejó a mí.”
“¿Solo a ti? ¿Y yo? ¿Y Marta con sus niños?”
“No sois familia de la abuela”, dijo Lourdes, conteniéndose. “Él te dejó su parte del piso y te pagó la pensión. No tiene por qué mantener a Marta, su marido y sus hijos. Yo llevo años sin vida privada, compartiendo espacio. ¡Tengo 22 años y quiero mi propio sitio!”
“Pero Marta lo necesita más. Tiene familia.”
“¡Por su elección! Ella quiso casarse sin tener dónde vivir. Yo me ahorré salidas para juntar dinero. Ahora por fin podré mudarme.”
“¿Y nos dejas aquí?”, murmuró su madre.
“Sí. Os cederé mi parte de este piso y me iré.”
“Yo soñaba con juntar ambos pisos para tener uno grande…”
“Imposible. Y aunque pudiera, Marta tendría otro hijo y seguiríamos apretados. No quiero vivir así.”
“Entonces llévame contigo. Dos habitaciones, una para cada una.”
“¡Son adosadas! Seguiría siendo como ahora. Marta se quedaría este piso entero, y yo sin paz. No, mamá.”
“Pero estás sola. Ella tiene marido y niños.”
“¡Porque nadie quiso casarse conmigo!”, gritó Lourdes. “Marta es bonita. Su marido aceptó vivir aquí. Yo no tuve suerte. Pero ahora, con un piso propio, quizás…”
“¿No podías encontrar un hombre con piso?”, replicó su madre, sardónica.
“Los hombres con pisos buscan modelos o ricas. Yo no soy ninguna. Pero ahora tendré algo que ofrecer. Quiero una vida normal, mamá. No cambiaré de opinión.”
Se sentó frente al portátil, se puso los auriculares y giró la espalda. Su madre encendió la televisión al máximo, aunque sabía que no la oiría. Miraba la pantalla con lágrimas de rabia rodando por sus mejillas.