Apoyo a mi exnuera y mi hijo lo ve como una traición

—Isabel, ¿por qué te metes en esto? —susurran sus amigas—. Ella no es nadie para ti. Tu hijo se casará otra vez y la olvidará como si nunca hubiera existido. Y tu nieto crecerá sin recordarte. Solo estás malgastando tu dinero y tu salud.

Pero yo me avergüenzo. Me avergüenzo de haber criado a mi hijo sin la figura de un hombre, y ahora pago por lo que no le di entonces: conciencia.

Mi Javier se casó hace siete años. Su elegida, Lucía, vino a estudiar a nuestra ciudad, Salamanca. Pronto se fueron a vivir juntos, alquilando un piso y construyendo su pequeña vida. Con Lucía, desde el principio, hubo distancia. Nunca discutimos abiertamente, pero una barrera invisible se levantó entre nosotras.

Yo no me entrometí. Trabajaba de sol a sol, sin pensar aún en la jubilación. Los visitaba cuando me invitaban, y de vez en cuando pasaba por su casa sin avisar.

Al cabo de unos años, nació su hijo, Adrián. Seguían en un piso de alquiler, soñando con una hipoteca. Pero cuando el niño empezó la guardería, las peleas comenzaron.

Javier me insistía en que no había otra mujer. Pero soy su madre, y sé cuando algo anda mal. Y así fue: en cuanto Adrián empezó el cole, mi hijo pidió el divorcio.

—Mamá, no lo dramatices. Pagaré la pensión. Además, Lucía está embarazada, ahora ella es mi familia —dijo, evitando mi mirada—. Y Lucía que se las arregle. Puede volver a su pueblo, allí el aire es más puro.

Nos enfadamos muchísimo. Lucía no quería irse; en su pueblo de León no había trabajo ni guarderías. Y sus padres no la recibirían con los brazos abiertos. Buscó una habitación, pues no podía pagar el alquiler entero sola.

Yo seguí en contacto con ella. Cuando mi sobrina me dio ropa de su hijo que ya no usaba, me ofrecí a llevársela. Fui a mediodía, justo cuando Lucía daba de comer a Adrián. Me invitó a un plato de cocido.

—No me gusta el cocido sin chorizo… —murmuró el niño—. Mamá no lo compró porque hay que pagar el alquiler.

Lucía miró hacia la ventana. Y lloró en silencio.

No pude soportarlo. Le pedí permiso para sacar a Adrián a pasear. Compré comida, dulces. Mientras volvía a casa, recordé cómo, en la posguerra, yo comía potajes vacíos en casa de mi abuela. Solo que entonces era por la guerra, y ahora, por un padre indiferente.

Desde ese día, empecé a ayudarla con dinero. Mi hijo no lo sabía. Hasta que Adrián, sin querer, se lo contó.

—¿En serio? ¿A mi hija no le puedes comprar una bicicleta, pero a ellos les pagas el alquiler? —explotó Javier.

—¿Prefieres que tu hijo duerma en la calle? —repliqué—. Tú huiste de tu responsabilidad, y ella lucha sola. Me das vergüenza. Por eso ayudo, para compensar tu falta de humanidad.

—O sea, ¿has elegido a una extraña antes que a tu propio hijo?

Que así sea. Pero mi nieto no es un extraño. Y mientras viva, no comerá cocido sin nada. Aunque mi hijo jamás lo entienda.

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