Ay, mira, te cuento esto que me tiene el corazón en un puño…
—Rosa, ¿pero qué haces metiéndote ahí? —me dicen mis amigas—. Ella ya no es nada para ti. Si tu hijo se vuelve a casar, la olvidará como si nunca hubiera existido. Y tu nieto, cuando crezca, tampoco se acordará. Solo estás tirando el dinero y desgastándote por nada.
Pero yo me siento fatal. Me da vergüenza haber criado a mi hijo sin una figura paterna fuerte, y ahora estoy pagando por lo que no supe darle en su momento: conciencia.
Mi Javier se casó hace siete años. Su novia, Lucía, vino a estudiar a nuestra Sevilla. Enseguida se fueron a vivir juntos, alquilaron un piso y empezaron su vida en común. Con Lucía nunca hubo química, la verdad. No nos peleábamos, pero siempre había algo frío entre nosotras.
Yo me mantuve al margen. Trabajaba de sol a sol, ni pensaba en jubilarme. Les visitaba cuando me invitaban, y de vez en cuando pasaba por su casa sin avisar.
A los dos años les nació un niño, Pablo. Seguían viviendo de alquiler, soñando con una hipoteca. Pero en cuanto el pequeño empezó la guardería, empezaron las peleas.
Javier me juró que no había otra mujer. Pero yo soy su madre, y noto cuando algo va mal. Y efectivamente: en cuanto Pablo entró en el cole, mi hijo pidió el divorcio.
—Mamá, no le des más importancia. Pagaré la manutención. Además, Marta está embarazada, ella es mi familia ahora. Que Lucía se las apañe sola. Puede volver con sus padres, allí el aire es más puro —dijo, sin mirarme a los ojos.
Nos enfadamos muchísimo. Lucía no quería irse a su pueblo de Badajoz: allí no hay trabajo ni colegios. Y sus padres, la verdad, no la recibirían con los brazos abiertos. Se puso a buscar una habitación porque no podía pagar el piso sola.
Yo seguí en contacto con ella. Cuando mi sobrina me dio ropa de su hijo, me ofrecí a llevársela para que Pablo la probara. Fui a mediodía, justo cuando Lucía le daba de comer. Me ofreció un plato de lentejas.
—No me gustan las lentejas sin chorizo… —refunfuñó el niño—. Mamá no lo compró porque hay que pagar el alquiler.
Lucía se giró hacia la ventana. Y se puso a llorar en silencio.
No pude aguantarme. Le pedí permiso para llevarme a Pablo al parque. Compré comida, fruta, algún dulce. Y mientras volvía a casa, recordé cómo de pequeña yo comía lentejas sin nada en casa de mi abuela. Solo que entonces era posguerra, y ahora… solo un padre despreocupado.
Desde ese día, le empecé a ayudar con dinero. Javier no lo sabía. Hasta que un día Pablo se lo soltó sin querer.
—¿Esto es normal? ¿No puedes comprarle una bici a tu nieta, pero a ellos les pagas el alquiler? —estalló Javier.
—¿Quieres que tu hijo duerma en la calle? —le espeté—. Tú huiste de tu responsabilidad, y ella se está partiendo la cara sola. Me das vergüenza. Por eso lo hago: para limpiar un poco tu falta de humanidad.
—Así que prefieres a una extraña antes que a tu propio hijo.
Pues sí. Pero mi nieto no es un extraño. Y mientras yo viva, no comerá lentejas sin chorizo. Aunque mi hijo nunca lo entienda.