Apoya a tu hermana en dificultades, recordó su madre tras el divorcio.
¿No quieres ayudar a tu hermana? Está pasando por un mal momento después del divorcio, reprochó la madre.
Las dos hermanas estaban sentadas alrededor de la mesa redonda en casa de su madre, escuchando sus quejas.
¡Tu Javier es un niño mimado! exclamó sin rodeos doña Martínez. Trabaja como temporal, pero no trae más que migajas a casa.
Mamá, ¿para ti tres mil euros no son suficientes? se enfadó la menor, Lucía.
Me da igual. Lo importante es que pueda cubrir tus necesidades, replicó la madre frunciendo los labios.
Y lo hace, murmuró la joven con gesto molesto.
¡Pues no lo veo! Ayer mismo me pediste prestados doscientos euros, recordó doña Martínez. Si no puede mantenerte, ¡divorcio! Encuentra a alguien mejor. Además, parece que le falta un tornillo.
Mamá, creo que te pasas, dijo Marta, que hasta entonces había permanecido callada, defendiendo a su hermana.
¡Solo digo la verdad! Es pelirrojo y además cecea, se burló doña Martínez levantando los ojos al cielo. Francamente, Lucía, mereces más. Antes de que sea tarde, debes divorciarte, añadió, mirando a la menor.
Mamá, Javier tiene manos de oro. Y no es la apariencia lo que importa, dijo Marta, viendo cómo su madre presionaba a su hermana. Si todo se mide en dinero, tiene un piso, un coche y quiere a Lucía. ¡Eso se nota!
Doña Martínez miró a su hija mayor con desprecio, pensando que se metía donde no la llamaban.
Tú vives sola rozando los cuarenta, así que deja de dar consejos, respondió secamente la madre, apartando a Marta. A tu edad, ya tomarás lo que venga
Lucía escuchaba en silencio, observando a su madre y hermana con indiferencia.
¿Te maravilla? Un estudio en un bloque viejo, un coche sin prestigio ¡Nada que impresione! dijo doña Martínez con desdén.
Lucía, ¿tú qué opinas? preguntó Marta a su hermana callada. ¿Tienes algo que decir?
No sé quizá mamá tenga razón, murmuró la joven, que al principio defendía a su marido pero empezaba a ceder. Hace poco me dijo que buscase trabajo
¡Lo ves! Doña Martínez cruzó los brazos. Ya estamos así. ¡Da miedo pensar en lo que vendrá!
¿Y por qué no iba Lucía a trabajar? Pocos pueden permitirse no hacer nada. Me extraña que Javier no lo sugiriese antes, dijo Marta.
¿Por qué lo defiendes tanto? La madre clavó la mirada en su hija.
Porque me da miedo que, con tanta presión, arruines la vida de mi hermana, explicó con calma.
No es asunto tuyo, rugió doña Martínez. Das consejos, pero Lucía merece más. Si Javier la quisiera de verdad, haría todo por su felicidad. Sin dinero ni buen físico
Lucía, boquiabierta, escuchaba las palabras de su madre.
Las críticas de doña Martínez hicieron efecto. Pronto, Lucía empezó a quejarse de Javier.
¿Estás contento con tu sueldo? preguntó a su marido.
Bastante, ¿por?
Pues yo no, negó Lucía. Deberías buscar algo mejor.
¿Mejor? Estoy bien donde estoy, respondió él, despreocupado pero algo inquieto.
¡Yo no! dijo tajante. Piso pequeño, coche normalito Nada de lo que presumir ante los vecinos.
Qué raro, antes te conformabas, reflexionó Javier. ¿Qué ha cambiado?
Nada, pero veo las cosas claras. Antes el amor me cazaba la realidad; ahora no, se justificó Lucía.
Vale, respondió él, pensando que quedaría ahí.
Pero, influenciada por su madre, Lucía siguió presionando.
Escucha, tu descontento me irrita, gruñó Javier entre dientes. Te escucho, pero no puedo hacer más.
Quiero un marido que progrese, no uno estancado, dijo ella duramente.
Pues siento no estar a la altura, respondió él, yéndose al dormitorio. ¡Haz las maletas!
¿Adónde voy? preguntó Lucía, arqueando una ceja.
Donde haya un piso bonito y un coche de lujo, dijo fríamente. No me perdonaría que pasaras la vida con un inútil como yo. Seguro que encuentras a alguien que te colme de oro y diamantes. Yo no puedo
Doña Martínez fue la primera en enterarse de que Javier había echado a Lucía.
¡Qué sinvergüenza! ¿Quién iba a pensar que haría esto? No debiste casarte con él, se enfureció la madre, maldiciendo a su yerno.
Solo le pedí que mejorase, lloraba Lucía.
No se puede esperar nada bueno de un patán. Tranquila, encontrarás mejor, y Javier se arrastrará, la consoló doña Martínez.
Sin piso ni marido, Lucía se mudó al cuarto de su madre.
¿Y ahora qué harás? le preguntó Marta, visitándolas.
Nada, respondió Lucía, absorta en su móvil.
¿Has pensado en buscar trabajo? insinuó Marta.
No. No tiene sentido. Encontraré un hombre más rico que Javier, dijo con seguridad.
¿Por qué molestar a tu hermana? Necesita descansar, defendió doña Martínez.
Durante casi dos meses, mantuvo a su hija tirada en el sofá.
Pero al final, pidió ayuda a Marta.
¿No quieres ayudar a tu hermana? preguntó doña Martínez.
¿En qué?
Económicamente. Es difícil para nosotras.
¿Quién te obligó a meterle en la cabeza lo del divorcio? Sin tu intervención, todo iría bien, dijo Marta.
¡Ay! exclamó doña Martínez, llevándose una mano al pecho. ¿Cómo te atreves? ¡Javier es un cobarde! Te pido que te vayas, ¡no quiero verte más! En vez de ayudar, criticas.
Lucía apareció entonces, plantándose frente a su hermana.
¿Defiendes al que me echó a la calle?
¡Tú tienes la culpa! Deja de escuchar a mamá
¿Vas a darme lecciones tú, que sigues soltera? estalló Lucía.
Marta negó con la cabeza y, sin ganas de discutir, se marchó.
La lección es clara: dejarse llevar por la ambición y las opiniones ajenas puede costar el amor verdadero. La felicidad no se mide en euros ni apariencias.