Apartamento propio: libertad sin familiares

Hoy fue un día agotador. Mientras fregaba los platos, sonó el timbre. Allí estaba, como un rayo en cielo despejado, mi suegra, Dolores.

—Hola, Julia —dijo con esa dulzura falsa que ya conozco—. Vine a visitarlos, ¡qué alegría verme, no?

La invité a la cocina, puse la tetera y llamé a mi marido:

—¡Miguel, tu madre está aquí!

Minutos después, estábamos todos en la mesa. Dolores removía el azúcar en su té, mirándome con ese gesto que ya identifico. Siempre viene con alguna estrategia.

—Miguelito —comenzó—, ¿sabes que Pablo le ha pedido a Lucía que se mudara con él? ¡Antes de la boda!

—Pobre diablo —rio mi marido—. Lucía le va a dar guerra. No conocerá la paz.

—¡Qué dices! —replicó su madre, orgullosa—. Lucía es recatada e inteligente, no como otras…

Esa mirada, otra vez. La piedra iba directa hacia mí. Y, como siempre, fingí no darme cuenta.

—¿Sabes qué más hará Pablo? —levantó un dedo triunfante—. ¡Le regalará un piso! Para la boda. ¡Eso sí es un hombre de verdad!

Miguel torció el gesto.

—Veremos si es cierto. No creeré nada hasta ver los papeles.

—Qué suerte tiene tu hermana, ¿no? —insistió—. Tú, en cambio, vives en un piso de tu mujer y ni siquiera figuras como dueño.

Salí de la habitación. El pecho me ardía. Siempre lo mismo: “firma a medias”, “qué injusticia”, “somos familia”. Llevamos un año casados, y Dolores sigue obsesionada con sacar tajada de mi casa.

Miguel también me presionaba: “se ríen de mí, un hombre sin propiedad”. Él puso el coche, el mobiliario… pero todo es “mío”.

—Nadie te engañó —le decía—. Te casaste conmigo, ¿o fue por el piso?

Se callaba… hasta la próxima visita de su madre.

Cuando vino la tía autoritaria de Miguel, él soltó su mentira favorita:

—Sí, compramos el piso. Casi todo lo puse yo.

Casi me atraganto con el té. Pero no dije nada. No por él… por mí.

Luego vino su amigo Javi, y Miguel se hinchó de orgullo:

—Pasa, hermano, estás en tu casa. ¡El piso es de Julia y mío!

—¡Enhorabuena! —dijo Javi—. Te casaste, tienes piso… ¡y un coche genial!

Yo solo miraba, incrédula. ¿Dónde estaba ese chico humilde del que me enamoré?

Recogí mis cosas y me fui a casa de mis padres.

—Mamá, no puedo más. No soy su esposa, solo su inversión. Se casó por el piso…

—Piénsalo, hija. Pero no firmes nada, ¿me oyes? ¡Ni un metro!

Volví. Y, como era de esperar, apareció Dolores. Despeinada, llorosa.

—Miguel, ¡desastre! Pablo dejó a Lucía. No habrá boda. Y ella tiene deudas: coche, ropa, el móvil…

—¿Y qué tenemos que ver nosotros? —preguntó él, confundido.

—Ayúdala. Que Julia te ponga a medias en el piso. Lo hipotecas, pagamos la deuda. ¡Luego lo arreglamos!

Me quedé helada. Pero reaccioné rápido.

—¡Jamás! Este piso es de mis padres. Ni un céntimo será vuestro.

—¡Desalmada! —gritó Dolores.

Me encerré en la habitación, pero oí susurros tras la puerta.

—Hice lo que pude, hijo. Pero ella no cede…

—Ya idearé algo —dijo Miguel, sombrío.

Abrí la puerta de golpe.

—¡Idear todo lo que queráis! Pero el piso no será vuestro. Ni un ladrillo. Si queréis algo vuestro, ¡trabajad como todos!

Al día siguiente, Miguel se fue a casa de su madre.

Pedí el divorcio. Tal vez tarde, pero mejor eso que regalarles lo mío. Porque los deseos ajenos no tienen límite… pero la dignidad, solo una.

Rate article
MagistrUm
Apartamento propio: libertad sin familiares