Sergio se sentó en el banco de la parada, observando cómo los coches avanzaban lentamente por la carretera mojada. El viento frío de marzo se colaba bajo su chaqueta ligera, pero él apenas lo notaba. Esperaba. ¿Qué? Ni él mismo lo sabía. Quizá una señal del cielo, quizá una respuesta a la pregunta que le desgarraba por dentro: «¿Y ahora qué?»
La vida de Sergio se había quedado atascada, como un disco rayado. El trabajo de oficina le revolvía el estómago, en casa solo lo recibía el eco de su piso vacío, y los sueños que antes brillaban como fuegos artificiales ahora parecían apagados, ajenos. Cada día era idéntico al anterior, y cada mañana levantarse se hacía más doloroso.
Sacó el móvil y revisó distraídamente las noticias. En el mensajero, parpadeaba un mensaje de su madre: «¿Cómo estás, hijo? Hace días que no llamas». Sergio no contestó. ¿Qué iba a decirle? ¿Que todo se estaba yendo al garete? ¿Que no entendía por qué malgastaba su vida en esa rutina gris?
Llegó el autobús, pero ni siquiera se movió. ¿Para qué subir si por dentro solo había vacío, como en una casa abandonada?
—Oye, tío, ¿tienes hora?— una voz ronca lo sacó de su ensimismamiento.
Sergio alzó la vista. Delante de él estaba un chaval de unos veinticinco años, con una chaqueta desgastada y una mochila pesada a la espalda. Su rostro estaba marcado por el cansancio, pero en sus ojos brillaba algo intenso.
—Las diez y cincuenta— respondió Sergio con sequedad, al ver el reloj.
—Gracias. Soy Manu— dijo el chico, tendiendo la mano.
Sergio la estrechó con desgana, sin decir su nombre.
—¿Qué haces aquí solo?— preguntó Manu, sentándose a su lado.
—Pensando.
—¿En qué?
Sergio esbozó una sonrisa amarga:
—En cómo salir de esta maldita rutina.
Manu dejó la mochila en el suelo y lo miró con interés.
—Me suena. Hace poco estaba igual. ¿Sabes lo que aprendí?
—¿Qué?
—Si no encuentras sentido, créalo tú mismo. Lo dejé todo: dejé el curro, me eché la mochila al hombro y me largué. Hoy aquí, mañana en otro sitio. Vivo como quiero.
—¿Y eso te ha ayudado?
Manu asintió, y en sus ojos se encendió una convicción sincera:
—Ahora es mi vida, no días que tengo que aguantar.
Sergio calló. Algo se retorció dentro de él, como si el corazón recordara cómo latir.
Habían hablado hasta la medianoche, a pesar del frío. Manu le contó cómo dejó la oficina, cómo el miedo lo paralizó, pero el pensamiento de vivir lleno de arrepentimientos lo asustó más.
—No quiero morirme preguntándome «¿y si…?»— dijo—. Tú también puedes. Solo da el paso.
Sergio lo miró, y en su pecho, por primera vez en años, brotó una esperanza frágil pero viva.
—Tal vez…— susurró.
Cuando se separaron, Sergio caminó hacia casa con la mente agitada, como un río tras el deshielo. Sabía que, si no cambiaba ahora, quedaría atrapado en ese vacío para siempre.
En casa, se desplomó frente al portátil y abrió una página de billetes de tren. A cualquier sitio. Solo quería escapar. Su dedo se detuvo sobre el botón de «Comprar». El corazón le golpeaba como si quisiera salirse del pecho.
—Vamos— se dijo, con la voz ronca.
Y lo hizo.
Al día siguiente, Sergio iba sentado en el vagón, mirando por la ventana las luces que pasaban. Había elegido un pueblecito costero, no muy lejos, pero lo bastante ajeno como para respirar aire nuevo. En el bolsillo llevaba sus ahorros de un año. Sabía que no durarían mucho sin trabajo.
El primer día alquiló una cama en un hostal. Paseó por callejuelas estrechas, entró en bares y tiendas, preguntando si necesitaban ayuda. Al anochecer, cansado pero entero, vio un cartel: «Se necesita ayudante en taller de reparación de barcas. Sin experiencia».
—¿Busca a alguien?— preguntó al dueño del taller, un hombre barbudo.
—Sí— lo miró de arriba abajo.— ¿Sabes hacer algo?
—No he probado, pero aprendo rápido.
A la mañana siguiente, Sergio comenzó a trabajar. Al principio, todo era torpeza: las manos no obedecían, las herramientas le resultaban extrañas. Pero, con los días, sintió que revivía. Por primera vez en años, se despertaba pensando que lo que le esperaba no era un día más, sino algo auténtico.
Su vida no cambió de la noche a la mañana. Pero había dado el paso crucial: saltar al abismo de lo desconocido. Y con eso bastó para que el mundo empezara a girar a su favor.