ANTES DE DECIR ADIÓS

Antes de la ruptura

Yo, Alejandro, idolatraba a mi esposa Almudena. No podía cansarme de ella. Sin embargo, después de seis años de matrimonio legal, no habíamos conseguido tener hijos.

Almudena era siete años más joven que yo. La casé cuando apenas cumplía los dieciocho años, así que pensé que todavía teníamos mucho tiempo por delante. Con los hijos podríamos ocuparnos más tarde. Todo mi esfuerzo lo destinaba a montar nuestro nido familiar. Tras reformar el piso, me lancé a la construcción de la casa de campo y, después, del baño turco…

Compré una barbaridad de plantones y especies exóticas, y sembré diez variedades de fresa. En el jardincillo, la crisantemo era la pieza central, la cereza del pastel, porque a Almudena le encantaba esa flor. Solía repetirme:

Si quieres ser feliz toda la vida, cultiva crisantemos. Así lo dice la sabiduría oriental.

Yo, con la mejor intención, iba adquiriendo cada vez nuevas variedades. ¿Quién rechazaría la felicidad? En octubre la crisantemo mostraba todo su esplendor; no en vano la llaman reina del otoño. Los tonos violeta, rosa y blanco, en diminutas bolitas, animaban todo el terreno. Eran incontables. Los vecinos del campo volteaban la cabeza al pasar y no podían dejar de admirar la majestuosidad de los crisantemos. «¡Qué pareja tan admirable! Todo les florece y vigoriza».

Yo nunca podía descansar. Me agotaba, pero trabajaba de sol a sol. Almudena siempre me ayudaba con gusto en casa. No quería que ella tuviera que trabajar fuera; tal vez por celos o por auténtica preocupación, pero ambas cosas a la vez. El marido es el sostén, la mujer el guardián del hogar, era mi lema.

Al principio, ese esmero de mi parte le gustaba a Almudena. Se dedicaba con amor a las tareas domésticas: preparaba platos elaborados, horneaba pasteles, conservaba verduras y hacía compotas de frutas. Terminada la cocina, se entregaba al arte: tejía suéteres modernos, bordaba servilletas con cuentas y pintaba cuadros. Con el tiempo, sin embargo, Almudena empezó a pensar en el futuro de nuestra pequeña familia. ¿Para qué tanto esfuerzo? A ella no le hacía falta mucho; sólo quería a su Alejandro a su lado…

Llegaría el día en que, tras remodelar la casa, yo diría:

Mira, querida, he preparado el terreno para que nuestra familia se multiplique. Ahora te toca a ti decidir.

Y ella, con la mirada triste, contestaría: Lo siento, Alejandro, pero nunca tendremos herederos. ¿Acaso no sabes que mi hermana también está sin hijos? Sí, yo la amaba con locura, pero ese amor vacío pronto chocaría contra un callejón sin salida. Tarde o temprano me alejaría de mi bienamada y buscaría a una mujer fecunda. Almudena empezó a sentirse cada vez más atormentada por esos pensamientos.

Con el paso de los meses, la tensión se hizo insoportable; su alma sufría. Almudena llegó a la conclusión de que ese nudo no se desharía con palabras; había que romperlo de golpe. Doloroso, sí, pero necesario. Mientras fuéramos jóvenes, había que actuar. Que ella encontrara otra vida y yo otra esposa. Yo, por mi parte, seguiría como estaba.

Vale la pena decir que nunca le reclamé nada a Almudena, ni con la palabra ni con la mirada.

En el trabajo, los compañeros insinuaban la necesidad de procrear. El rumor vuela, decían. Yo, al principio, me lo tomaba en broma: Aún no hemos resuelto el tema del piso. Luego hablaba de la casa de campo y después devolvía el comentario con un nos vamos bien los dos.

También estaba Inés, una colaboradora del despacho. Todos sabían que Inés estaba locamente enamorada de mí. No ocultaba su amor no correspondido, pero jamás se atrevía a romper mi matrimonio. Sería un pecado, confesaba. Siempre me dirigía una sonrisa amable, me hablaba de forma íntima, me rozaba el hombro al saludarnos por la mañana. Sus ojos nunca se apartaban de los míos, aunque no pasaba nada más.

Yo, sin embargo, no le prestaba ni la más mínima atención a esos intentos. Estaba casado con la mujer que amaba y, gracias a Dios, no necesitaba dividir mi cariño ni aventurarme en aventuras ajenas, sobre todo en el trabajo.

Almudena también estaba al tanto de Inés (yo le contaba bromas al respecto) y nunca la consideró rival.

Una noche llegué a casa y Almudena no estaba. En la cocina había la cena aún tibia y, sobre la mesa, una nota. Con su delicada caligrafía decía:

¡Querido Alejandro! Perdona, nunca logramos construir la familia que soñábamos. Sigue tu vida sin mí. Siempre tuya, Almudena.

Me quedé helado. Durante esos seis años me había entregado por completo a la familia. La llevaba en brazos, no veía a nadie más. Tenía mi pequeño paraíso. Yo planeaba vivir con Almudena hasta el último aliento.

¿Para qué servirá ahora mi piso impecable, la casa de campo, los crisantemos perfumados? Sabía que, si Almudena se había ido, era para siempre. No tenía sentido buscarla. Su carácter era como una vid arraigada: se dobla, pero no se rompe. «Se ha ido la mujer, tirando sus pantuflas al pasar. ¿Qué le faltaba? La gente vive sin hijos, se arreglan», reflexionaba, suspirando con pesadez.

No había nada que pudiera hacer; tenía que seguir adelante. Me encerré en mí mismo, caminaba con el ceño fruncido y el silencio. No imaginaba a otra mujer a mi lado; sentía que mi felicidad ya se había agotado. La vida había perdido todo color.

Pasaron diez años. Me enviaron de urgencia a una comisión en Valencia. No había billetes; tuve que comprar uno en el último minuto.

Llegaba tarde. El tren ya empezaba a moverse y, al salto, me colé en el vagón. Aún sin aliento, encontré mi compartimento y lo abrí.

Buenas noches exclamé a una mujer que miraba por la ventana.

Se giró.

¿Almudena? ¿Eras tú? dije, quedándome boquiabierto.

¿Alejandro? respondió ella, tardando en reconocerme.

De inmediato nos fundimos en un abrazo como si nunca nos hubiéramos separado. Permanecimos allí, abrazados y mudos, recuperando el aliento tras tantos años de distancia.

Cuéntame, Alejito, cuéntame todo de ti! ¿Familia? ¿Niños? preguntó Almudena, curiosa.

Sí, la familia. Siete años de matrimonio. ¿Recuerdas a Inés? Mi esposa. Tenemos dos hijas dije, sonrojándome.

Yo también tengo familia. Un marido y dos hijos. Me lancé a este matrimonio como a un río, escapando de mí misma. Ahora todo está tranquilo y ordenado, Alejandro. Me mudé a Madrid porque mi marido es director y tuvimos que trasladarnos. Lo acepté, aunque sigo pensando en ti. Una vez estuve frente a tu puerta, lloré y me fui. Los puentes se queman y el agua derramada no se recoge. Pero aún te quiero, Alejandro, hasta el vértigo, al desmayo. No puedo olvidarte; apareces en mis sueños confesó Almudena.

¡Almudena! La vida nos ha llevado por caminos distintos. Lamento tanto lo que pasó. Si me llamas, acudiré, volaré, llegaré a cualquier parte exclamé.

No te llamaré. No quiero herir a mi marido. Él es buen hombre, ama a los hijos y los cría bien. Quiso una hija, y la ha tenido. Me protege, me valora, me llama su diosa. Lo respeto y lo quiero, quizá más que a un romance. Mi marido y mis hijos son el refugio de mi alma. Pero esta noche te la entrego a ti quiero sentir tu aliento, morir en tus caricias, desgarrar mi espíritu Esta noche de cuento, regalándola al destino, será suficiente para toda la vida suspiró Almudena, respirando aliviada.

Al amanecer, el tren se acercaba a la estación. Almudena se arregló con prisa, ansiosa por reencontrarse con su familia. Yo, al verla prepararse, sentí una punzada de celos, como si cada noche sin ella fuera una sombra sin luz.

Llegamos a la estación. Almudena se despidió de mí con un beso en la mejilla, saludó a sus seres queridos y corrió hacia la plataforma donde la esperaba su marido con los dos niños, portando un enorme ramo de crisantemos blancos.

Se lanzó a sus brazos, los besó, y al girarse, buscó mis ojos. Susurró:

Adiós, querido.

Yo asentí, comprendiendo. Salí del vagón despacio, mirando con cierta melancolía y una leve crítica la familia que se alejaba. Así es la vida, Alejandro. La felicidad no se lleva en un saco; hay que seguir adelante.

Nueve meses después, Almudena trajo a su casa una niña. Su marido se emocionó como nunca al ver a la nueva hija.

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