ANTES DE DECIR ADIÓS

ANTES DE DESPEDIRSE

Se cuenta, a la luz tenue de una tarde de otoño, que Alejandro adoraba a su mujer, María del Pilar, con una devoción que rozaba la locura. Sin embargo, tras seis años de matrimonio bajo el mismo techo de un modesto piso en el centro de Madrid, la pareja no había engendrado hijos.

María del Pilar era siete años más joven que su marido. Alejandro la tomó por esposa cuando apenas acababa de cumplir los dieciocho años, y por eso creía que el futuro les sonreiría con tiempo suficiente para formar una prole. Dedicó todas sus fuerzas a embellecer el nido familiar: reformó el apartamento, levantó una casa de campo en los alrededores de Segovia, y después construyó una pequeña sauna en el patio.

Compró una ingente cantidad de plantones y especies exóticas, sembró diez variedades de fresa y, sobre todo, plantó crisantemos. Aquellas flores eran la verdadera guinda del pastel, pues a María del Pilar le fascinaban. Con frecuencia le repetía a Alejandro:

Si quieres ser feliz toda la vida, cultiva crisantemos. Así dicta la sabiduría del Lejano Oriente.

Él, obedeciendo al consejo, fue coleccionando nuevas variedades de aquel pétalo dorado. En octubre, los crisantemos alcanzaban su esplendor; no por nada los llaman la reina del otoño. Los tonos violetas, rosados y blancos decoraban el jardín como si fueran miles de pequeñas estrellas. Los vecinos del campo, al pasar, alzaban la cabeza asombrados, murmurando: «¡Qué pareja tan dichosa! Todo les florece, todo les prospera.»

Alejandro trabajaba sin descanso, de la aurora al anochecer. María del Pilar siempre estaba a su lado, ayudándole en la casa con una sonrisa. Él no quería que ella tuviera que buscar empleo fuera; quizá era celoso, quizá auténtico protector, pero, como él mismo solía decir, «el marido es el sustento, la mujer el guardián del hogar». Al principio aquella preocupación lo hacía ver como un marido ejemplar, y María del Pilar se deleitaba con las tareas domésticas, preparando platos elaborados, horneando pasteles, conservando verduras y haciendo compotas de frutos del bosque. Tras acabar en la cocina, se entregaba al arte: tejía suéteres de moda, bordaba servilletas con cuentas y pintaba cuadros.

Con el paso del tiempo, sin embargo, María del Pilar empezó a cuestionarse el destino de su pequeña familia. «¿Para quién tanto esfuerzo?», se preguntaba. No necesitaba mucho, pero anhelaba la presencia de hijos. Temía que llegara el día en que Alejandro, cansado de tanto trabajo, declarase:

He preparado el terreno para multiplicar nuestra familia. Ahora depende de ti.

Y ella, temerosa, respondería: «Lo siento, Alejandro, pero nunca tendremos herederos. Sabes que mi hermana también está sin hijos». El amor de Alejandro era profundo, pero esa especie de amor vacío corría el riesgo de estrellarse contra un muro. Con el tiempo, la idea de que él buscaría una esposa fértil empezó a rondarle la cabeza, y la tristeza se volvió una constante.

Al fin, María del Pilar comprendió que aquel nudo no se desataría con palabras. Decidió cortar la cuerda de una vez, aunque doliera. Pensó que, mientras Alejandro y ella fueran jóvenes, debían actuar; que él encontrara otra esposa para fundar una nueva felicidad, y ella seguiría su propio camino. Curiosamente, Alejandro nunca la reprendió ni la miró con desdén.

Los compañeros de trabajo, como era natural, insinuaban la necesidad de descendencia: «Se dice que el rumor vuela», decían, y Alejandro, al principio, bromeaba respondiendo que aún no tenían piso propio, luego que necesitaban una casa de campo, y finalmente soltaba: «Con mi mujer vivimos perfectamente». Además, en la oficina había una colega, Inés, cuyo amor no correspondido por Alejandro era bien conocido. Inés no se atrevía a romper la familia, pues lo consideraba un pecado. Siempre le dirigía una sonrisa y una caricia en el hombro al saludo matutino, pero Alejandro jamás prestó atención a esas insinuaciones. María del Pilar, al enterarse de Inés por los chistes de Alejandro, no la vio como rival.

Una noche, al volver a casa, Alejandro no encontró a su esposa. Sobre la estufa aún reposaba la cena tibia y, sobre la mesa, una nota escrita con la delicada caligrafía de María del Pilar:

¡Amado Alejandro! Lamento que nunca hayamos construido la familia completa. Vive tu vida sin mí. Siempre tuya, María del Pilar.

El corazón de Alejandro se paralizó. Había dedicado esos seis años a su familia, la había llevado en brazos, había creado su propio refugio de felicidad. Pensó que, si ella se iba, nunca volvería; que su casa impecable, su casa de campo y sus flores perfumadas quedarían vacíos. Reflexionó: «Una esposa que se escapa dejando sus pantuflas ¿qué le faltó? La gente vive sin hijos y se las arregla». Con ese pesar, se cerró en sí mismo, caminó melancólico y silencioso, convencido de que no podía imaginar a otra mujer a su lado, y sintió que la vida había perdido todo color.

Diez años transcurrieron. Alejandro recibió una orden de envío urgente a Barcelona; los billetes escaseaban, así que tuvo que comprar uno en el último minuto a precio de 120 euros. Cuando el tren empezaba a moverse, se lanzó dentro jadeando, encontró su compartimento y, sin perder la compostura, saludó a una mujer que miraba por la ventana:

Buenas noches.

La desconocida se giró y, al reconocerlo, exclamó:

¿María del Pilar? ¿Eres tú?

¿Alejandro? respondió ella, sin poder creerlo.

Se fundieron en un abrazo que parecía reunir a dos almas que jamás se habían separado. Permanecieron allí, abrazados, sin palabras, mientras la realidad se asentaba. Tras tanto tiempo, la nostalgia los envolvía.

María del Pilar, con ojos brillantes, preguntó:

Cuéntame, Alejandro, ¿qué ha sido de tu vida? ¿Tienes hijos?

Él, un tanto avergonzado, balbuceó:

Sí siete años de matrimonio ¿Recuerdas a Inés? Era mi esposa Tenemos dos hijas.

Yo también tengo familia. Un marido y dos hijos. Me lancé al matrimonio como quien se lanza al agua, huyendo de mí misma. Ahora todo es tranquilo. Vivo en Madrid, pero mi marido es alto director, así que nos mudamos a la capital. No quiero molestarte, pero aún te recuerdo.

María del Pilar confesó con voz temblorosa:

Una vez estuve en tu puerta, lloré y me fui. Los puentes están quemados, el agua derramada no se recoge. Pero aún te amo, Alejandro, hasta el vértigo, hasta el desmayo. No puedo olvidarte; apareces en mis sueños.

Alejandro, con un dejo de nostalgia, respondió:

¡Ay, Pilar! La vida nos ha dispersado. Lamento lo que pasó. Si me llamas, iré, volaré, me arrastraré hasta ti.

No te llamo, Alejandro. No quiero hacer daño a mi marido. Él es buen hombre, ama a nuestros hijos, aunque desearía una niña. Me cuida, me protege, me llama su diosa. Tal vez eso pese más que el amor Él, mis hijos, son el refugio de mi alma. Pero esta noche la dedico a ti a mí Quiero respirar tu aliento, morir en tus caricias, romper mi alma en mil pedazos Esta noche de cuento basta para toda la vida exhaló, con una alegría contenida.

Al amanecer, el tren se acercaba a la estación. María del Pilar se arregló con esmero, ansiosa por reencontrarse con su familia. Alejandro, al observar sus preparativos, sintió una punzada de celos, como si la noche hubiera sido tan intensa que no quería que acabara. Cuando el tren se detuvo, ella se despidió con un beso en la mejilla, agitó la mano a los que la esperaban en la plataforma y se lanzó hacia su marido y sus dos niños, quien llevaba un gran ramo de crisantemos blancos. Se acercó, besó a su esposo y a sus hijos, y volvió la vista a Alejandro, susurrando:

Adiós, querido.

Él asintió comprensivo, salió del compartimento con paso lento y miró, con una mezcla de resignación y gratitud, cómo la familia se alejaba. Pensó: «Así es, Alejandro. Dicen que la felicidad no se carga como una carga. Es hora de seguir adelante.»

Nueve meses después, María del Pilar dio a luz una niña, y su marido celebró el nacimiento con una alegría que no necesitaba palabras.

Así quedó la historia, recordada en susurros y en los pétalos que aún caen sobre los senderos de la vida.

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