Años de Ausencia: La Prueba de Seis Años sin la Persona Amada.

Los años de soledad: seis años de prueba sin el ser amado.
María se sentía exhausta. Llevaba seis años sola desde que su marido la abandonó. Su hija se casó el año pasado y se mudó a otra ciudad.
María solo tenía cuarenta y dos años, una edad maravillosa para una mujer. Una segunda juventud. Era una excelente ama de casa, cocinaba de maravilla, y sus pepinillos en vinagre con tomates eran considerados una obra maestra. Pero, ¿para qué prepararlos ahora? En el balcón ya había filas de tarros vacíos.
“¿Acabaré sola, siendo tan hermosa?”, solía decir María a sus amigas. Ellas respondían: “¡No! Busca un hombre. Hay muchos solteros”.
Una de ellas le recomendó contactar con la agencia *El Mejor Hombre*. María pensó que era un poco absurdo y vergonzoso recurrir a una agencia. Pero, por otro lado, ya tenía cuarenta y dos, y esa cifra la inquietaba. Los viejos relojes de la abuela repiqueteaban en la pared, marcando las horas que se esfumaban.
Y al final, María fue a la agencia. Una mujer amable con gafas de color frambuesa le dijo:
Aquí solo tenemos lo mejor. Veamos juntos la base de datos, siéntese a mi lado.
Sí, todos son guapos sonrió María. Pero, ¿cómo conocer a una persona? ¿Cómo saber si es el indicado?
Todo está pensado respondió la mujer. Les damos una semana. Tiempo suficiente para saber si es para usted o no. Si vale la pena continuar o buscar otro.
¿Qué ofrecen exactamente?
¡Un hombre!
¿Cómo?
¡Así es! Vivirá con usted una semana. Escuche, no somos timoratas, hablamos claro. No trabajamos con locos o maniáticos.
A María le gustó la idea de repente. Junto a la señora de las gafas, eligió cinco candidatos. Pagó una pequeña suma y regresó rápidamente a casa. El primero llegaría esa misma noche.
María se puso un vestido verde, el color de la esperanza, y unos pendientes de diamantes que sacaba tan poco de su viejo joyero.
¡Ding-dong! Sonó el timbre.
María miró por la mirilla y vio rosas. Contuvo un grito de alegría. Abrió la puerta. El hombre era elegante, igual que en la foto.
Se sentaron a la mesa. María había preparado de todo. Colocó el ramo en el centro y, disimuladamente, observó al agradable invitado. Pensó: *”Este es el indicado. No necesito a los demás”.*
Empezaron con la ensalada. El futuro marido frunció el ceño: “Está demasiado salada”. María sonrió, incómoda, y le sirvió solomillo. Él masticó un trozo: “Está duro”. Tampoco le gustó el resto. En su nerviosismo, María olvidó lo principal: el vino que había elegido con tanto cuidado. Lo sirvió y brindó: “¡Por nuestro encuentro!”. Él olió la copa, bebió un sorbo y dijo: “Es de lo más barato”. Se levantó: “Bueno, voy a ver cómo es tu casa”.
María tomó el ramo y se lo entregó: “Odio las rosas. Hasta nunca”.
Esa noche, María lloró un poco. Le dolía. Pero aún quedaban cuatro citas.
El segundo llegó al día siguiente. Entró con seguridad: “¡Hola!”. Olía a whisky. María preguntó: “¿Has contado a alguien de nuestra cita?”. Él sonrió: “¡Bah, qué más da! Oye, ¿tienes tele? Ahora empieza el Barça contra el Madrid. Podemos hablar mientras”. María respondió secamente: “Ve el fútbol en tu casa”.
Otra noche de lágrimas.
Al tercer día, llegó el tercer candidato. No era guapo, llevaba una chaqueta vieja, las uñas descuidadas y los zapatos llenos de barro. María ya pensaba en cómo despedirlo con educación, pero antes decidió ofrecerle comida. Él comió con avidez, elogiando cada plato. María hasta se ruborizó. Sacó los pepinillos en vinagre. “¡Dios mío! exclamó el hombre. ¡Es lo mejor que he probado en mi vida!”.
Entonces, los relojes de la abuela repicaron. El hombre escuchó: “¿Qué es ese ruido?”. Fue al salón, subió a una silla y examinó los relojes: “Los arreglaré en un santiamén. ¿Tienes herramientas?”.
Poco después, los relojes marcaban la hora con un sonido limpio y claro. María se sintió feliz al escucharlo. Pensó que era una señal. Aquel hombre debía ser su esposo. Era habilidoso, amable, y si sus zapatos y uñas no eran perfectos ¡bah, cosas sin importancia! Además, era el tercero, un número de suerte.
Llegó la noche. María se preparó: fue al salón de belleza y puso sábanas de seda con grandes rosas (porque, en realidad, sí le gustaban). Cuando salió del baño, su invitado ya roncaba, vestido. A María no le importó. Lo miró con ternura: “Pobrecillo, estará cansado”. Se acostó con cuidado a su lado.
Y entonces empezó la pesadilla. El hombre roncaba. Con maestría, fuerza e intensidad. María se tapó con la almohada, luego a él, incluso lo empujó pero nada. Pasó la noche en vela, sufriendo.
Por la mañana, el hombre entró en la cocina, donde María, ojeros

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