Anhelando la felicidad, planeando el futuro, ¡recibí solo insultos!

Soñaba con la felicidad, hacía planes para el futuro, ¡y solo recibí insultos!

Me llamo Elena García y vivo en Segovia, donde las callejuelas tranquilas de Castilla y León se ocultan bajo la sombra de los pinos. Lo encontré de nuevo en la reunión de antiguos alumnos, tras veinte años. Sergio estaba frente a mí, algo más ancho de hombros, con el cabello despeinado, pero sus ojos, grandes y profundos, cargados de la misma melancolía, me atravesaban igual que en nuestra juventud. Me invitó a bailar, como cuando éramos pareja. Sentí su calor, su aliento, su fuerza, y mi cuerpo tembló, como si el tiempo hubiese retrocedido. Esa noche volvió a mis sueños, y me di cuenta de que el viejo amor no había muerto.

¿Por qué rompimos? No lo recuerdo. Durante tres años vivimos como marido y mujer, hicimos planes: una casita con jardín, una pequeña floristería, pensábamos nombres para nuestros hijos: María, Elías… Pero luego desapareció, sin una palabra, sin dejar rastro, dejándome en el vacío. En la reunión, después de unas copas de vino y los bailes, ambos sabíamos que era una oportunidad para empezar de nuevo. Medio año después, me mudé con él a Salamanca. Su esposa había fallecido, y yo no había encontrado a alguien con quien compartir mi vida. Al principio todo iba bien, pero mis sueños de felicidad se convirtieron en pesadillas.

Quería amor, y solo recibí humillaciones. Sergio tenía dos hijos, de 16 y 18 años, Arturo y Carlos. No intenté ser su madre, sería absurdo. Solo anhelaba amistad, comprensión, que me aceptaran en sus vidas. Me esforzaba al máximo: los cuidaba, cocinaba, compraba regalos, cedía para mantener la paz en casa. Pero en lugar de calidez, encontré frialdad. Todo empeoró cuando llegaban los padres de la difunta madre; los respetaba, pues eran parte de la familia, pero cada visita se convertía en una prueba: me miraban como a una extraña y me sentía invisible.

A mis 38 años, no me había adaptado a la nueva ciudad, a las personas, a su hogar. Mis constantes intentos por agradar a todos me agotaban. Me ahogaba en el desorden que dejaban los chicos, en su indiferencia. El mayor, Arturo, empezó a llevar a su novia mientras yo trabajaba. Se tumbaban en nuestra cama, ensuciaban las sábanas. Ella usaba mis cremas, mis peines, mis zapatillas, y destrozaba la cocina, lo cual me obligaba a limpiarla durante horas. El menor, Carlos, siempre se quejaba: la ropa que le compraba no le gustaba, la comida no era como la de su madre. “Eres una ama de casa, no haces nada”, me gritaba. Aguanté mientras pude, pero cuando intentaba hablar con Sergio, me ignoraba como si mis palabras no significaran nada.

Anhelaba hacer amigos de los vecinos, dicen que son más cercanos que los familiares. Pero también allí encontré desilusión: todos hablaban de lo perfecta que era su difunta esposa. ¿Y yo? Estaba viva, lo había amado todos esos años, dejé todo: mi trabajo, mi ciudad, mi vida habitual por él y su familia. Decidí que si tenía un hijo, todo cambiaría y empezaría a ser respetada. Pero cuando hablé de ello, Sergio respondió con frialdad: “Tengo hijos, no quiero más.” ¿Y yo? Me quedé con las manos vacías, con mi anhelo de maternidad pisoteado.

Desde entonces todo se desmoronó. Sergio cambió, ya no era el chico de mi juventud. La vida le había extirpado toda calidez, y me miraba con irritación. Encontraba defectos en todo lo que hacía, igual que sus hijos. Me esforzaba hasta el límite, pero nada tenía fruto. La gota que colmó el vaso fue cuando regresé del trabajo y vi a la novia de Arturo en mi albornoz. Se paseaba por la casa como si fuera suya. Mis cosas eran personales, ¡como la ropa interior que podía ponerse a mis espaldas! Me controlé y le dije tranquilamente: “Por favor, no toques mis cosas.” Y ella se rió en mi cara: “Vamos, no te pongas así”. ¿Por qué me trataba así? La alimentaba, limpiaba tras ella, como si fuera de mi familia, y a cambio me escupía en el alma.

Me derrumbé, salí corriendo de la habitación. Sergio salió de la cocina, rojo de furia, y se abalanzó sobre mí gritando. Observaba, sin poder creer lo que oía. Me llamaba vaga, me gritaba que me fuera de su casa, me lanzaba cosas –una taza, un libro, lo que encontraba. Con lágrimas llenándome los ojos, cogí mi bolso y salí corriendo a la calle tal como estaba. Tomé el primer tren a Segovia, con mis padres. A la mañana siguiente, envió mis cosas por mensajero, fríamente, sin una nota, como si fueran basura.

Dicen que el tiempo cura. Intento no pensar en ello. El dolor se atenúa, pero la herida persiste. Creo que encontraré a alguien que me ame tal como soy, con mis sueños y cicatrices. Sergio fue mi primer amor, pero no era mi destino. Quería felicidad y solo recibí fragmentos. Ahora estoy en mi Segovia natal, entre calles familiares, aprendiendo a respirar de nuevo, esperando que me espere un futuro luminoso y no nuevos tormentos.

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Anhelando la felicidad, planeando el futuro, ¡recibí solo insultos!